El laberinto sin centro
Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Anagrama, Barcelona, 2000, 179 pp.
Hace exactamente quince años Enrique Vila-Matas publicaba lo que podía considerarse un verdadero manifiesto de lo que iba a configurarse cada vez más como la escritura de un solitario ajeno a los vendavales de la vida literaria surgida con la transición democrática. La Historia abreviada de la literatura portátil exaltaba la figura del shandy, nombre que representa un obvio homenaje a Laurence Sterne, el escritor de culto por excelencia, cuya versión de Tristam Shandy, aquí no hay casualidades, valiera a Javier Marías en 1979 el Premio Nacional de Traducción.
La Historia abreviada de la literatura portátil nos da la pista sobre las peculiares lecturas de Enrique Vila-Matas, lecturas que marcan una identificación y que señalan la importancia del escritor como lector. Asimismo, va tejiendo una estética partiendo del ensayo, pero con un aliento narrativo, del mismo modo que en novelas y cuentos irá tejiendo una narración con aliento ensayístico. En los escritores shandy es fácil ver los rasgos de la propia obra de Vila-Matas: "espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud, cultivar el arte de la insolencia". Los miembros de esta sociedad secreta voluble, alegre y chiflada son "amantes de la escritura cuando ésta se convierte en la experiencia más divertida y también la más radical".
La vida y la obra de Vila-Matas resultan inseparables de la vida con sus amigos, a la sombra de las muchachas en flor que la imaginación ha contribuido a hacer más reales, y de la vida y obra de sus escritores. Es una escritura confesional, de pecador complacido en el pecado. Y una escritura diarística o memorialista. La frontera entre literatura y vida, entre realidad e invención se ha borrado, sin que ello quiera decir que la identidad de los distintos territorios haya desaparecido. Nos movemos libremente en cada uno de los distintos espacios, más que confundidos divertidos y estimulados. Libros como El viajero más lento o El traje de los domingos nacieron como artículos, pero jamás se nos ocurriría pensar que no son lecturas guiadas por la amenidad y la imaginación, por la misma radicalidad y extravagancia que alimenta a su obra de creación. Sin embargo, hasta ahora ha sido posible delimitar perfectamente lo que es obra narrativa y obra ensayística, por más que en ambos casos se haya salido de las convenciones del género en una sociedad literaria como la española, marcadamente convencional.
Bartleby y compañía ha sembrado un enorme desconcierto, y es bueno que así sea. También inquietud, porque nada inquieta más que lo que nos seduce sin conocer, por así decirlo, el sexo de la seducción. Si Historia abreviada de la literatura portátil o los libros de artículos eran textos de naturaleza ensayística narrados con el desparpajo propio de las obras de imaginación, aquí sí que la frontera entre lo real y lo imaginario ha desaparecido. Es decir, finalmente Vila-Matas ha llevado a sus últimas e inevitables consecuencias su identificación entre vida y escritura, la identificación definitiva entre personas y personajes.
El libro se inicia con un tono claramente ficticio, y con una triple identificación: con Gregorio Samsa oficinista, con el monstruoso insecto que, en la traducción de Borges de La metamorfosis, "hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda" y con el propio Kafka, autor y víctima de la metamorfosis. Nos dice el narrador, Marcelo: "Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy muy feliz".
Este leopardiano personaje que vive entre el pavor y la felicidad se propone iniciar, el 8 de julio de 1999, un diario "que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestre mi solvencia como rastreador de bartlebys", la misma que mostró como rastreador de escritores shandy. Los bartlebys, nos dice, "son unos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville". En esta novela y/o ensayo Vila-Matas rastreará pues el síndrome del Bartleby, la literatura del No, "la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura".
Esta novelesca no-novela sobre los escritores del No le permite al narrador, oficinista como Bartleby o Gregorio Samsa, definir la naturaleza de su diario que es, asimismo, una toma de posición ante la novela como género que le acerca a Lo demás es silencio de Monterroso, por poner un ejemplo de novela moderna en la mejor tradición cervantina: "Sólo sé que para expresar ese drama navego muy bien en lo fragmentario y en el hallazgo casual o en el resultado repentino de libros, vidas, textos o simplemente frases sueltas que van ampliando las dimensiones del laberinto sin centro". Y añade: "Siento que no estoy hecho para novelas, pues sus grandes escenas, cóleras, pasiones y momentos trágicos, lejos de entusiasmarme, me llegan como míseros estallidos".
El crítico, ese mal copista del autor, debería ser capaz de aceptar el reto que nos propone el novelista. Resulta absurdo aplicar razonamientos de novela positivista a una escritura que la rechaza. Vila-Matas ha escrito un texto donde lo único que hay en el centro es el absurdo y donde el placer no está en el viaje al centro de la fábula sino en el recorrido por caminos que surgen del sueño, del desvarío, de la extrañeza y que sólo podemos captar como iluminaciones. Lo cual nos permite pasar, sin alterar las normas de la verosimilitud narrativa, de lo inventado a lo real, porque "todavía se puede escribir con alto sentido del riesgo y de la belleza con estilo clásico", y porque "decir es inventar. Sea falso o cierto", y decir es también copiar en el sentido borgesiano de la palabra. Pero también copiar sueños, indagar en la excentricidad, hundirse en la confusión total del lenguaje, buscar, a través del fracaso, la independencia y la ruptura, romper con el padre, buscar la fuente de la escritura y la biblioteca imposible, saber embaucar para aplastar "a estos estafadores inferiores a los que tan acostumbrados estamos últimamente, buscar las zonas de sombras, las letras drogadas, el soplo de la destrucción". Frases que no son mías sino que recojo del libro, de estas notas escritas "buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura".
Reglas de juego las hay, por supuesto: son las que impone el propio Vila-Matas. Estas reglas nos acercan a los escritores de la constelación vilamatiana, que aparecen ante nosotros geniales y humanos, anecdóticos y necesarios: Melville, Kafka, Robert Walser, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Felipe Alfau, Céline, Salinger, Musil, Valéry, Pedro Garfias, Felisberto Hernández o, más cercanos al narrador, Ferrer Lerín, Jordi Llovet, Félix de Azúa, Ignacio Vidal Folch o Pedro Casariego Córdoba, sin olvidar como es lógico, ya dentro delterreno de la fábula, a Robert Derain, el autor de Eclipses littéraires, cómplice y chantajista, María Lima Méndes, cubana "tocada por la sombra del fado" o su compañero de colegio Luis Felipe Pineda, autor de poemas abandonados.
Galería de personajes tocados por la gracia de la extravagancia y del silencio. Las razones por las que abandonan la escritura son infinitas, y son estos silencios y estas rupturas los que crean el tejido narrativo de Bartleby y compañía. La necesidad de no escribir supone una actitud radical, una fatal vocación de escritor que en el silencio traza una visión del mundo y de la literatura, como Vila-Matas, a través de su alter ego, el geperut o jorobado Marcelo, va trazando frase a frase un recorrido o proceso textual que, a modo de viaje vertical, nos conduce al vacío, para revelarnos el sentido último de la literatura: "La conciencia moderna de que toda literatura es la negación de sí misma". Y negándose a sí misma, se afirma para "rechazar la apariencia amable de una comunicación achatada, casi siempre vacía, tan en boga dicho sea de paso en los literatos de hoy en día". –