Botchan, de Natsume Sôseki

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No conozco historiador de la literatura que no vea en Natsume Sôseki (1867-1916) al padre de la novela japonesa moderna, y he hablado con pocos lectores de sus libros que no los recuerden con gratitud y afecto. Es fácil compartir esa simpatía, que pronto se extiende de los libros al autor, y difícil no admirar las minuciosas virtudes y la vasta influencia de una obra que, en una carrera literaria de doce años, se construyó contra las convenciones del gusto de su época, para cambiarlas definitivamente, y a la que cabe ver no sólo como una empresa personal sino como el proyecto de una entera literatura. Quiero decir que Natsume Sôseki fue más que un novelista. Fue en primer término un poeta, regular en japonés y –dicen– excepcional en chino, y un crítico, autor de una Teoría literaria  revolucionaria, la primera en Japón en preguntarse por la naturaleza de la literatura. Fue un prosista portentoso, capaz de la elegancia clásica como del coloquialismo dialectal y que mudó de estilo en cada libro. Fue un narrador atento a la forma del relato más que a su trama, pero que creía en la naturaleza moral de la literatura y en su misión civilizadora. Fue un intelectual público y una figura moral, que combatió tanto el patrioterismo estatal y popular como la fascinación de su época ante Occidente y promulgó lo que podríamos llamar un individualismo liberal. Fue, pues, un escritor múltiple y un hombre con un destino cabal. Pero lo fue con distancia y escepticismo. Al final de sus días le escribió a un amigo:

Me sorprende pensarlo. Entré en el Departamento de Literatura de la Universidad por incitación de un amigo. Me hice profesor porque alguien me dijo que lo hiciera. Viajé al extranjero; di clases, cuando volví, en la Universidad; me sumé a la planta del Asahi y escribí novelas: todo por razones similares. En cierto sentido, soy lo que la gente ha hecho de mí.

Lo que la gente ha hecho de él es algo que tal vez no le habría gustado a quien rechazó con acrimonia el doctorado honoris causa que quiso otorgarle la Universidad de Tokio, a la que había renunciado apenas se cumplió el plazo a que lo obligaba el contrato, para unirse a la planta del Asahi: un escritor cuya efigie publicaron los billetes de mil yenes durante veinte años (como se empeñan en repetir) y un novelista cuyo libro más popular es el menos complejo de los suyos: Botchan.

Veinte títulos forman la bibliografía japonesa de Natsume Sôseki. Cinco se han traducido al español: Yo, el gato, Botchan, Almohada de hierba, Mon y Kokoro. Los dos últimos son propiamente novelas; el tercero, un hermoso relato sin argumento, a la vez ensayo y poema en prosa, lo es de un modo ambiguo; las dos primeras son otra cosa. Yo, el gato, delicioso y agudo pero informe, es una sucesión de episodios acumulados por entregas en la prensa para complacer al público que había recibido con entusiasmo lo que ahora es el primer capítulo del libro, y que entonces era un relato suelto. En cuanto a Botchan, era para el propio Sôseki un ejemplo de shaseibun. El término, acuñado por su amigo Masaoka Shiki, designaba al equivalente en prosa del shasei, un nuevo tipo de haiku; literalmente “pintura con palabras”, cabría tal vez traducirlo como “esbozo del natural”, pero advirtiendo que no se trata de una forma de naturalismo y que el acento está puesto, en cambio, en la economía de los trazos.

Relato veloz, escrito en un estilo directo y en una lengua en que se alternan, en tonos y registros muy diversos, el habla coloquial de Tokio y el dialecto de la isla de Shikoku, Botchan deriva su gracia –y, sin duda, su popularidad– del carácter esquemático de sus personajes y de la sencillez de su trama. Un joven, huérfano de padres desafectos y al que sólo aprecia la vieja sirvienta de la casa, se procura con la mínima herencia que le dispensan al primogénito unos estudios y un título que, obtenido sin pena pero sobre todo sin gloria, le depara ser enviado como maestro de matemáticas a una escuela secundaria en una pequeña ciudad en la remota provincia, naturalmente tediosa y donde pronto se ve víctima de la ruda rusticidad de los alumnos, que corre pareja con la hipocresía del director del plantel y sus colegas, en cuyas intrigas se ve inevitablemente envuelto hasta que, para solidarizarse con el único amigo que ha hecho, y al que han obligado a marcharse, renuncia y vuelve a Tokio, donde consigue un empleo subalterno.

Los incidentes en que se centran los episodios de esa trama escueta muestran, una y otra vez, a un alma ingenua y sin malicia enfrentada a la revelación de un mundo de dobles intenciones, dobles palabras, dobles caras ante las que reacciona con irritación y torpeza. Esa incapacidad del personaje narrador para adaptarse a una sociedad en que del dicho al hecho hay mucho trecho ha sido descrita con frecuencia como rebeldía y espíritu crítico; no hay tanto: se trata sencillamente de alguien “demasiado inmaduro para vivir en este mundo” –Sôseki dixit– y que, más que el Holden Caulfield de Salinger o el Huck Finn de Twain, evoca al Candide de Voltaire –sólo que sin filosofía, y con la remota provincia por ancho mundo.

Los lectores japoneses suelen admirar en Botchan la franqueza, la honestidad, la inocencia, la falta de pretensiones. No lo encuentro tan atractivo: es impulsivo, irreflexivo, imprudente, ignorante, susceptible en extremo, inmaduro en suma; sus actos no están determinados por la conciencia sino por la personalidad, y el mundo, en su perspectiva, es una caricatura: las personas son inmediatamente buenas o malas y los define de inmediato, sobre su nombre, un apodo. Esos apodos, sin embargo, no son ingeniosos ni surgen del sentido del humor ni de la ironía, sino de la irritación y el ánimo literal: les dan a las cosas su verdadero nombre, no se andan con rodeos. Los lectores nos reímos, y hasta las lágrimas, pero no con el protagonista, sino de él.

Son muchos quienes ven en Botchan a un alter ego del autor, que fue maestro en una secundaria de Matsuyama, en Shikoku, dos años después de graduarse. El mismo Sôseki, que en cambio fue feliz ahí como nunca en su vida, se burló alguna vez de esa atribución, y es evidente que los rasgos de carácter del personaje no son los de la sutil inteligencia y el espíritu refinado que eran los suyos.

Dijo Eliot, a propósito de las versiones chinas de Pound, que cada generación debe traducir de nuevo para sí misma, pues una traducción no puede hacerse sino al lenguaje literario contemporáneo, siempre convencional y siempre cambiante, del traductor. La de José Pazó que ahora publica la editorial Impedimenta es la tercera traducción al español de Botchan (y la cuarta hecha en España, pues hay una catalana). La primera fue la del dominico José González Vallés, autor de una Historia de la filosofía japonesa y de una versión de Yo, el Gato, primera novela de Sôseki. La segunda, la de Fernando Rodríguez Izquierdo, autor de un estudio imprescindible sobre El haiku japonés y traductor de una decena de poetas y narradores japoneses antiguos y modernos. Cuarenta años cortos median entre la primera y la tercera. Sospecho, sin embargo, que esta relativa abundancia, en una lengua que traduce todavía poco del japonés, no se debe al interés de responder a una nueva sensibilidad sino a la poca fortuna editorial de las versiones anteriores, las dos publicadas en Tokio y nunca reimpresas.

Las tres versiones se apartan en distinta medida del original. Veamos por ejemplo el incipit (親譲りの無鉄砲で小共の時から損ばかりしている), que tan literal como discutiblemente podría traducirse así: “Me viene de familia el carácter imprudente por el que desde niño no he hecho sino salir perdiendo”.

Por haber heredado de mis padres la temeridad, desde la niñez no he tenido más que contratiempos”, escribe González Vallés, con un levísimo deslizamiento del sentido cuando el personaje atribuye los contratiempos a haber heredado la temeridad (los diccionarios incluyen esa acepción) y no, más precisamente, a esa temeridad heredada, de familia. González Izquierdo, en cambio, dice: “Este afán temerario que me marca como herencia paterna viene dándome problemas desde mi niñez.” Hace énfasis en un lado (que me marca, añade) y suaviza en otro (viene dándome problemas, en lugar de no me ha dado más que problemas). Pazó Espinosa va más lejos: cambia la temeridad (o la imprudencia, diría yo) por impulsividad (el personaje es ambas cosas, pero aquí se refiere a la primera) e introduce un adjetivo, innata, que parece pleonasmo; además, hace decir al personaje que ha sido impulsivo desde niño, cuando el original dice que desde niño ha tenido problemas: “Desde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas.”

Otro ejemplo. El capítulo 10 comienza con la frase: “祝勝会で学校はお休みだ, que podría rendirse así: “Por la celebración de la victoria, en la escuela era día de asueto.” González Vallés explica, añadiendo lo que pongo en cursivas: “Aquel día tenía lugar un desfile para celebrar una victoria nacional y se nos concedía vacación en la escuela”. A cambio de amplificar menos, Rodríguez Izquierdo introduce unas comillas: “En la escuela estábamos de vacaciones por celebrarse un ‘día de la victoria en el país’”. Pazó Espinosa, otra vez, va más lejos: “El día en que acabó la guerra con Rusia, se suspendieron todas las clases para celebrar la victoria japonesa”. Que la victoria que se celebraba era la japonesa parece innecesario aclararlo; que la guerra era con Rusia es cuestión opinable. En la novela no se dan fechas, y más de un crítico japonés (por ejemplo Doi Takeo) da por sentado que se trata de la guerra con China. Yo creo, como muchos, que se trata de Rusia. Pero en cualquier caso el narrador no dice sino que se celebraba la victoria.

He comparado otra decena de pasajes. Entiendo que la versión más escrupulosa es la de González Vallés. Recuerdo como de más grata lectura la de Pazó Espinosa. Espero que las próximas generaciones vuelvan a traducir el relato, y que por lo pronto esta última versión tenga la buena acogida que las anteriores no encontraron. ~

 

 

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