Diccionario incompleto de bioética, de Arnoldo Kraus y Ruy Pérez Tamayo

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De entrada sea dicho que quien se sienta a leer este nuevo diccionario de bioética se está lanzando a toda una aventura. Los mismos autores detallan la finalidad del libro: quieren “ofrecerle al público interesado un marco de referencia que incluya ‘la mayoría’ de los términos relacionados con esta disciplina. Es incompleto porque los linderos de este novel campo de estudio no se han determinado con precisión y porque a medida que se avanza en ciertos campos de la sabiduría bioética emergen nuevos temas y nuevos problemas” (“Presentación”, 12).

Dos características del diccionario me parecen particularmente valiosas: primero, la sensibilidad a las experiencias que ocurren dentro de la relación médico-paciente, como se percibe en las voces “Enfermedad” (71-72) y “Padecer, padecimiento” (159-160) y en varios otros textos (“Infección por vih”, 118-120; “Recursos, escasez de”, 179-181; “Encarnizamiento terapéutico”, 70); y segundo, la inclusión de un importante número de voces que son de ayuda, de especial interés o francamente sorprendentes en una obra de este tipo: así se incluyen el Código de Nuremberg (148-151) y la Declaración de Helsinki, las voces “Pobreza” (166-168), “Poder en medicina” (168-169), “Sociobiología” (191-192), “Tecnociencia” (195-196), y se plantea la muy reciente problemática de la “Neuroética” destacando los riesgos de las nuevas tecnologías (146). Si no hubiéramos esperado encontrar la voz “Racismo”, todavía menos habríamos podido prever el comentario –a propósito de una referencia al Antiguo Testamento– de que Eva es, en realidad, un clon de Adán (179). La idea es llamativa y original y poco importa, en este contexto, que ni Eva ni Adán sean personas individuales en la Escritura (Gen 2, 21-22). Por otro lado, cabe preguntarse según cuáles criterios fueron incluidas voces como “Explosión demográfica” (88) y “Fanatismo y salud” (91).

La aventura del lector de este libro consiste en que tendrá que decidir por y para sí mismo si quiere y puede asentir a la información con la que se encuentra: ¿es información?, ¿es información parcial?, ¿o será opinión? O bien: ¿qué tan informada es la opinión? El ejercicio es sano, con la reserva de que puede también resultar cansado. Unos ejemplos pueden ser los siguientes: el ADN (16-17) se explica sólo en términos bioquímicos, sin que se haga alusión a los problemas éticos relacionados con el tema; los progresos de la ingeniería genética se discuten en la voz “Alimentos transgénicos” (17-19), pero no bajo la rúbrica del ADN. Y ¿a qué se debe que la explicación de los alimentos transgénicos ocupe casi el doble del espacio del ADN? En cambio, el texto sobre “Asesoramiento genético” parece demasiado escueto y deja fuera casos importantes como la voluntad de averiguar si uno mismo tiene el gen de una enfermedad hereditaria y los conflictos que pueden surgir de ahí (22). La referencia remite a “Consejo genético”, cuyo primer párrafo repite a la letra lo dicho sobre el asesoramiento (44-45), para sólo luego agregar información nueva. Habría sido más coherente fundir las dos voces en una. Respecto de la voz “Eugenesia” (83), hay que decir que de ninguna manera son iguales los conceptos de pureza de la raza en la ideología nazi y la limpieza étnica en Bosnia y Ruanda. La frase latina omne vivum ex vivo no “implica la descendencia de todos los organismos vivos de un ancestro común” (“Biogénesis”, 27). Por sí misma no llega a sostener la “evolución biológica darwiniana”, que tendrá que apoyarse en otros presupuestos. Mientras que la voz “Genoma” (98) es incomprensiblemente técnica (para el laico), la voz “Genoma humano” es fácilmente comprensible gracias a un muy buen ejemplo (98-99).

Encuentro en este diccionario, no obstante sus innegables méritos, cuatro áreas problemáticas que necesitarían pensarse seriamente y que, en el fondo, son aspectos de un solo problema, el hermenéutico, o sea el problema del punto de vista subyacente.

La primera área es la del género literario. Los autores agregan a su título de Diccionario incompleto de bioética la especificación de “con comentarios y preguntas”. No contradice el género de diccionario el que a la información se agreguen comentarios, pero debería ser posible distinguir con claridad entre los dos tipos de aportaciones. Por ejemplo: no veo qué hace en un diccionario a) la trascripción de un texto de John Stuart Mill, ni b) que sea adecuado suscribirse sin argumento alguno a la ética utilitarista del siglo XIX (23-24). Tal cosa es un ejercicio de confusión que pesa más cuando se trata de un punto tan discutido como el de la autonomía. La idea de concluir la mayoría de las voces con unas preguntas que animen la discusión es didáctica y útil; sin embargo, conviene tener clara la función de la pregunta. Las funciones que de hecho encontramos son múltiples: una función es la de destacar alguna pregunta álgida suscitada en el texto (p.ej., “Aborto”, 16); otra parece ser la de sugerir una respuesta (p.ej., “Altruismo”, 20); todavía otra, la de sacar aspectos controvertidos que no se encuentran en el texto (p.ej., “Anencefalia”, 21). Hay preguntas que distorsionan el planteamiento expuesto en la entrada (p.ej., “Anticonceptivos”, 22): la cuestión no es si la “píldora del día siguiente” debe ser prescrita por un médico o venderse libremente, sino la distinción adecuada entre un anticonceptivo y el aborto; y, finalmente, ¿para qué sirve una pregunta en forma de provocación irrelevante? (p.ej., ¿“tiene derecho el ser humano a suicidarse”?) Al mismo género literario pertenece todavía la cuestión de las definiciones: acertadamente, los autores suelen ofrecerlas al inicio de sus textos. Sin embargo, convendría que las definiciones escogidas se expresaran en lenguaje abierto, no cerrado. Por ejemplo, si la definición de “Autonomía” (23) se basa a) en la capacidad de reflexión y b) en la capacidad de “llevar a cabo la acción”, resulta excluyente, es decir, el lenguaje es cerrado: se excluyen “sujetos con daño cerebral”, que expresamente se quieren incluir bajo “Persona” (163).

La segunda área está constituida por los presupuestos implícitos o explícitos. Lo cierto es que todos manejamos presupuestos, sean implícitos o explícitos, inconscientes o concientes. Es igualmente cierto que los autores tienen todo derecho a ser “eminentemente laicos” (145), una postura en la que estarán multitudinariamente acompañados; la cuestión es más bien si es elegante presuponer tácitamente que “religioso” es sinónimo de irracional o fanático, o ambas cosas. Parecería que los autores se están defendiendo diligentemente contra la quimera de los “fanatismos religiosos” (p.ej., 28, 40, 91, etc.), hasta el punto de formular la pregunta tendenciosa de si los religiosos deberían participar en un comité de ética (41). Me parece que el secularismo cultural está lo suficientemente asegurado para que todavía necesitemos un anticlericalismo ingenuo.

La tercera área está relacionada con la segunda y consiste en las reducciones que pueden resultar de una postura ceñida a la biología. Una cosa es tener un amplio saber biológico y otra quedarse sólo con una perspectiva biológica. Así, por ejemplo, el “Altruismo” (19-20) se explica en términos casi exclusivamente biológicos; la “Calidad de vida” no es necesariamente el equivalente del “estado de salud” (31-32), y es quizá oportuno preguntarse si la aceptación acrítica de la eutanasia (cf. 84-85) y de la Hemlock Society (“Hemlock, Sociedad”, 108-109) que promueve la “eutanasia activa voluntaria” no es resultado de una reducción biológica. En todo caso, suscribir sin argumento ético alguno un planteamiento semejante me parece precario. Sin embargo, concluir el texto correspondiente con la pregunta de “¿Cómo podría iniciarse la creación de este tipo de sociedades, sobre todo en los países subdesarrollados …?” (109) es, en mi opinión, sencillamente irresponsable.

La cuarta área es la que más dificultad me causa y tiene que ver con la información que se maneja y con una actitud dialogal, aun ante posturas diversas. Me parece también poco elegante presentar a la ligera una caricatura de posiciones diferentes –en este caso “religiosas”–, aunque sea tan sólo porque tergiversa la información: puede ser un simple error que se coloque a Tomás de Aquino en el siglo XII en vez del XIII, pero va más allá de un error alegar que, según la “Iglesia católica”, el alma “se incorpora” (¡sic!) a los productos masculinos o femeninos después de cierto tiempo de gestación, de manera que Juan Pablo II “cambió las fechas y dictaminó que el alma ingresa al cigoto en el momento mismo de la fecundación” (188). Personalmente, me gustaría que en una segunda edición del diccionario algunas posturas de los autores encuentren formulaciones más atinadas y equilibradas –o bien, que se guarden como personales. ~

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