¿De qué onda mccondiana se habla hoy?

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Alberto Fuguet

Tránsitos. Una cartografía literaria

Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013, 538 pp.

Desde comienzos de siglo, con su muy cuidada Colección Huellas, Ediciones Universidad Diego Portales viene construyendo un insuperable y magnífico canon de la no ficción hispanoamericana. Singularmente revisionista y necesario, se compone de autores, críticos y periodistas de todo el continente. Han merecido especial atención los nacidos en los sesenta, aunque la colección también se dedica selectivamente a generaciones anteriores (Aira) y posteriores (Zambra). De los chilenos, Fuguet no necesita mayores presentaciones como autor de no ficción.

Su obra en este género, nómada y “montajista”, es, por así decirlo, un “gusto adquirido”, desde Primera parte (2000) hasta Cinépata (una bitácora) (2012) y su recuperación de la prosa del colombiano Andrés Caicedo. Esos montajes se redimen de manera excelente y memorable con Missing (una investigación) (2009). Algo similar ocurre con Tránsitos, que, armado con una idea renovada del “viaje” por o hacia la literatura, exonera fugas anteriores con un orden concentrado en la literariedad. Persiste el yoísmo que no revela secretos al ajustar cuentas o hacer venias, junto a declaraciones de principios literarios y lingüísticos. Pero entre ellas no termina de convencer el presunto bilingüismo que Fuguet impone a toda su prosa, aparentemente con la expectativa, equivocada, de que todo público capte su intención (las secciones “Traslados” y “Otras divisas” incluyen textos autobiográficos en inglés).

Entre sus performances redentoras, a veces con un estilo apegado al trastorno, positivo, por déficit de atención, no extrañan las pocas páginas dedicadas al difunto Gabriel García Márquez, a quien comenzó a criticar explícitamente (para luego hacer las paces periodísticas) en el conocido y polémico prólogo que escribió con Sergio Gómez para McOndo. De ese texto, recogido en este volumen, sus lectores habían de recordar muchos años después su comienzo: “Esta anécdota es real:…” Otro espectáculo liberador es su especie de mea culpa en torno a Bolaño (295-313), sobre quien no se había manifestado abiertamente, a lo Carlos Fuentes (a quien le da duro), aunque despega desde un banal “No es lo mismo leer a un escritor vivo que a un escritor muerto.”

En muchas de sus piezas Tránsitos se esfuerza por favorecer la latinoamericanidad (no el latinoamericanismo estadounidense) que, en última instancia, siempre se asociará con Fuguet y sus acompañantes mediáticos. Así, de las diez secciones del libro –separadas por tres “Escalas” para mantener el tema del viaje que estructura el contenido de la antología– las llamadas “Rutas locales” (sobre autores chilenos) y “Terminales” (dedicada a autores extranjeros, en parte a los de McOndo, y a Vargas Llosa) son generalmente las de mejor factura. Ya en el primer texto del libro explica emotivamente su bipolaridad lingüística, para concluir “escribo más en castellano y leo más en inglés”, y se nota. Como otros autores de su generación, Fuguet lee para leer(se), es decir para templar su yo, en el mejor de los casos.

Las otras secciones –“Puertas de embarque”, “Conexiones internacionales” y “Maletas perdidas”–que también son un guiño a la “ficción” de Aeropuertos (2010)–, se componen de fragmentos. En ellos, como en toda la prosa de Fuguet, abundan las referencias a personajes de la cultura popular de entresiglo (cine y música predominantemente estadounidenses), pasión que eleva a Tránsitos por encima de libros similares. Y si esta es una “cartografía literaria”, es curioso que los autores de su generación merezcan menciones de paso, ya con ironía, ya con desinterés. No tiene sentido especular sobre los egos de los escritores ante sus contemporáneos, y tal vez por eso “Philip Roth se jubila”, de “Conexiones internacionales”, y el breve “Salinger” de “Terminales” son de los más logrados. Consecuentemente taquigrafía “El último de Zambra. Me gustó. Mucho” y ya. Como para Aira, sus contemporáneos (y dicho sea de paso, los críticos) casi no existen, y otros autores solo aparecen en las partes de “Rutas locales”. Sin embargo, sí existe Donoso, por todas las razones que arguye Fuguet, como Borges, Puig y Vargas Llosa.

Fuguet contextualiza todos esos fragmentos con su cotidianidad, con los que muestra estar al día con varios desarrollos culturales y asume una “chilenidad” sincera y productiva. No se busque en esta no ficción algún comentario político participatorio, y si no aparecen, por ejemplo Sebastián Piñera o Hugo Chávez, que aparezca Pinochet y desaparezca la fijación académica con el neoliberalismo parece ser más una exigencia generacional que un compromiso profundo con la ética de un mundo más amplio que afecta a todo escritor. Por estas y las razones anteriores Fuguet presenta una cartografía literaria convincente, y su gran ventaja es que el discurso que parece desequilibrado muestra una mente humanista que calibra con insistencia lo que asevera. A través del libro se encuentran variantes de una frase emblemática: “Escribir es una tarea titánica, una fusión de ansiedad y disciplina, y mientras estoy ‘perdido’ en el nuevo libro (o, desde un tiempo a esta parte, en una nueva película), dejo todo estar.”

Si es así, ¿qué pasa con las otras partes de Tránsitos? Entonces Fuguet vuelve a evidenciar que nunca ha podido abandonar sus coordenadas literarias, incluso cuando todo el tiempo ha querido mostrar que es el que llega al avión casi cuando se cierran sus puertas, llevando consigo el bagaje mccondiano con que inició sus viajes. En esas partes aparecen todas las formas cortas posibles en la prosa, aunque abundan los aforismos, apotegmas que se deslizan a la pontificación, apuntes, citas, impresiones, memorias, notas y todo lo afín, con un habitual “leo…” y desvíos hacia lo que Fuguet considera cultura popular de avanzada. Por eso, en una parte de “Conexiones internacionales” se detiene en David Foster Wallace, para hablar en realidad de Jonathan Franzen.

Esas escalas hacen pensar, otra vez, que sus contemporáneos le parecen más competidores que voces similares a la suya, que son casi patológicamente conscientes de sí mismas, dominantes, quejumbrosas, hiperelocuentes. Por eso quizás extrañe que dedique más páginas a John Cheever que a Foster Wallace, quien en un ensayo escribe sobre la monotonía de que sus contemporáneos se dediquen al nihilismo de ricos, al realismo catatónico alias ultraminimalismo y al hermetismo de taller de escritura. Nada de eso va con Fuguet, quien está más allá del bien y del mal literarios. Así, cuando un literato lea en Tránsitos que habla de “teoría”, en verdad se refiere a la hibridez de sus gustos musicales y cómo los transfiere a su literatura. Afirma: “Tengo dudas sobre si para ser un escritor hay que contar historias.” Pero el hecho es que las cuenta, y a cada momento son refrescantes y amablemente belicosas, valga el oxímoron. ~

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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