El asesinato de Elena Garro, de Patricia Rosas Lopátegui

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La vida y la obra de Elena Garro (1916-1998) encarnan la leyenda más asombrosa y problemática del tiempo literario mexicano. Casada en 1937 con Octavio Paz, con quien vivió un turbulento matrimonio que terminó legalmente en 1959, Garro desarrolló una relación paradójica con las luces y las sombras del poeta. Paz es la amenazante hipóstasis del mundo para Garro. Por un lado, sus cuentos y novelas dependen de una fantástica persecución encabezada por su ex marido; por el otro, sin el apoyo material de Paz, que se extendió hasta el final de sus días, la difícil vida de Garro y de su hija Helena Paz habría sido, si cabe, aún más desdichada. En una entrevista concedida en los últimos años de su vida, Garro ratificó la vigencia de su vastísima querella existencial: “Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él y defendí a los indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él. […] en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz.”

La desclasificación, en julio de 2006, de los documentos que exhiben a Garro como informante de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, antes y durante el movimiento estudiantil de 1968, que se suponía había sido la causa de su pretendido exilio, permite terminar la escritura de todo un capítulo de la historia política de la literatura mexicana. Previamente se sabía, contra lo que sostenía la propia escritora junto con aquellos que facilitaron su regreso al país en 1993, que la causa de la impopularidad de Garro entre los intelectuales mexicanos no se debía a ninguna persecución encabezada por Paz. El motivo del desprestigio fue su actuación durante el verano de 1968, papel que actualmente nos parece cómico y propio de una novela de espías que sólo Garro pudo haber escrito, pero que, en las semanas posteriores al 2 de octubre, seguramente no fue nada simpático para quienes fueron denunciados por ella como autores intelectuales de la revuelta estudiantil.

Garro publicó, el 17 de agosto en la Revista de América, un artículo titulado “El complot de los cobardes”, en el cual, tras culpar por primera vez a los intelectuales de azuzar a los estudiantes, el pánico toma dimensiones apocalípticas: “En los tumultos provocados, según los rumores, existen millares de muertos e incinerados secretamente por el gobierno. También se cuentan por millares los detenidos y los heridos en las cárceles. ¿Por qué entonces los intelectuales no buscan a las familias de las centenas de asesinados y heridos para presentarlos a la opinión pública? ¿Por qué no piden seriamente un castigo para los autores intelectuales de estas masacres?”

El 7 de octubre, cinco días después de la matanza de Tlatelolco, Garro aparecerá acusando, en los principales periódicos nacionales, al rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, y a un grupo de intelectuales y artistas “de extrema izquierda”, entre los que se contaban Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Rosario Castellanos y Leonora Carrington, entre muchos otros, de llevar “a los estudiantes a promover la agitación y el derramamiento de sangre”.

Y en concierto con las denuncias de su madre, Helena Paz publicó, en El Universal del 23 de octubre, una carta abierta dirigida a Octavio Paz, quien acababa de renunciar a la embajada de México en la India como protesta por los acontecimientos de Tlatelolco. En aquella patética carta al padre, Helena Paz le decía: “Tu condena debió de ser dirigida a los apoltronados que arrojaron a la muerte y a la destrucción a jóvenes desposeídos de fortuna […] Debes saber que estos directores del desastre no han tenido ningún escrúpulo. Primero: en dejarlos caer y renegar de los caídos. Segundo: en entregarlos a la policía, en cuyas manos, siento decírtelo, están muchísimo más seguros que entre sus secas cabezas enfermas de ansia de poder. Tercero: en cubrirlos de injurias, que van desde cobardes, asesinos, espías, traidores, delatores, provocadores, granujas, etcétera, sólo porque perdieron la sangrienta batalla de Tlatelolco, que los intelectuales organizaron, y a la cual, por supuesto, no asistieron. […] Los jóvenes no eran pacíficos y la razón que ha convertido a estos violentísimos jóvenes, a quienes no conoces, es la carencia de una causa justa y la turbiedad de las cabezas dirigentes de su pérdida.”

¿Qué ocurrió con Garro en 1968? ¿Dónde y cómo empieza la desorbitada aventura de una de las mujeres más inteligentes, seductoras y terribles de nuestro siglo XX? Los datos revelados por el Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) en mucho ayudan a resolver el rompecabezas puesto sobre la mesa, previamente, por la publicación, de cuyas características me ocuparé más abajo, de los diarios íntimos (Testimonios sobre Elena Garro, Monterrey, Ediciones Castillo, 2002) y los artículos políticos de Garro (El asesinato de Elena Garro) en ediciones regenteadas por Patricia Rosas Lopátegui.

A reserva de establecer correctamente la cronología, debe recordarse, para armar el caso, que Garro, durante los años sesenta, navegaba en las aguas turbias del agrarismo oficial y que, en su afán de redención de los campesinos, entró en relación con Carlos Madrazo, presidente nacional del Partido Revolucionario Institucional entre 1964 y 1965. Garro idolatraba al político tabasqueño a quien, gracias a su frustrado ímpetu reformista, veía como el salvador providencial que México estaba esperando. En los artículos recogidos en El asesinato de Elena Garro se confirma que la escritora creía en los ideales, siempre a riesgo de ser traicionados, de la Revolución Mexicana hecha gobierno y de su nacionalismo revolucionario.

La trayectoria de Carlos Madrazo, tras cruzarse accidentalmente con el movimiento estudiantil, terminó con su propia muerte en un sospechoso percance aéreo en 1969. Pero en agosto de 1968, dada la envergadura que habían cobrado las manifestaciones estudiantiles, Garro habría empezado a temer (o a ser precautoriamente informada) que la represión caería fatalmente sobre los jóvenes y terminaría cobrándose víctimas entre la disidencia, más o menos tolerada, del partido oficial.

Garro, dada a la fantasía imprudente y temeraria, habría querido comprar protección para ella y para su hija Helena a cambio de seguir informando a la policía política de lo que ocurría en los círculos intelectuales involucrados con el movimiento. Jugando al doble agente, Garro terminó por ser una espía espiada y, creyendo servirse de la DFS, permitió que ésta se sirviera de ella. Pero el verdadero desencadenante de los hechos debió de ser la renuncia de Paz. Aterrorizada ante el peligroso desafío que significaba el gesto de su ex marido y temerosa de verse aún más involucrada en una situación equívoca, Garro cayó en una crisis paranoide cuya consecuencia inmediata fueron las pretendidas delaciones. Es probable que la información previamente suministrada a la dfs tuviera escaso valor y que las acusaciones públicas, sin lugar a dudas, fueran descabelladas incluso para la meticulosa inteligencia gubernamental. Pero la tendencia a justificar, recurriendo a toda clase de artimañas, la conducta de Garro en 1968, vuelve insoslayable decir que ella cometió una grave falta: puso en peligro la libertad de muchos amigos y colegas suyos, y contribuyó de manera tan destacada como extravagante al clima de linchamiento público proyectado, después del 2 de octubre, contra los intelectuales.

El resto de la historia es todavía más lamentable. Cuando Garro decidió poner fin a su autoexilio en París y en Madrid, fue recibida en México en olor de santidad por los enemigos literarios y políticos de Paz, quienes pronto huyeron de ella, al comprobar su tendencia irrefrenable al dispendio económico: ningún dinero resultaba suficiente para cubrir las extrañas necesidades de las dos Elenas, especialistas en hacer desaparecer cualquier cantidad en días, y a veces, en horas. La literatura no conocía, desde que Léon Bloy escribió El mendigo ingrato, una relación tan infernal con el dinero como la sufrida por Garro.

El trasfondo biográfico es indispensable para entender el genio de la autora, precisamente por la manera en que se operó una transubstanciación entre el sufrimiento y la literatura. Ninguna locura tiene tanto método como la de Garro, capaz de distanciarse de sí misma de una manera sardónica y cruel, como ocurre en Andamos huyendo Lola (1980), Testimonios sobre Mariana (1981) y en Reencuentro de personajes (1982). El arte de Garro alcanzó su clímax en Testimonios sobre Mariana, novela situada en un París fantástico, el de la segunda posguerra, donde la tranquilidad es imposible para Mariana, quien vive rodeada de monstruos y de dioses. Sometida al imperio de Augusto (su esposo Octavio Paz según la clave) y de Vicente (Adolfo Bioy Casares), Mariana es una heroína sadeana. Pero su sometimiento sólo puede ser relativo: este portentoso personaje es a la vez víctima y verdugo, nínfula y vampiresa, como ambivalente es su propio destino (y el de su hija), pues ambos seres sobrevivirán espectralmente más allá de la muerte, rodeados de sicofantes del surrealismo y de rusos blancos. A partir de Testimonios sobre Mariana, como lo dice inmejorablemente César Aira en su Diccionario de autores latinoamericanos, las novelas de Garro se convirtieron en el desarrollo obsesivo de un solo tema: el poder tanático del orden masculino persigue a una madre y a una hija, protagonistas de una folie à deux que necesita de la catástrofe para reproducirse.

Y una vez muerta Garro, no terminó la exposición, siempre pública y descarnada, de su desdichado destino. Sus diarios y papeles privados cayeron en manos de una profesora de la Universidad de Nuevo México, Patricia Rosas Lopátegui, quien urdió Testimonios sobre Elena Garro, una edición comentada de los diarios de Garro, a título de “biografía exclusiva y autorizada”. Se trata de un escandaloso ejemplo de inepta manipulación del legado de un escritor, no sólo por el nulo respeto a las más elementales reglas de la edición académica, sino por la mala fe y el resentimiento a toda prueba del que Rosas Lopátegui hace gala, página tras página. En nombre de un feminismo chatarra obsesionado en inculpar a Paz, a toda la sociedad literaria y al Estado mexicano de una conspiración permanente contra la autora de Los recuerdos del porvenir, Rosas Lopátegui llega a extremos delirantes, que si en Garro son la sal de una existencia, en su editora y comentarista son mero ridículo. Abundan, en los comentarios con los que Rosas Lopátegui estorba la lectura de los textos, las inferencias psicoanalíticas, los retazos de teoría dizque literaria, la ignorancia del español hablado en México, el escaso conocimiento de la historia nacional y una especiosa bilis que torna nauseabundas las fatigas que implica leer, en busca de Garro, ese galimatías.

Tan escandalosos son los procederes de Rosas Lopátegui, que la prologuista de El asesinato de Elena Garro, Elena Poniatowska, se ve obligada a desautorizar, en buena medida, el libro que aceptó prologar. Dice Poniatowska que “la información que Elena [Garro] le da [a Rojas Lopátegui] es un amasijo de contradicciones cuando no de falsedades”; que Rosas Lopátegui idolatra a Garro, sin cuestionarle nada, rezándole como si fuera una santa. Y en defensa de Paz, Poniatowska –amiga del matrimonio y testigo de primera mano– refuta a Rosas Lopátegui, recordando que el poeta estaba, a fines de los años cincuenta, loco de entusiasmo por la obra de Garro y que “admiró a su mujer que no dejaba de asombrarlo, mejor dicho de inquietarlo y desazonarlo hasta despeñarlo al fondo del infierno”.

Poniatowska, contra los desvaríos de Garro que Rosas Lopátegui pretendió convertir en verdad biográfica, aclara que la carrera política y periodística de Garro durante los años sesenta transcurrió a la amable sombra de varios políticos del régimen diazordacista y que no hubo, ni en 1968 ni después, durante su autoexilio, “complot, ni confabulación, ni conspiración en contra suya. Las novelas y los cuentos de Elena eran leídos y comentados […] el verdadero asesino de Elena, fue su vida misma alejada de la realidad, incluso de sí misma”.

El asesinato de Elena Garro, junto con las revelaciones del IFAI, dan por terminada la impostura que pretendió convertir la locura de la escritora en una descalificación íntima de Paz y de otros escritores, empresa un tanto inútil, pues Garro (y en ello radica también el genio del personaje) se resiste a ser traducida en términos de la corrección política. Pese a la manipulación de sus papeles privados y de sus artículos políticos, estamos ante un archivo cuya lectura deja una imagen escalofriante del infierno de Garro, a quien habrá que admirar en adelante por haber dejado, pese a la locura, una obra extraordinaria. En los años setenta, durante su estancia en Madrid, los diarios nos muestran, por ejemplo, a una Garro habitualmente delirante, viviendo de extorsionar a los incautos y víctima a su vez de los abusos de una auténtica corte de los milagros, mientras compara la obra de Paz con la del asesino Charles Mason, comprueba que Hitler fue un agente comunista y lee con devoción la prensa falangista mientras calcula cómo escapar de la España de la transición temiendo ser víctima de alguna conspiración de los comunistas.

La grandeza de Garro estuvo en la sublimación de su sufrimiento. Mientras que en los diarios íntimos es abrumadora la evidencia patológica del delirio persecutorio, en las novelas su elevada conciencia artística impone la verdad, postulando la fatal complicidad entre las perseguidas y sus torturadores, como se ve en Reencuentro de personajes (1982). En esta novela criminal, la concentración dramática llegaría a un nivel casi insoportable de leer sino fuera por la noble estratagema elegida por Garro para confrontar a su heroína con la desgracia: los personajes de las novelas de Scott Fitzgerald y Evelyn Waugh aparecen en el texto, indicando que sólo la literatura puede traer consuelo a los borrascosos paisajes del alma. Garro sólo es en apariencia una escritora desordenada y temperamental; su prosa es veloz, descarnada y efectiva, ajena a las metáforas y poseedora de una suprema capacidad para penetrar la realidad y mostrar la soledad, la melancolía y el horror en sus formas más reiterativas y sistemáticas. Por sus novelas, sus cuentos, por su teatro, Elena Garro fue, en mi opinión, la gran escritora mexicana del siglo pasado, la única cuya obra pudo redimir con creces la amargura y el caos de una inteligencia errabunda. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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