Robert Juan- Cantavella, El Dorado

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¿Qué se puede esperar de un reportero que viaja dentro de un frasco de pastillas, a quien se le encarga escribir un reportaje sobre Marina d’Or? Cualquiera creería que se encontrará con lo obvio: un tour alucinógeno a través de aquellos escenarios artificiales construidos para clientes que pagan por disfrutar de algo que les venden como La Felicidad. Trebor Escargot, el reportero a cargo de contagiarnos las emociones de su aventura, podría ser un sobrino de Hunter S. Thompson, teniendo en cuenta su ascendencia, pues su padre, Robert Juan-Cantavella, fue jefe de redacción de la revista Lateral, en cuyas páginas se publicaron crónicas atrevidas y con más ideas que adjetivos, oferta inusual dentro del periodismo español. Sin embargo, esta vez, el autor ha preferido narrar y no revelar, anteponiendo una excusa: “Lo que quiero decir es que lo mío que es difícil. Escribir la realidad, la verdad, lo que pasa delante de mí”.

Hasta la página 46 Escargot se dedica sólo a informar del trabajo que le espera, no pasa nada más. El lector es apenas cómplice de sus movimientos, porque eso es lo que hace el narrador, se mueve de un lado para otro por su hotel, traga pastillas y alucina. Y así sigue la historia en las páginas siguientes. En un momento Escargot declara que buscará El Dorado y continúa describiendo hechos mínimos sin importancia, como el funcionamiento de su grabadora de voz. Hay un tono de comedia que no supera el nivel de la intención. Sorprende la elaboración de ciertos pasajes, como en la página 99, cuando Escargot no encuentra su cartera para pagar un café. Todo empieza con un diálogo inútil, una fotocopia de la realidad propia del costumbrismo más plano, y termina con el siguiente chiste: “Mi cartera –le digo–. Me la han robado, la he perdido, yo qué sé… Igual ha sido uno de esos concejales de urbanismo”. Las descripciones tampoco ofrecen la sensación de un trabajo literario riguroso. ¿Qué hace especial a Marina d’Or? Quien no ha estado allí lo sospecha de la misma manera en la que todos sospechan lo que hay en Nueva York o Tokio, pero se supone que el autor posee una capacidad de observación o de imaginación superior, que sabe algo por lo cual ha escrito una novela. ¿O esta vez la intención ha sido demostrar que no hay nada especial en aquella “distribución soviética de estas moles”?

Por momentos, aunque ya han pasado más de cien páginas, parece que la historia recuperará un poco del interés que tenía, sobre todo cuando interviene Relaciones Públicas, un personaje de gran potencial que permite acercarse a la filosofía de esta ciudad de veraneo. Quizás sea eso lo que se extraña: la construcción de aquellos personajes a través de los cuales uno se sume a la búsqueda de El Dorado. En vez de dedicarse a ello, Cantavella sigue narrando el hora a hora de Escargot, casi un diario del aburrimiento, y hasta tiene tiempo para los guiños: “La SGAE me ha denunciado, por daños al honor, ¿qué te parece? Me piden nueve mil euros, resulta que de vez en cuando escribo en Quimera, una revista de literatura, supongo que no te suena… Es igual, el tema es que hace unos meses escribía sobre ellos llamándoles piratas y me han denunciado, según parece tienen una cosa que se llama honor, por lo visto vale nueve mil ñapos…”. ¿No hubiera sido Ramoncín un buen personaje para esta aventura?

A manera de justificación, porque esa es la única explicación a la altura de la página 187, Escargot reflexiona sobre el aportaje y su forma de asumir el periodismo, bautizada como “Punk Journalism”. Sobre el primero: “En el aportaje no existe el pacto de veracidad que rige los designios del reportaje periodístico. Establecido entre el periodista y el lector, semejante horterada compromete al primero con la veracidad de la información ofrecida al segundo, de tal forma que si se respeta la etiqueta y el periodista actúa con recato y diligencia, antes siquiera de leer el texto el lector ya sabrá que lo que se le va a contar es cierto…” Cierto o falso, no importa qué le cuenten, un lector se sumerge en la ficción buscando emociones. Respecto al segundo: “…el Punk Journalism es a su vez una forma bastarda del Gonzo Journalism”. Hay más: “…en el caso del Punk Journalism no sólo se importan las elegantes trampas de la narración realista sino también otras menos respetables que tienen que ver con la pura fabulación, la parodia maliciosa, la mentira sincera, la especulación kamikaze, el despropósito gratuito, la irresponsabilidad inmediata, etc… o lo que viene a ser lo mismo, el Punk Journalism también trafica con mentiras porque sabe que lo que está diciendo es verdad”. La pregunta cae por su propio peso: ¿Dónde están esos recursos? Robando la frase de un cronista argentino, cabe seguir preguntándose dónde está la “salvajería feliz”.

Con la aparición de Brona, colega de Escargot que acaba de salir de la cárcel tras dos años encerrado, uno cree que llegarán las aventuras locas del periodista punk. No es así, los chistes fáciles se repiten y la búsqueda de El Dorado se convierte en el fin de semana de dos adolescentes sin mucho que contar. La búsqueda es adornada con la visita del Papa a Valencia, pero la novela mantiene ese tono de semiparodia, de semiexperimento, de semitodo.

Las drogas producen un estado de alucinación en el cual las cosas mínimas parecen extraordinarias, el estado en cual se encuentra Escargot al contarnos su aventura, el estado en el cual habría que leer a Cantavella para saber qué quiso decir. ~

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