Carlos Sentís se encuentra con Moisés (Simmons) en París

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El París de los años treinta era un lugar inmejorable para oír y bailar música cubana. En Montmartre y Montparnasse abundaban los clubes, boîtes y cabarets donde tocaban músicos cubanos, hasta tal punto que la rue Fontaine fue rebautizada popularmente como “la calle cubana”. Eran los años en que Josephine Baker se quitaba los zapatos para bailar la rumba, popularizada por Don Azpiazu; Varèse y Milhaud se alimentaban de ritmos tropicales, y Tristan Tzara, según el testimonio de Carpentier, exclamaba después de oír un son: “música sabrosa, música que debería comerse con pan”.

Alguien debería hacer la historia de esos músicos cubanos que tocaron en Le Cueva (un antro así llamado en homenaje a su principal animador, el trompetista Julio Cueva), en La Coupoule, el Melody’s Bar, La Rotonde o el Jimmy. Pero el más conocido de todos esos sitios de la rue Fontaine era sin dudas el antiguo Palermo, rebautizado luego de la Primera Guerra como La Cabane Cubaine, y donde a partir de 1928 tocaba todas las noches la orquesta de los hermanos Alcides y Eduardo Castellanos.
El que quiera hacerse una idea precisa de la atmósfera de La Cabane Cubaine a mediados de los treinta sólo tiene que mirar una foto de Brassaï (fechada circa 1933) y superponerle una canción de la Orquesta Típica Castellanos, “Buscando millonarias”, simpática sátira de un jineterismo al parecer endémico.

A la Cabaña iban todos los cubanos del mundillo parisino, más los recién llegados y los turistas en tránsito como Sentís, para sentir ese “parfum pénétrant de Négresse” al que se refiere Leopold L. Senghor en uno de sus poemas sobre el cabaret cubano. Y ése es también el escenario de una crónica del periodista Carlos Sentís, que no resisto la tentación de compartir. Se titula “Otro termómetro de París: la noche”, y fue incluida en La Europa que he visto morir (Editora Nacional, Madrid, 1942).

Sentís está a punto de cumplir cien años en su apacible retiro barcelonés. Ha sido uno de los grandes cronistas españoles y un nombre ineludible en la historia del periodismo catalán. Cubrió casi todos los momentos importantes de la Segunda Guerra, desde la campaña africana de De Gaulle hasta los juicios de Nuremberg, y se hizo célebre en la posguerra por su estilo de reporter, que mucho me recuerda las crónicas à tout vitesse de Paul Morand (en el prólogo a La Europa…, Eugenio Montes habla de las crónicas de Sentís como “raids” de una “época que descubrió un nuevo pecado capital, la velocidad.”)

Sentís también encarna esa flexibilidad moral que exhibe la profesión periodística por estos lares. A lo largo de su carrera, ha mostrado una extraña habilidad para colocarse siempre del lado de los ganadores. Fue secretario de Rafael Sánchez-Mazas mientras éste fungía de ministro sin cartera en uno de los primeros gobiernos de Franco; luego militó en UCD, formó parte del gobierno de Tarradellas, los socialistas lo nombraron director de la agencia efe… Ha recibido todos los premios imaginables que celebran su profesión, y hasta hoy sigue publicando en La Vanguardia encendidas defensas del catalanismo. Pero su pasado franquista está al doblar de la esquina, como quien dice, y a cada rato alguien recuerda que a este señor le queda un poco ancha la etiqueta de “aliadófilo”.

Todo esto viene al caso porque me han llamado la atención algunas de las ridiculeces racistas –o racistoides– que escribía Sentís a mediados de los años treinta del siglo pasado, coincidiendo con su célebre reportaje sobre la emigración murciana a Cataluña, Viatge en el Transmiserià, que es uno de los libros más racistas que se hayan impreso jamás en España, aunque utilísimo para entender muchos dogmas del viejo –y el nuevo– catalanismo.
Con 24 años, llega el periodista catalán a París y lo primero que le llama la atención, a tono con la propaganda alemana de la época, es la evidente cantidad de negros. Entre todos estos:

 

 

[…] quizá sólo una clase de negros aparenta prosperidad. Casi todos cubanos. Son los afortunados de la rumba, baile que hoy por hoy todavía no ha encontrado otro capaz de destronarlo. Todos estos negros cubanos tienen también su cuartel general. Está en Montmartre, en la “Cabane Cubaine”, una “boîte” de noche que, por sus dimensiones, es más bien un cabaret […]
La decoración quiere evocar la cabaña del Tío Tom. Por entre una especie de zarzales, que pretende ser una manigua, unos negroides con blusas de gasa y faralaes sacuden incansablemente los saxofones […]
Entre mulatos, cuarterones y, lo mismo músicos que clientes, “maître”, camareros, etc., se hace una mezcla efectivamente democrática. A nuestro lado tenía un negro con un cogote que parecía que iba a escaparse del cuello alto de la camisa. Uno, que cree ser muy observador, opina que es un negro acaudalado que viene de vez en cuando de Nueva York, pero de pronto la orquesta ejecuta una cabriola, más “hot” que nunca, y el negro vecino se levanta y empieza aquello de “biri, biri, biri, bob, biri, biri, biri, bob, biri, biri, biri, bob, biri, biri, biri, iiii!!!” Los negros aplauden transidos de entusiasmo y ríen a mandíbula batiente, mostrando algunos dientes de oro, pero también algunos colmillos afiladísimos, signo evidente de ascendientes antropófagos.

 

 

Detrás de todos los prejuicios de Sentís está la evidencia de que España ya no cuenta para toda esta gente. “Allí no saben nada absolutamente de España, ni siquiera a través de las exageraciones de la prensa de París”. Cubanos y sudamericanos disputan en La Cabaña Cubana sobre otros temas de verdadera importancia, como la superioridad de la rumba sobre el tango, o viceversa.

De pronto, Sentís, arrinconado, asiste a un derroche de cordialidad y respeto entre los camareros y asistentes. Al local ha llegado don Moisés Simmons, autor de “El manisero” y “Marta, capullito de rosa”. A codazos se abre paso para conseguir su exclusiva. Una cantante llamada Remedios, “la Diamanta”, se sienta en la mesa junto al periodista para pedirle a don Moisés que le haga una nueva rumbita, porque la última, en Holanda, tuvo un succès enorme.

“Moisés Simón [sic] tiene la expresión un poco altiva del verdadero creador y del hombre de mundo que está de vuelta”. Esa noche ha llegado melancólico, quejándose de que él ha sido quien ha metido la rumba en el mundo, pero no la ha cobrado como debía. “El manisero” le ha dado para vivir bien, pero sus apoderados norteamericanos le roban. Sentís lo ve como una especie de divinidad o un alto consejero “para todo este mundo de negros cubanos”, una especie de líder espiritual, un Bellini del trópico.
Sobre las rondas de Simmons por París hay bastante escrito, e incluso una historia convertida en fábula melodramática, firmada por Oscar Hijuelos quien, sabe Dios por qué, decidió presentar como ficción la vida de uno de los más grandes músicos que ha dado Cuba.

Mucho dará que hablar Simmons en París –y en España, donde Antonio Machín consagró una de las mejores versiones de “El manisero” en la televisión franquista. Pero este día de 1935, el periodista catalán no quiere saber de música, sino de razas, y sobre todo de una Raza Culpable de todos los males, incluido el cabaret:

 

 

Quien caciquea por aquí y organiza combates de boxeo, y lleva y trae a todos estos pobres entrenadores de ojos hinchados a puñetazos, es el dueño de la “Cabane Cubaine”. Tiene la afabilidad característica de los que tienen unas gotas de sangre semítica en las venas. Sus cabellos alambicados y un poco de lechuga acaban de demostrar que uno de sus dos ascendientes no era tan vasco “pura sangre” como el otro. ~

 

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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