Días de exilio/ Correspondencia entre María Zambrano y Alfonso Reyes (1939-1959)

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Las cartas –unas setenta– que conforman el epistolario sostenido por Alfonso Reyes y María Zambrano, entre 1939 y 1959, dan una idea nítida de lo que para los escritores e intelectuales españoles significó que México les abriera las puertas para darles refugio y albergue a través de instituciones como La Casa de España en México, hoy El Colegio de México.

Solemos creer que los otros no existen, que la historia es una ficción armada por los historiadores y los arqueólogos, habría podido escribir la recién fallecida novelista inglesa Muriel Spark (1918-2006). La publicación de cartas y diarios lleva a romper esta dulce y boba inconciencia. De hecho, la edición de documentos ayuda al espectador curioso a darse cuenta de que, por poner un caso, Rubén Darío sí existía y logró poner todo lo que sabemos en el estrecho pero inconmensurable recipiente de sus 49 años.

Alfonso Reyes y María Zambrano también existieron. Sus obras, sus epistolarios publicados, los hechos escritos de su vocación; ellos que eran personas “cuya forma de vivir, de vivir las cosas, de vivirse a sí mismo[s], es el escribirlas, el escribir, no tanto viviendo para escribir cuanto escribiendo porque vive[n]”, para frasear unas líneas que José Gaos escribiera sobre “La crítica en la edad ateniense de Alfonso Reyes” y que se reproducen en estos Días de Exilio / Correspondencia entre María Zambrano y Alfonso Reyes (1939-1959), obra reunida, prologada, anotada y documentada por Alberto Enríquez Perea, leal estudioso de Alfonso Reyes, quien se ha distinguido por ser un laborioso editor de las correspondencias del gran escritor regiomontano.

La historia es conocida y se ha contado varias veces. Alfonso Reyes y un puñado de mexicanos encabezados por Lázaro Cárdenas –Isidro Fabela, Gilberto Bosques, Daniel Cosío Villegas, entre otros– se dieron cuenta de que, en la España que estaba a punto de zozobrar en la Guerra Civil, había un sinnúmero de republicanos que existían y que, al tendérseles un puente, podían ser ellos también un arco para que, a su vez, el fondo trágico de la historia de México fuese fecundado por el trabajo y la inteligencia, el reconocimiento, la gratitud. En la operación de salvación de la inteligencia española por la mexicana se estaba jugando soterradamente el porvenir de ambas naciones y quién sabe si el futuro mismo de una cultura escrita y pensada en español. Las alrededor de setenta cartas que conforman este epistolario señalan ese espacio de salvación y pueden ser consideradas como piezas maestras de ese puente ajedrez sostenido por letras y voces. Surge de las páginas de este libro la figura generosa y cordial de un patriarca amistoso: Alfonso Reyes, que abre puertas, gestiona pagos, envía libros, cuida las ediciones de su amiga, se ocupaba de papeles y de pasaportes, atiende solicitudes de envío de dinero al extranjero, recomienda, insta, suministra bibliografías, apoya con cartas, solicitudes de beca, ayuda a organizar cursos y conferencias. Y todo de la mejor y más espontánea manera, como quien no quiere la cosa; conjugando en todos los modos el verbo “cumplir” –uno de los preferidos de Alfonso Reyes y de… Goethe. Reyes, el autor de la obra que sabemos y de la que no sabemos.

Del otro lado, la desterrada, la pensativa, la inquieta María Zambrano, la joven discípula de José Ortega y Gasset, la peregrina, la que va buscando su lugar en el mundo y en las ideas –el lugar de las ideas– y que debe acostumbrarse a pedir y a recibir para poder realizar su obra. Si sólo fuera cuestión en estas páginas de un ir y venir de favores y de un toma y daca de servicios bien que mal desinteresados, este epistolario sólo tendría una importancia documental. Las setenta cartas que comento desembocan o encuentran su desenlace –como si de una novela se tratara– en la “Carta abierta a Alfonso Reyes sobre Goethe” que escribe María Zambrano desde Roma el 20 de agosto de 1954 y que publica por esas fechas en El papel literario de Caracas, dirigido a la sazón por Mariano Picón Salas. La “Carta abierta” la precipitan los dos artículos que Reyes había publicado sobre Goethe en ese mismo periódico: “Breve Biografía de Goethe” (10 de mayo de 1954) y “El supuesto olimpismo de Goethe” (en dos partes, 7 y 14 de junio de 1954) y que forman parte, junto con muchos otros textos sobre el maestro alemán, del tomo XXVI de las Obras completas de Alfonso Reyes (Obras completas, tomo XXVI , pp. 136-143). Es lástima, por cierto, que los ensayos de Alfonso Reyes que provocaron la “Carta abierta” no hayan sido reproducidos –quizá por razones de derechos de autor– en la admirable y acuciosa edición configurada por Alberto Enríquez Perea. En esa “Carta abierta” va y viene, se pesa y sopesa, el presunto olimpismo de Goethe –y entre líneas y por acallada extensión, el talante aristocrático del propio Alfonso Reyes, según Zambrano por implicación.

El “olimpismo” aflora como una fórmula para debatir la altura, la distancia, la elevación como de torre de marfil del maestro alemán, quien, en la vulgata de la que parte el razonamiento de María Zambrano, no habría sabido pagar el precio sacrificial de su propia creación y habría, buen padre del Fausto, engañado al propio demonio. “El supuesto olimpismo de Goethe” fue escrito y publicado por Alfonso Reyes en 1954 –el mismo año sale a la luz el breviario Trayectoria de Goethe; ahí repasa la cuestión sobre la distancia del escritor en relación con la sociedad y sobre todo con la propia vocación. En ese breve texto sobre Goethe, Alfonso Reyes desahoga o ventila una vieja querella con José Ortega y Gasset a propósito de Goethe desde dentro. Pero si esa querella se disimula tanto en la “Carta abierta de María Zambrano a Alfonso Reyes” como en el texto de éste sobre el “supuesto olimpismo”, se deletrea a fondo en la “Carta a Eduardo Mallea” sobre el Goethe desde dentro. En esta última carta dirigida al escritor argentino, y tal vez escrita hacia 1932, Alfonso Reyes cuenta y refuta ocho puntos contra el Goethe de Ortega: “Yo lo admiro –dice de él–, lo ‘amo’ y no lo aguanto” (Obras Completas, tomo XXVI, p. 439). Para efectos de esta lectura, sólo me detengo en el séptimo punto de la carta de Alfonso Reyes a Mallea sobre el Goethe de Ortega: “Era tieso, rígido –dice Ortega de Goethe–, andaba con paso perpendicular llevando su cuerpo como un estandarte en las procesiones” (p. 440) Y Reyes refuta: “…lo de la ‘tiesura’ es una ramplonería como lo de que todo le salía bien, y era ramplonería aceptada sin probidad para un hombre tan enemigo de la ramplonería habitualmente como lo es Ortega y Gasset. Y aceptada sólo para asombrarse de que Goethe tuviera chispazos y humorismo, de que fuera un hombre como todos. […] Yo tengo un loro, Mallea, cuando quiero que sea poeta, cuando quiero que hable todo el día, me basta mutilarlo, es decir dejarlo sin comer. Cuando se encuentra bien nutrido, empieza a andar solemnemente como el grande hombre de Weimar” (p. 444).

Lo que está en juego en la carta abierta a Alfonso Reyes sobre Goethe escrita por María Zambrano es algo más que una puntualización casual sobre un autor admirado. En esa carta abierta –abierta para que le dé el aire de la discusión– están jugándose con Goethe y alrededor de él –pero también hacia Reyes y a su alrededor– dos asuntos mayores del debate crítico y filosófico de nuestra edad: el de la vocación poética y filosófica, no como un llamado a la especialización, sino a la integración de las distintas tentaciones intelectuales en un solo horizonte vivo y vívido, y, como una sombra, la de la posibilidad misma de la encarnación del humanismo, es decir de la diversificación de la experiencia poética, filosófica, científica y artística en un solo ser humano, como en el Renacimiento. María Zambrano no podía dejar de ver –y de hecho lo expresa– que algo en Goethe (y en Alfonso Reyes) se le escapaba. Y eso que se le escapaba –ella lo intuía– estaba hecho de la misma materia que estas cartas: era y es el sacrificio, el no guardarse prendas para sí, el hacer todo lo posible para que el otro, la otra, pueda seguir su camino gracias a que alguien cumplió su palabra. María Zambrano no podía dejar de admirar esa voluntad de cumplimiento y de acto que infunde a la figura de Alfonso Reyes su “plástica rotundidad”. Y ya se sabe que él mismo sería señalado, por ejemplo por Octavio Paz –a quien cabría achacar también cierto olimpismo–, por haber escamoteado el pago de lo demoníaco que, como recuerda María Zambrano en la “Carta abierta…”, no eludieron pagar ni Hölderlin ni Nietzsche. Ahí esta aflorando entrelineada la figura de Ortega y Gasset, el maestro de María al que también se le podría endilgar lo del “olimpismo” y la soberbia intelectual. También se desprende que el traído y llevado olimpismo de Goethe era una actitud gestada o dictada por la necesidad de hacer triunfar un equilibrio entre la vida y la obra.

La “carta abierta a Alfonso Reyes” tendría además otra función: la de defender y encarecer al propio Alfonso Reyes, en vida, como una figura señera y acreedora de toda gratitud y admiración por parte de la inteligencia peregrina de la España desterrada que llegó a encarnar María Zambrano. Esta defensa vigorosa vienen a redondearla los dos textos con que concluye este epistolario: “Recuerdo de Alfonso Reyes”, escrito a la muerte de don Alfonso en enero de 1960, y “Entre violetas y volcanes”, un texto cuya escritura no está fechada.

“A mí el indio que llevo dentro no me deja hacer filosofía”, dice María Zambrano que le dijo Alfonso Reyes cuando se publicó Filosofía y poesía. Y ella sospechó de inmediato, por el modo socrático en que fue dicha esa frase, que “ese indio fuere un daimón emparentado con el del viejo Sócrates”. Y andaba junto a ese indio, en compañía y hermandad –prosigue María Zambrano retratando a Alfonso Reyes– “un español burlón y caritativo, como los debió haber en el siglo XV y XVII, que daba por sabida la filosofía y por insabida la vida, uno de esos que saben que lo más difícil es vivir; vivir como lo que se es y no se puede renunciar a ser, un hombre entre los hombres, y que teme que el afán especulativo se alimente del inmediato y continuo sentir ante la propia vida y ante la vida del otro, que no es otro sino el prójimo, el hermano…”

Es ese prójimo, ese hermano de cuya existencia dudamos tantas veces, el que un epistolario como éste dibuja con nitidez cumplida. Puede leerse esta correspondencia como si se estuvieran mirando los planos de un puente sostenido sobre el abismo de la historia y del exilio por la voluntad de dos personas tan activas como pensativas, tan estrictamente necesarias a la hora de reconstruir una Troya apenas ayer desaparecida. Gracias a la acuciosa e inteligente tarea de Alberto Enríquez Perea cobran vida estas páginas, que nos dicen a voz en cuello que María Zambrano y Alfonso Reyes existieron cada uno en su aire y en su heredad, pero también cada uno en el otro y para el otro, con amistosa distancia, con respetuosa y admirativa estimación. No se podía pedir más. ~

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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