Adolfo Suárez. Ambición y destino, de Gregorio Morán

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Para alguien nacido más o menos en el momento en que España se convertía en una democracia, Suárez puede ser varias cosas, pero todas ellas confluyen para convertirle en un perfecto símbolo. Ese señor un poco antiguo, con trajes de tres piezas y raya a un lado impecablemente recta que fumaba en público sin parar. Ese hombre al que votaron –o creen recordar que votaron– las madres por ser tan guapo y tan seguro y los padres por ser tan sensato y poco extremista; el héroe de la Transición, la imagen de la concordia, el legalizador del partido comunista, el inventor del centro; el valiente que se negó a esconderse bajo su escaño y salió en defensa del anciano teniente general Gutiérrez Mellado en el golpe del 23 de febrero. Pero en cualquier caso, por encima de todo, Suárez es el político al que todo el mundo que ha importado en la democracia –Pujol, Pedro J. Ramírez, Carrillo, Juan Luis Cebrián, Felipe González, el Rey, Aznar, Ansón, Zapatero, Fraga (aunque éste un poco menos)– reconoce como uno de los atinados inventores de la España contemporánea. Es decir: Adolfo Suárez es un icono perfecto, inmóvil, esculpido en un momento de la historia de España que no fue exactamente el nuestro –me refiero al de los treintañeros como yo– pero que sí dio inicio al nuestro con un acierto razonable.

No sé si Gregorio Morán escribió este magnífico Adolfo Suárez. Ambición y destino pensando en desasnar a los adultos que fuimos formados en el mito, pero lo cierto es que el motivo principal de esta biografía parece ser recordarnos que esa imagen icónica comprende solamente cinco años de la vida de Suárez –desde su elección como Presidente por parte del Rey en 1976 hasta su dimisión y su papel durante el golpe en 1981– e ignora completamente su vida anterior y posterior. La anterior: la del petimetre inculto, más “que un hombre con vocación política […] un hombre con vocación de poder” que en 1956 entró en la secretaría del gobernador de Ávila bajo el auspicio de Herrero Tejedor sabiendo ya que sólo le iría bien en la vida si encontraba protectores poderosos, y que los encontraría hasta llegar a ser Gobernador Civil de Segovia, director de RTVE, Ministro del Movimiento y Presidente. La posterior: el hombre derrotado después de ser obligado a dimitir por todos quienes le habían apoyado, que funda un partido nuevo tras la traición del que había liderado hasta entonces y que deambula por el Congreso y las finanzas fantaseando con volver al poder hasta que abandona en 1991 y decide ganar el dinero que no ha ganado (aunque a veces lo ha ganado) a lo largo de su carrera política. Lo único que nos ha quedado, dice Morán, fueron esos cinco años valerosos, que sin embargo fueron de un temblor político que hace que la crispación reciente parezca una merienda de niños malcriados. Y es más: ni siquiera es eso lo que nos ha quedado, sino una meticulosa manipulación de esos cinco años –“de todas las manipulaciones a las que se ha sometido la transición, el proceso de beatificación de Suárez es quizá de las más logradas”– que se inició exactamente en 1995, el último año del desastroso último gobierno de González y el principio del principio de la era Aznar.

La primera historia de Suárez es bien conocida, en parte gracias a Adolfo Suárez: historia de una ambición, la primera biografía del presidente que Morán publicó en 1979, cuando tenía treinta y dos años, y que fue recibida con acusaciones al autor de panfletario y comunista (lo segundo lo había sido) y un brutal éxito de ventas. Ahí se explicaba ya lo que aquí más o menos se repite: el ascenso de un hombre ambicioso y de poca cultura, muy religioso, con talento para granjearse la amistad de gente de una u otra facción del franquismo y hasta del futuro Rey, carente de ideas políticas y consciente de que, a diferencia de buena parte de sus colegas y adversarios, él no había estudiado en el colegio del Pilar, no tenía una carrera académica ni profesional brillante y carecía de contactos familiares; era un “chusquero” de la política. Gracias y a pesar de todo ello, Juan Carlos I le llamó el 3 de julio de 1976 a su casa de Puerta de Hierro, donde esperaba nerviosamente, y le dijo “Adolfo, presidente, ven para acá” para anunciarle que era el elegido para hacer la Transición. Como documenta Morán, incluso los muchos que creían que Suárez era un don nadie sin capacidad para dirigir al gobierno hasta las primeras elecciones democráticas tras el franquismo fingieron que aquel nombramiento les tenía satisfechos y nada sorprendidos. (Una excepción fue Ricardo de la Cierva que en El País, of all places, publicó su legendario “¡Qué error, qué inmenso error!”, aunque poco después se incorporó a un gobierno de Suárez.) En cualquier caso, tras su designación, “las tres bolsas españolas (Madrid, Barcelona, Bilbao) empezaron a caer en cascada.” Casi nadie parecía confiar en él.

A partir de entonces, como dice Morán, Suárez, y probablemente el resto de la clase política española, tuvo que “hacerse demócrata en un año”. Y eso se resumió básicamente en su discurso en televisión –un medio cuya importancia política comprendía muy bien tras su paso por rtve– en el que anunció que lo único que pretendía era “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal; quitarle dramatismo y ficción a la política por medio de unas elecciones”. Antes de ello, tendría que seducir y engañar a partes iguales al ejército, moverse entre los partidarios de una reforma suave y la oposición aún ilegal y, por encima de todo, ir explicando a “tan dignos padres del Régimen franquista que su misión había terminado”. Lo logró, y una de las cosas más valiosas de este libro –como también lo es del reciente Anatomía de un instante de Javier Cercas (ver la reseña de Antonio Elorza en Letras Libres 93)– es que explica hasta qué punto la Transición fue fruto de una serie de azares, de pactos casi imposibles, de improvisaciones aparentemente suicidas por parte de gente que no tenía la menor idea de qué era gobernar –o ser gobernado– en democracia.

La tercera parte de Adolfo Suárez. Ambición y destino, que describe la trayectoria del ya ex político de 1991 hasta la famosa foto tomada por su hijo en la que el Rey le pasa el brazo por encima del hombro, es probablemente la más novedosa y también la más triste: si durante toda su carrera política Suárez se había mostrado como un tipo ambicioso sin demasiados escrúpulos ideológicos –“en el fondo soy un democristiano”, dijo en una ocasión este ex falangista, según Morán, para sólo dos años más tarde afirmar: “en el fondo, yo siempre he sido un socialdemócrata”– aquí vemos a un hombre únicamente preocupado por su legado y el futuro bienestar material de su familia. A lo que se corresponderían las ganas de un Felipe González agónico –que había aprobado un lujoso régimen con cargo a fondos públicos para los ex presidentes– y un José María Aznar a las puertas del poder –que necesitaría buscar legitimidad en los logros de la Transición– de fijar una imagen benevolente y legendaria del hombre a quienes ellos, o al menos sus partidos, habían tratado de masacrar. Las relaciones de Suárez con Mario Conde, que financió su partido y que más tarde intermedió frente a Felipe González para buscarle una salida judicial honrosa a sus delitos; la construcción en Mallorca de una pretenciosa mansión que haría decir a un periodista –cuyo nombre no cita Morán–: “A tenor de su casa en Palma de Mallorca, Adolfo Suárez hubiera pasado por un presidente de Estados Unidos bastante megalómano”; su acercamiento al PP para patrocinar la carrera política de su hijo que dio pie a su última aparición pública, en la que dio muestras de su pesarosa senilidad fruto del Alzheimer… Todo esto quedaría más tarde diluido en una celebración probablemente justa, pero por los motivos equivocados, de un hombre que contra todo pronóstico hizo algo bueno sin tener, aparentemente, lo necesario para hacerlo.

Adolfo Suárez. Ambición y destino es una biografía espléndida, en buena medida porque a pocos como a Morán les beneficia tanto la irritación a la hora de escribir. Pero es también una acusación grave a la Transición y hasta a la democracia española, que no ha dejado de embellecer a la primera para embellecerse a sí misma. “A mi generación –dice Morán en la dedicatoria del libro–, que empezó luchando contra la mentira que fue el franquismo, y que luego acabó aceptando todas las demás.” No sé si haya para tanto. La Transición y la democracia fueron –y en el segundo caso sigue siendo– fruto de fangosas negociaciones entre prohombres que parecían más berrearse en un vestuario apestoso que intercambiar tersamente ideas en el ágora, todo ello ante la mirada mitad asombrada y mitad agradecida de la ciudadanía. Pero todas las democracias son en mayor o menor medida esa suma de baladronadas de gente sobreexcitada que se palpa la cartera. Y en ese sentido Adolfo Suárez. Ambición y destino es enormemente útil para recordar cómo incluso los grandes hombres pueden ser enormes medianías. Aunque a estas alturas ya todos sabemos que all’s well that ends well. ~

 

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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