Dios no quiere a los niños, de Laura Pariani

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Junto a la española, la inmigración italiana es sin discusión la que ha formado el grueso de la población argentina y viajar por ese gran país es toparse con un apellido italiano en cada esquina. Concretamente, fue a partir de 1870 cuando la pobreza que el Resurgimiento no pudo atajar dio el pistoletazo de salida al gran flujo de inmigrantes, siendo la provincia y la ciudad de Buenos Aires las que recibieron una mayor afluencia.

Sin embargo, dicho éxodo y los que se produjeron hacia otros destinos han despertado escasa atención literaria entre los italianos. Así lo recoge el profesor de la Universidad de Génova Francesco de Nicola en el reciente Gli scrittori italiani e l’emigrazione, donde da cuenta de quienes sí narraron esos desplazamientos forzosos. De entre ellos cabe destacar a Edmondo de Amicis, que registró el dramatismo de los viajes transatlánticos en Sull’Oceano, fruto del viaje que realizó en 1884 embarcándose hacia Argentina como corresponsal de prensa junto a 1.800 emigrantes; sin olvidar otro de sus textos más conocidos, De los Apeninos a los Andes, el relato que dio lugar a la famosa serie televisa Marco. Algo más adelante en el tiempo, en los años treinta, Mario Soldati escribió America primo amore, un diario narrativo donde contaba su huida como joven estudiante turinés a la “pantalla gigante” que en palabras de Pavese era Norteamérica.

Es sin embargo probable que las recientes oleadas migratorias procedentes del Norte de África, que han convertido países como Italia y España en “nuevas Américas” y que tanta desesperación arrastran por su carga de ilegalidad y por lo arriesgado de la travesía (pues del hacinamiento de las pateras al de los transatlánticos hay un buen trecho que parece invertir el orden del progreso), hayan despertado en los escritores una inquietud hasta ahora latente. Como resultado de ello, en años recientes el panorama editorial italiano ha dado frutos notables. Descollan dos autoras generacionalmente cercanas: Laura Pariani (Busto Arsizio, 1951) y Melania G. Mazzuco (Roma, 1966), de las que aquí sin duda la más conocida es esta última, con la novela que la lanzó a la fama, Vita (2003), epopeya de la emigración italiana en Estados Unidos editada por Anagrama. No obstante, un año antes Laura Pariani había tratado muy brillantemente la emigración de sus compatriotas a Argentina en Cuando Dios bailaba el tango (2002), donde cada capítulo lo abría una estrofa mítica de “Volver”, “Malena”… Ahora la misma editorial, Pre-Textos, se ha ocupado de acercarnos otra de sus novelas de temática afín, Dios no quiere a los niños, en traducción excelente de Patricia Orts, también artífice de la anterior, y que se ha ocupado en ambas de dosificar hábilmente los argentinismos.

Resulta llamativo que sean dos autoras las que se han inclinado por un material tan sensible (por ejemplo Otro mar, de Magris, y Novecento, de Baricco, no pueden considerarse relatos de inmigración propiamente dichos) y que hayan preferido fijar su mirada en el pasado en lugar de ambientar sus ficciones en la rabiosa actualidad, como sería de esperar aquejados como estamos por la literatura de la inmediatez. Mazzuco eligió Nueva York porque a ese puerto arribó su abuelo y Pariani se inclinó por el Cono Sur porque el suyo, anarquista antifascista, allí recaló. Ambas comparten el empleo de las fuentes orales, el trabajo de archivo y una tendencia a la epopeya que sienta a sus tramas como anillo al dedo.

Dios no quiere a los niños novela un caso real acaecido en la primera década del XX, el de un asesino de niños que sembró el pánico y tiñó de sangre la ya lastimosa realidad de los emigrantes en los aledaños de los conventillos en que en aquellos años malvivían los venidos de Italia, muy similares a los compartimentos artificiales creados a modo de improvisadas viviendas en grandes edificios tronados que Marisa Madieri retratara en su evocador Verde agua. En Madieri los exiliados sobreviven al nuevo trazado de la frontera yugoslava; en Pariani, cruzan el Atlántico para recalar en una ciudad que tardará mucho en dejar de serles hostil y que algo se parece a la urbe paupérrima de El mar no baña Nápoles, de la Ortese (Minúscula).

Como en su anterior retrato argentino, son los personajes que han ido a parar a esa “Mérica” tan esperanzadora como despiadada, los que guían al lector. Una narración compleja que se sirve incluso de la prensa de la época y de los informes policiales y que tiene algo de renovado neorealismo. El retrato de Ognissanti Goletti, el eje vertebrador, es por su parte tremendamente convincente.

Tal vez Pariani y Mazzuco despierten entre los literatos venidos de otras tierras y afincados aquí el apetito por contar las vicisitudes de la inmigración. Lo ha hecho ya la marroquí Najat el Hachmi en El último patriarca. Aunque los que no muestran excesivo interés por el asunto son los herederos del boom latinoamericano, pues como escribe uno de ellos, el peruano Roncagliolo, parece que lo que quieran sea “desprenderse de sus perspectivas nacionales y escribir como si fuesen de cualquier lugar”.

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