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¿Hay más encanto en el hecho o en su insinuación? Esta pregunta, formulada con mucho mayor hondura por Wallace Stevens en su poema “Thirteen ways of looking at a blackbird”, parece central. Sin duda es exagerado, casi caricaturesco, pretender adscribirle a cada texto una pregunta, como si de signos zodiacales se tratara. Sin embargo, en el caso de esta novela, una interrogante parece estar siendo arrastrada: ¿la aparición o la sugerencia?
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Graciliano Ramos nace y muere dentro del territorio brasileño. Publica en 1936 su segunda novela, Angustia. En ella, un pobre diablo sufre por amor en un pueblo al norte de Brasil. Una experiencia universal, el desamor: no caduca porque sigue sucediendo y cuando sucede parece que lo hace por primera vez. Grandes catálogos de cursilerías se han escrito bajo el auspicio del desamor pero esta novela no es de esas. Aquí, la rabia puede más que el embeleso; si fuera el caso hacer la distinción, esta novela no es un bolero, es una canción ranchera.
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No es gratuito lo de canción ranchera: en Angustia el terruño está presente. La experiencia universal inserta en una región particular, protagónica. Importa dónde es que Luis da Silva agoniza porque, mientras lo hace, recuerda víboras y sertoneros, mulatos con idiosincrasias reveladoras y venganzas al estilo campesino. La agonía de Luis da Silva es un ajuste de cuentas con la región. Lejos de hallar consuelo, el paisaje encierra aún más al protagonista. Porque la manera en que Graciliano Ramos escribe el terruño se asemeja a quien escribe la asfixia. Ningún consuelo para Luis da Silva.
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Graciliano Ramos no es cándido con su personaje: de todas las maneras posibles lo encierra. No tendría por qué serlo: el desamor es, entre otras cosas, ahogo. Y el autor, muerto en 1953, le va creando círculos cada vez más apretados. Pero tampoco es cándido con sus lectores, ni tendría por qué serlo; nos encierra. Para salvar el escollo de la cursilería, nos encierra en Luis da Silva, misántropo y descorazonado.
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Qué necesidad hay del costumbrismo, de ser fiel a sus dictados. Qué necesidad de serle fiel al orden casto, a la secuencia lógica. Si Graciliano Ramos lo hubiera intentado, tendríamos entre manos una exposición del amor no correspondido –aquí, el primer encuentro; allá, los escarceos furtivos; aquel, el enemigo; estos, los planes de venganza. Entraríamos a la galería del dolor más común por repetitivo. Sucede a diario, el desengaño; pero no precisamos reparar en la secuencia de sus partes para reconocerlo. El desorden delata nuestro estado.
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La escritura de Graciliano Ramos estorba, se repite y se contradice. Si fue un autor radical lo fue, en esta novela, por su fidelidad al lenguaje del trastorno. Para Luis da Silva, y para quien lo lee, no hay palabras de aliento. No hay sosiego, porque cualquier complacencia sería una traición a la experiencia universal del desamor. El lenguaje hace gárgaras, boquea, se angustia. El espacio pierde solidez, cede. El tiempo se vuelve posibilidad y ensoñación, Luis da Silva parece incapaz de mirar el mundo en otro tiempo que no sea el condicional simple. Todo podría haber sido. Graciliano Ramos no miente. Por momentos aburre, colma la paciencia, pero no miente. El trastorno del desengañado se construye con repeticiones, tedio y todo lo que podría haber sido.
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De vuelta a la pregunta, ¿aparición o sugerencia? El relato de un hombre trastornado por un desamor es por necesidad aparición. Es el relato de una exposición. A falta de trama, motivos. No importa que las razones sean dudosas, es preciso que aparezcan, que sean rumiadas, roídas. La escritura de Graciliano Ramos está hecha del sonido que hacen las palabras al ser roídas.
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No hay manera de engañarse, Angustia es un pueblo en el norte de Brasil. Y sin embargo uno se engaña: Graciliano Ramos crea un mundo aparte. Un mundo, en palabras de James Wood, “de humillaciones, afrentas, duelos y desdenes”. El crítico inglés habla del mundo que inauguró Dostoievski con Memorias del subsuelo (1864). Incluso le pone un nombre, “el mundo de la bofetada”. Para Wood, lo que está en juego en aquella novela es una pugna irresoluble entre el orgullo y la humildad. Luis da Silva no escatima al momento de mostrarse altivo. Se finge suficiente. Se dice a sí mismo que es capaz de desdeñar a cualquiera. Y el mundo actúa en consecuencia. Las afrentas abundan. Las humillaciones son constantes. Angustia no es una novela de folclor, porque el folclor, para funcionar, pide contemplación, asombro.
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“Me preocupaba, sobre todo, el silencio.” Y silencio es lo que hace falta. No hay respiro para Luis da Silva y tampoco para el lector. Prerrogativa del humillado: temer no a las humillaciones, sino al silencio. Porque el silencio, en este caso, no es descanso. Graciliano Ramos ha encerrado a Luis da Silva de tal modo que el silencio ni siquiera es el silencio de la muerte. No hay resolución. En el extremo de su delirio, tumbado en cama por la angustia, Luis da Silva confiesa: “Yo me deslizaba en esos silencios, flotaba, subía, bajaba hasta el fondo, volvía a la superficie, intentaba asirme a una rama.” El silencio es eso que impide asir la rama.
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Pero, insisto, la disyuntiva entre aparición y sugerencia es una pregunta que se arrastra por toda la novela. Tal vez ahí está su encanto. No hay duda de que logra hacer aparecer al trastornado, que lo revela en toda su intrincada obstinación. Pero el lenguaje, tan expuesto, termina por desgastarse. Como si fuera una clave de lectura, el protagonista gasta el tiempo escribiendo el nombre de su objeto de deseo. Después de tanta repetición, el nombre se deshace. Entonces, construye palabras nuevas con los despojos. Y cuando esas nuevas palabras se agotan, garabatea cualquier cosa. “Al final desaparece todo”, dice Luis da Silva, “[…] hasta que dejo en el papel algunos borrones apretados, unos rebordes muy negros”. De la angustia va quedando sólo lo sugerible, lo inenarrable. ~
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.