Nocturno mediodía, de Sophia de Mello Breyner Andresen

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La poesía de Sophia de Mello Breyner Andresen (1919-2003), de la que este Nocturno mediodía, en excelente traducción de Ángel Campos Pámpano, constituye una amplia antología, es unitiva y solar, celebratoria y áurea. Una “exhalación afirmativa” la recorre desde su primer libro, Poesía, publicado en 1944, hasta el último, Mar, aparecido en 2001. Es un rasgo singular, que la distingue del resto de la lírica contemporánea, sumida en la introspección elegiaca, en el lamento del yo. La poesía de Sophia de Mello, como las novelas de Mark Twain, transmite un sentimiento de felicidad: es risueña y confiada; parece encontrarse a gusto en el mundo. En sus primeras entregas —Poesía, Día de mar, Coral—, esa satisfacción se presentaba con inequívocos tintes románticos, que describían una personalidad cristalina y efervescente, ansiosa por encajar en las anfractuosidades de lo real. Pero esta realidad no es hiriente, sino amable, es más, angélica, y a ella acude la poeta para ser: “Me he buscado en la luz, en el mar, en el viento”. El alejandrino transcrito ilustra algunos de los motivos a los que recurre Sophia de Mello para representar su abrazo con el universo: la luz, signo de lo alto —donde también militan el cielo, el sol, los pájaros— y, por ende, del vínculo con lo superior e incontaminado; y el mar, una metáfora clave de su lírica, que, junto con otros tópicos subordinados —la espuma, las olas, la playa—, sugiere su íntima fusión con la totalidad. El mar se hermana con el yo, o es el yo: “Desde la orilla del mar/ Donde todo comenzó intacto el primer día de mí…”; y en la playa, “puro espacio y lúcida unidad”, se opera la liberación del tiempo. Esta proyección reconciliadora halla hospedaje simbólico en la antigüedad clásica y, en especial, en la mitología griega. La poesía de Sophia de Mello aparece impregnada de helenismo y mediterraneidad: los lugares del Egeo —Creta, Olimpia, Delfos— y los personajes de la historia griega y el panteón olímpico —Eurídice, el Minotauro, Antínoo— vierten su rugosa transparencia en los poemas, y dialogan incluso con el Dios cristiano, al que la poeta, educada en el catolicismo, trae a sus versos, aunque sin excesos fideístas. Pero esta encarnadura mítica no contradice el hecho de que la poesía de Sophia de Mello es, ante todo, una poesía de lo real. En una de las reveladoras poéticas incluidas como apéndice de Nocturno mediodía, escribe la autora: “La poesía siempre fue para mí una persecución de lo real. Un poema fue siempre un círculo trazado alrededor de una cosa, un círculo donde el pájaro de lo real queda preso”. Por eso el mundo es alimento, y el ser de las cosas basta, y la arrebata la vehemencia de lo visible; por eso ama lo geométrico y lo concreto; y por eso su poesía evoluciona con el tiempo, superados los trances juveniles, hacia una mayor refriega con lo existente, incluidos sus albañales históricos y sociales. El compromiso de Sophia de Mello con la izquierda y con el derrocamiento de la dictadura en 1974 es evidente en los libros de esa década —El nombre de las cosas, Navegaciones—, aunque ya antes había escudriñado en la historia de su país. Resulta peculiar, no obstante, que incluso cuando cante los descubrimientos de los marineros lusos, su canto le sirva como proclamación de la pureza, como renovación del júbilo que siente por un nuevo nacer del mundo. El poema “Descubrimiento”, por ejemplo, dice: “Saludaban con alborozo las cosas/ Nuevas/ El mundo parecía creado esa misma/ Mañana”.
     Frente a esta dimensión armónica y exultante, la poesía de Sophia de Mello ofrece un flanco tenebroso, que acaso haya sido menos explorado. Porque sus versos albergan también una insistente pesquisa en lo oscuro: el vacío, el miedo y la muerte asoman a cada paso: el hermoso poema “Meditación del duque de Gandía sobre la muerte de Isabel de Portugal” es un buen ejemplo: “La luz de la tarde me muestra los destrozos/ De tu ser. En breve la podredumbre/ Se beberá tus ojos y tus huesos”. La privación, asimismo, aturde a la poeta, como revelan estos versos de ecos dickinsonianos: “Tras la ceniza muerta de estos días,/ Cuando el vacío blanco de estas noches/ Se gaste, cuando la niebla de este instante/ Sin forma, sin imagen, sin caminos,/ Se disuelva…”. Todo, también la nada, forma parte de la vida, y ambas están trabadas en un combate eterno. En el poema “El hospital y la playa” se contraponen aquél, símbolo del dolor, y ésta, emblema de la plenitud. El sol vivifica, pero también mata: por su peso ilimitado muere la poeta, “ciega de blancura”. Nocturno mediodía acredita una pugna, sutil pero intensa, entre lo solar y lo negro, de la que su mismo título —extraído de un verso que se repite en varios poemas de la serie “Délfica”, de Dual— es una prueba; en oxímoron inverso, pero con el mismo sentido, leemos “noche diurna”, o noches que brillan, o claridades que conducen a la noche. Hay, pues, “un tumulto de claridad y sombra”, que refleja la permanente lucha entre el bien y el mal, entre el placer y la angustia, entre la construcción y la destrucción: “Sin cesar se busca y se pierde se desune y se reúne/ Y ésta es la danza del ser”. Acaso esta congoja freática explique, no sólo los trazos melancólicos de la dicción demelliana, o incluso cierta frialdad que a veces la sobrecoge, sino también los repentinos fustazos de violencia que descargan unos poemas por lo demás sosegados, sus inesperados saltos de la calma al caos, como en este aliterativo epifonema: “…traen/ El estridente clamor de la furia tantra/ Todo va a rodar en la violencia del instante/ Nada está construido en piedra”. La poesía de Sophia de Mello busca la realidad, pero también ve en lo sumergido: “Pertenezco a la estirpe de quienes se sumergen con los ojos abiertos/ Y reconocen el abismo piedra a piedra anémona a anémona flor a flor”. Y es de subrayar cómo una poesía de corte figurativo, atenta a las cosas y a su expresión depurada, recurre a pequeños escorzos vanguardistas, como la omisión de las comas, para suavizar —y compactar— la enumeración.
     En esta proclamación y simultánea impugnación de la vida, la poesía, es decir, el acto de escribir, el acto de nombrar, desempeña un papel fundamental. La reflexión metaliteraria es continua, aunque se intensifica conforme su obra avanza, y no es casualidad que uno de sus libros más importantes, fechado en 1977, se titule El nombre de las cosas. Para Sophia de Mello, nombrar es crear y la palabra se identifica con la cosa. Así reza el poema “Alcácer do Sal”, compuesto por un solo dístico: “La sombra azul de la palabra mora/ El blanco vivo de la palabra sal”. Sin embargo, lo contrario también es cierto: las cosas existen con independencia de su nombre, y no nos queda sino interrogarlas para averiguarlo: “Iba y venía/ Y a cada cosa preguntaba/ Qué nombre tenía”. Pese a estas higiénicas ambigüedades, que reproducen el remoto debate del Cratilo, la poesía es abolición de la muerte, y permite la permanencia del espacio primigenio en el que nos supimos unidos al cosmos, y reconstruye el mundo. Pero para escribirla hay que prestar una atención máxima a lo circunstante: al aire, a los colores, a la densidad de los objetos. “Mira contempla escucha/ Atenta a la caza en el cuarto en penumbra”, escribe Sophia de Mello en su poema “Arte poética”, parafraseando la imagen de un poeta muy querido por ella, Federico García Lorca, cuando definía la poesía como “una cacería nocturna”. Esta actitud de receptividad total, desarrollada en un silencio preñado de músicas, nació con un hecho de su niñez, como ha escrito la poeta: “En mi infancia, mucho antes de saber leer, me [enseñaron] a aprenderme poemas de memoria. Encontré la poesía antes de saber que había literatura. Pensaba que los poemas no estaban escritos por nadie, que existían en sí mismos, por sí mismos, que eran como un elemento de la naturaleza, que estaban suspendidos, inmanentes. Y que bastaba con estarse muy quieta, callada y atenta para oírlos”. En esa fértil quietud permaneció Sophia de Mello durante toda su vida; por eso su obra se mueve, agitada por claroscuros y simetrías, y nos conmueve. –

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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