Uno de los estudios más notables del nacionalsocialismo en los primeros años de la posguerra fue un pequeño volumen titulado LTI (Lingua Tertii Imperii), que vio la luz en 1947. Escrito por un catedrático de la Universidad Técnica de Dresde llamado Victor Klemperer, era un análisis filológico brillantemente concebido que trataba de cristalizar el significado del nazismo a partir de su lenguaje oficial. Klemperer señaló que, al operar una militarización y mecanización deliberadas del lenguaje común, al dar valor positivo a términos que en el pasado habían sido empleados en forma peyorativa (fanatismo, obediencia ciega), al preferir de manera expresa el sentimiento sobre la razón, al emplear eufemismos para ocultar la realidad, al asignar estereotipos repetitivos a sus oponentes, los nazis habían subvertido el lenguaje deliberadamente, a fin de cambiar el modo en que el pueblo alemán pensaba su política y su vida.
LTI fue recibido de manera favorable por los estudiosos occidentales, algunos de los cuales debieron de preguntarse, pasado el tiempo, qué había sido de su autor. En los restantes trece años de su vida, Kemplerer se volcó afanosamente en reparar el daño que los nazis habían infligido a la educación y la cultura alemanas. Fue miembro activo del partido comunista en la República Democrática Alemana y miembro del parlamento nacional; su cátedra de lenguas románicas en la Universidad Técnica de Dresde, suprimida por los nazis, le fue devuelta; fue profesor visitante en Greifswald, Halle y la Universidad de Humboldt en Berlín Oriental; y fue miembro de la Academia de las Ciencias y figura activa en otras organizaciones dedicadas a la renovación de la vida intelectual. Pero no hubo más libros antes de su muerte en 1960, e incluso LTI cayó en un olvido del que sólo le salvó la atención de los especialistas.
Este silencio, si bien prolongado, fue en úLTIma instancia engañoso. Klemperer había llevado con dedicación un diario desde los 17 años, y en 1995 una nueva generación quedó deslumbrada por la publicación, en dos volúmenes, de los diarios correspondientes al periodo comprendido entre 1933 y 1945, bajo el título de Ich will Zeugnis ablegen bis zum letzten. Reconocido de inmediato como el relato más extenso y meticuloso de la vida de un judío alemán en el Tercer Reich, se convirtió de la noche a la mañana en un éxito editorial. En Alemania se vendieron 140 mil ejemplares de la edición original; se celebraron lecturas públicas y radiofónicas y se editó un CD; y el libro dio pie a una serie de televisión de trece capítulos. Fue jaleado por la prensa internacional, y Philip Kerr, en The Sunday Times, llegó a escribir que “era una película en color de la Alemania nazi después de años de imágenes en blanco y negro”. Comenzaron los preparativos para su traducción a doce idiomas, aunque el enorme volumen del manuscrito supuso un freno a la tarea. Entretanto, en Alemania, ha aparecido una autobiografía en dos volúmenes, Curriculum Vitae, que cubre el periodo entre 1881 y 1918, así como los diarios que van de 1918 a 1933 y extractos de cuadernos posteriores. Como afirma Martin Chalmers: “Con estas obras Victor Klemperer se ha convertido, después de todo, en parte no sólo de la literatura alemana, sino también de la literatura europea y la universal”.
1.
Victor Klemperer nació en 1881, en Landsberg an der Warthe, en la mitad oriental de la marca de Brandenburgo. Su padre era el rabino de la sinagoga reformista de Landsberg y, después de 1889, segundo predicador de la congregación reformista de Berlín. Victor era el hijo menor de una familia numerosa en la que la tradición asimilacionista y el apego a la cultura alemana tenían mucho peso, por lo que creció orgulloso de su germanidad y en la creencia, como escribió en su autobiografía, de que los “alemanes eran mejores que el resto, de pensamiento más libre, de sentimiento más puro, y más justos y pacíficos en la acción. Nosotros, los alemanes, éramos en verdad el pueblo escogido”. El joven Victor mostró desde muy joven talento e intereses literarios pronunciados, pero también un fuerte deseo de independencia, estimulado por los esfuerzos de sus tres hermanos mayores, todos los cuales habían dado curso, cada uno por su lado, a distinguidas carreras profesionales.
Klemperer reaccionó en parte a esta presión interrumpiendo en dos ocasiones su trabajo académico: la primera vez, durante su etapa en el Gymnasium, para enrolarse como aprendiz en una empresa comercial, y de nuevo, durante sus años universitarios, para emprender una carrera como periodista freelance, en la que obtuvo un éxito moderado antes de reincorporarse a la universidad para completar su doctorado. Esto es algo que logró en 1913, con una disertación sobre el novelista decimonónico alemán Friedrich Spielhagen; su siguiente trabajo estableció el rumbo de su futura carrera académica, una disertación sobre Montesquieu escrita bajo la influencia de Karl Vossler, hombre de ideas liberales y catedrático de lenguas románicas en la Universidad de Munich. Klemperer se empleó inicialmente como profesor de literatura alemana en la Universidad de Nápoles, puesto que mantuvo hasta la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial, en 1915.
El servicio militar de Klemperer tuvo una importancia en su vida totalmente desproporcionada con su duración y rigor reales. Llamado a filas en 1915 y enrolado en la División de Artillería de Baviera, fue enviado al frente occidental en noviembre y pasó cinco meses en Flandes como artillero antes de caer enfermo. Después de pasar un tiempo en el hospital, fue transferido al departamento de censura militar en el frente oriental, primero en Kowno y luego en Leipzig, hasta el final de las hostilidades. Su expediente militar, y la cruz al mérito que recibió por su etapa en Flandes, le fueron muy útiles después de 1933, pues le sirvieron parcialmente de escudo frente a las injusticias y padecimientos sufridos por los judíos alemanes que no eran veteranos de guerra.
Mucho más importante a este respecto fue el hecho de que, el 16 de mayo de 1906, Klemperer contrajo matrimonio con la pianista Hedwig Elisabeth Eva Schlemmer, hija de una familia de Königsberg, después de un noviazgo que duró dos años y que despertó la oposición de ambas familias, la de la novia porque Klemperer era judío, la de Klemperer porque sus hermanos consideraban a Eva un mal partido. El matrimonio estuvo marcado por muchas tensiones y tristezas, en especial a partir de 1933, pero sobrevivió y fue básicamente un matrimonio feliz; en un pasaje elocuente de su autobiografía, Klemperer escribió que, al intercambiar las primeras palabras con Eva, había tenido “no ya el presentimiento, sino la certeza de nuestra unión y nuestra complementariedad”, y que nunca había sentido ninguna duda al respecto en los años siguientes. La pareja tenía gustos similares (compartía, por ejemplo, una misma pasión por el cine, al que Klemperer dedicó numerosas páginas en los primeros años de su matrimonio), y, en los malos tiempos, ambos mostraron un coraje igualmente testarudo frente a la persecución y las privaciones. En la época del Tercer Reich, el hecho de que Eva fuera protestante la protegió de algunas de las dificultades padecidas por él, y, después de 1941, cuando la persecución de los judíos se aceleró, Eva protegió a su marido del destino que hubiera sufrido de haber permanecido soltero.
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Los años de Weimar cubren un periodo durante el cual Klemperer se distinguió como profesor en la Universidad Técnica de Dresde y como un estudioso prolífico, con libros sobre poetas y prosistas franceses modernos, una historia de la literatura francesa desde Napoleón hasta comienzos del siglo XX y una biografía de Corneille. La llegada del nacionalsocialismo, sin embargo, creó una atmósfera que se concertaba difícilmente con un interés floreciente por tales asuntos. Sobrevivió al periodo turbulento que siguió al ascenso de Hitler al poder, y, el 10 de abril de 1933, consignó en su diario: “Horrible sensación de ‘¡Hurra, estoy vivo!’. La nueva ‘ley’ del funcionariado me deja en la cátedra, por ser ex combatiente; eso parece, al menos, y de manera provisional… Pero por todas partes, acoso, desdicha, miedo y temblor”.
Trató, en fin, de aislarse y protegerse de la preocupación constante por el nacionalsocialismo y sus intenciones futuras. Como escribió más tarde: “Huí, me sepulté en mi profesión, di mis conferencias y patológicamente traté de no ver que los asientos a los que me dirigía se iban vaciando progresivamente.”
Cuando, como había temido, la universidad le jubiló anticipadamente en 1935, respondió retador con un estallido de actividad erudita; se hallaba a punto de completar la historia de la literatura francesa del XVIII con la que esperaba coronar su carrera profesional cuando los nazis, en un decreto de 1938, denegaron a los judíos el uso de todas las bibliotecas públicas y universitarias. Sobrevivió a este golpe escribiendo la historia de los primeros años de su vida, que completó y consiguió poner a buen recaudo en la casa de una amiga de Eva, en Pirna, en las afueras de Dresde, en 1942.
Su esposa no disponía de tales defensas frente a las presiones y mezquinas persecuciones del mundo exterior, y en fecha tan temprana como 1933 comenzó a sufrir ataques nerviosos y una depresión severa. Klemperer trató de aliviar su estado construyendo una pequeña casa en el pueblo de Dölzschen, cerca de Dresde, y más tarde aprendiendo a conducir y comprándose un coche de segunda mano. Ello supuso un remedio efectivo de los problemas de Eva y les hizo la vida mucho más placentera, pero también los puso al borde de la ruina, pues todas las fuentes de ingreso de Klemperer (pagos por conferencias, regalías y demás) se habían desvanecido. Su pensión, a partir de 1935, sumaba la mitad de lo que había sido su salario, y padeció las sangrías de los impuestos locales y de las exacciones arbitrarias de las agencias nazis.
De vez en cuando, algún cheque del hermano mayor de Klemperer les ayudaba a sobrevivir, pero el radio de su vida se fue estrechando cada vez más y tuvieron que negarse pequeños placeres como el cine, que en cualquier caso se convirtió en un entretenimiento ilegal para los judíos. Desde el inicio de su relación, Klemperer y Eva habían compartido la lectura en voz alta; gracias a las bibliotecas de préstamo, que ella tenía permitido usar, estas lecturas se convirtieron en su mayor placer y juntos disfrutaron las obras de autores contemporáneos como Franz Werfel, Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Ernest Hemingway, Pearl Buck (a quien Klemperer admiraba especialmente), Ricarda Huch, Hans Fallada y Dorothy Sayers. Pero esto no alivió su estado financiero, y a la larga se vieron forzados, por una combinación de penurias económicas y presión nazi, a desprenderse del coche y de su casa en Dölzschen y a mudarse a una Casa de Judíos, esto es, un lugar donde vivían personas con cónyuges judíos. La casa era bastante cómoda, pero limitaba su privacidad y hacía difícil emprender ningún trabajo.
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Durante estos años, la persecución de los judíos a cargo de las autoridades locales y del partido creció en intensidad, en especial a partir del inicio de la guerra en 1939. Por una ofensa menor contra las regulaciones del blackout, Klemperer tuvo que pasar una semana en confinamiento solitario, sin el privilegio de la lectura, una experiencia que le dejó severamente trastornado. Después de su liberación en julio de 1941, escribió en su diario: “¿Y qué ha sido al final, qué torturas he consignado? ¿Cómo puede compararse con lo que hoy están viviendo miles y miles de personas en las prisiones alemanas? La vida cotidiana es una prisión, nada más, un poco de aburrimiento, nada más. Y sin embargo para mí, así lo siento, ha constituido uno de los peores tormentos de mi vida”.
Vendrían cosas peores: el decreto nazi según el cual, a partir del 19 de septiembre, todos los judíos debían llevar un brazalete con la Estrella de David. Klemperer escribió: “Por mi parte, estoy hecho trizas, no consigo serenarme. Eva, que ahora camina bien, quiere encargarse de todas las compras, yo sólo saldré de casa unos minutos, de noche. (¿Y cuando haya nieve y hielo? Para entonces, el público tal vez haya perdido el interés, o che so io?)”.
Cualquiera que fuese la explicación oficial, es evidente que la nueva regulación era un signo de que la completa eliminación de la población judía era inminente. Ya desde el comienzo de la guerra con Rusia, la Casa de los Judíos se había llenado de rumores sobre las expulsiones de judíos a Polonia y el destino que allí les aguardaba. Al mismo tiempo, a medida que la suerte de la guerra cambiaba de sentido, comenzó a extenderse la preocupación sobre hasta cuándo los habitantes de las Casas en Dresde seguirían librándose de las evacuaciones que estaban teniendo lugar en otras ciudades.
Esta pregunta tuvo respuesta, finalmente, el 13 de febrero de 1945. En el segundo volumen de sus diarios, correspondiente a los años nazis, Klemperer describe cómo se le pidió que ayudara en la tarea de entregar cartas oficiales a familias en su misma situación. Aceptó el encargo sin sospechar nada, hasta que descubrió que las cartas eran órdenes dictadas a todos los judíos capaces de realizar un esfuerzo físico de que se presentaran tres días más tarde en unas señas determinadas en ropa de trabajo, con una bolsa de mano y comida para tres días. Comprendió de inmediato que esta orden era una sentencia de muerte: “El corazón se me rebeló por completo durante el primer cuarto de hora, después caí en una perfecta apatía, es decir, sólo era un observador con vistas al diario”.
Pero el indulto llegó a tiempo. Aquel mismo día, a úLTIma hora, Dresde fue destruida por los bombarderos británicos, y en el caos subsiguiente Klemperer se arrancó la estrella judía del brazo y con su mujer emprendió viaje por una Alemania a punto del colapso, hasta llegar a las líneas americanas en Baviera.
2.
En medio de todos estos sucesos siguió recurriendo, fiel y meticulosamente, a su diario, en hojas sueltas que Eva escondía en casa de su amiga, en Pirna. En este punto, uno debería preguntarse tal vez por qué. Desde luego, era una tarea peligrosa. En mayo de 1942, luego de un registro domiciliario conducido en su ausencia, advirtió que algunos libros habían sido retirados de las estanterías, y escribió lo siguiente: “Si el diccionario de griego hubiera estado entre ellos, si se hubieran salido las hojas manuscritas que hay dentro y hubieran sospechado algo, eso habría supuesto mi muerte, no cabe duda. Matan a la gente por delitos de mucha menor cuantía… Pero seguiré escribiendo. Ésa es mi heroicidad.”
Su diario, por supuesto, es algo que había comenzado a llevar en una época más tranquila y por el simple placer de consignar el relato de nuevas amistades, de sus viajes por Alemania y el extranjero, de expresar su reacción al úLTImo best-seller o la úLTIma película de Jan Kiepura, y por el placer aún mayor de revivir estas experiencias años después. Llevar un diario se había convertido en una costumbre y conllevaba una rutina, y se habría sentido perdido sin él. Pero con la llegada de Hitler al poder asumió una nueva importancia, pues los nazis ejercieron un intrusismo revolucionario en las vidas privadas de todos los alemanes; su actitud rompía de manera tan completa y brutal con todas las normas previas de comportamiento público que se necesitaba un registro de sus actos, no tanto para su publicación, pues no parece haber pensado nunca en esa posibilidad, sino para sí mismo. En su meditado prefacio a la traducción inglesa, Martin Chalmers escribe que los diarios “reflejan primordialmente la necesidad de Klemperer de ajustar cuentas con los sucesos cotidianos en la medida en que afectaban a su propia vida”. Es esto lo que otorga a los diarios su notable inmediatez y, puesto que las entradas fueron escritas en momentos de intensa presión anímica, su tono perentorio y casi falto de aliento.
Desde el principio Klemperer se sintió inquieto por cómo su orgullo nacional se vería afectado por las acciones del nuevo gobierno y por la respuesta pública a los mismos. Cuando Hitler eliminó a la cúpula de la SA el 30 de junio de 1934, se mostró muy perturbado, no tanto por la violencia del suceso como por la aceptación popular del mismo: “Entre el pueblo, es espantosa la confusión de conceptos. Un cartero muy tranquilo y un agradable y también un viejo Prätorius, que no es en absoluto nacionalsocialista, me han dicho literalmente lo mismo: ‘Bueno, y qué, él los ha condenado‘. ¡Un canciller que condena y fusila a gente de su ejército personal!”
A medida que el tiempo pasaba, le deprimía la evidencia de que, a pesar de los peligros de la política extranjera de Hitler y el desprecio de su partido por las constricciones de la ley, nadie parecía querer librarse del Führer; todo el mundo tenía demasiado miedo a perder sus ingresos, o su vida, para intentarlo. Pero se preguntó para sus adentros: “¿Puedo reprochárselo? En mi úLTImo año de trabajo juré lealtad a Hitler, he permanecido en este país: no soy mejor que mis compatriotas arios”.
Después del frenesí de entusiasmo nacionalista y las nuevas leyes antisemitas que siguieron al Anschluss, escribió abatido: “Qué hondo arraigo tiene la ideología hitleriana en el pueblo alemán, qué bien preparada estaba su doctrina de la raza aria, de qué modo tan indescriptible me he engañado a mí mismo durante toda mi vida al sentirme parte de Alemania, y qué totalmente desprovisto de patria estoy ahora”.
Aun así, luchó contra su propio pesimismo, diciéndose que no había una forma precisa de sondear el ánimo nacional y subrayando en su fuero interno que, si bien el patriotismo idealista de su juventud podía haber desaparecido, aún seguía siendo un alemán. En un comentario que dedica a la cuestión del sionismo, en noviembre de 1939, dice lo siguiente: “Las comunidades judías de Alemania tienden hoy todas radicalmente al sionismo; y yo lo rechazo exactamente igual que el nacionalsocialismo o el bolchevismo. Liberal y alemán forever“.
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Klemperer estaba fascinado por la centralidad que el nacionalsocialismo otorgaba a la cuestión judía; era, como escribió durante los años de la guerra, su quintaesencia, “la bolsa de veneno en la víbora de la esvástica”. Pero, ¿acaso no se trataba de una simple y perversa corrupción del romanticismo? Desde un punto de vista práctico, el problema judío alemán en Alemania no existía. Hasta 1933, según Klemperer,
los judíos alemanes eran alemanes y nada más… Los judíos y los alemanes vivían y trabajaban juntos sin fricción en todos los ámbitos de la vida. El antisemitismo, que siempre estuvo presente, no era una prueba de lo contrario. Porque la fricción entre judíos y arios no era ni la mitad de intensa que la fricción entre protestantes y católicos, o entre patrones y empleados, o entre prusianos orientales y bávaros del sur… Los judíos alemanes eran parte de la nación alemana, como los judíos franceses lo eran de la nación francesa, etcétera. Tenían su lugar en la vida alemana, y en modo alguno constituían una carga para la totalidad.
Para Klemperer, en resumen, la cuestión judía fue una invención de Hitler y sus seguidores, que la crearon en un proceso deliberado de demonización que, en su irracionalidad, se asemejaba al antisemitismo del Medioevo. Esto servía para justificar la ingeniosa política de perseguir a los judíos negándoles los derechos de los demás alemanes. Klemperer anotó con meticulosidad las distintas etapas de este proceso sistemático de privación y prohibición de los más pequeños placeres y ventajas, la negación de comodidades como tener un teléfono, o ir al teatro, o comprar un periódico, o visitar a un peluquero, o comprar flores, o usar una bicicleta con otro fin que no fuera ir al trabajo, o pasear por un parque público, o abordar los famosos barcos de vapor del Elba. En medio de la guerra, como una suerte de ejercicio, Klemperer confeccionó una lista de las 31 regulaciones de esta especie que habían sido impuestas hasta ese momento y comentó que “el pequeño alfiler a veces duele más que el golpe de un bastón”, puesto que recordaba a quien lo padecía que se le consideraba un miembro de una raza inferior que no merecía lo que otros daban por sentado o consideraban un derecho inalienable.
La reacción de los alemanes arios a esta política no era siempre, sin embargo, la que el gobierno esperaba. Los alemanes que paseaban con sus invitados extranjeros por el jardín inglés de Munich podían sentirse avergonzados por los carteles que rezaban “No se admite a judíos”. El estanquero de Klemperer, en ocasiones, deslizaba en su bolsillo los cigarrillos que no tenía derecho a comprar por sí mismo, y los tenderos que conocían la situación de Eva mostraban muchas veces su generosidad ignorando los huecos en su cartilla de racionamiento. Se dice que a Joseph Goebbels le enfureció la reacción a su decreto de que todos los judíos debían portar la Estrella de David, pues parecía inspirar más simpatía que otra cosa.
Por lo que cuenta el propio Klemperer, los únicos sucesos desagradables asociados a esta norma, aparte los insultos habituales de los gamberros de la SA, eran las burlas de los escolares. En contraste con ellos, le sorprendió ver que eran muchos los que insistían en saludarle, como las dos ancianas que cruzaron la calle para estrecharle la mano y decirle cuánto lo sentían, o el trabajador que le dijo: “Eh, colega, ¿conoces a un tal Herrschamann? ¿No? También es judío, portero, como yo. Sólo quería decirte que no te preocupes por lo de la estrella, todos somos seres humanos, y yo conozco tantos judíos que son buena gente…” Tales incidentes no eran siempre consoladores, pues tendían a revelar una profunda incomprensión de la verdadera situación de los judíos; pero Martin Chalmers está desde luego en lo cierto cuando escribe que “es difícil […] reconciliar la evidencia de Quiero dar testimonio hasta el final con el argumento que Daniel Goldhagen plantea en Los verdugos voluntarios de Hitler (Taurus, 1998), donde propone la existencia de un ‘antisemitismo eliminador’ omnipresente común a los cimientos de la Alemania nazi y prenazi”. Esta sencilla explicación totalizadora del asesinato en masa de los judíos perpetrado por los nazis no concuerda con el relato directo de Klemperer de cómo era la vida de un judío en el Tercer Reich. Al contrario, abundan las pruebas de hasta qué punto la propaganda nazi tuvo problemas para convencer a los alemanes ordinarios de que los judíos eran la fuente de todos sus problemas.
La presunta eficiencia de la máquina propagandística de Goebbels queda en entredicho, asimismo, en el tratamiento que hace Klemperer de los años de la guerra, notable por su recreación del cambiante ánimo popular, la proliferación de rumores, y las ideas erróneas de la gente sobre la situación internacional. En este punto Klemperer se muestra fascinado por el lenguaje empleado en los pronunciamientos públicos del régimen, y comienza a reunir el material que empleará más tarde en su libro LTI. Lo que le llamó intensamente la atención era la creciente sofisticación de los alemanes cuando escuchaban o leían comunicados oficiales, y el modo en que empezaron, por así decirlo, a leer entre líneas. Un conocido le comentó a Klemperer que siempre que la palabra heldenhaft (heroico) comenzaba a aparecer en las descripciones de las operaciones militares alemanas, uno podía saber que las cosas iban mal, y que era notable el número de veces que los ejércitos rusos que habían sido “aniquilados” parecían reagruparse para ser “aniquilados” de nuevo en posteriores despachos. Hacia 1942 era evidente que mucha gente había dejado de creer en lo que se le contaba.
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Para la próxima generación de historiadores de la Alemania moderna, los diarios de Klemperer constituirán una lectura obligatoria. Uno no tiene más que leer unas pocas páginas para sentirse impresionado por su autenticidad y por la dedicación, honestidad y energía de su autor, por no hablar del valor que animó su tarea. En julio de 1944, después de un ataque aéreo de los americanos, escribió: “Quiero seguir observando, anotando, estudiando hasta el úLTImo instante. El miedo no sirve de nada, y todo depende del destino. (Pero naturalmente, pese a todas las filosofías, el miedo me asalta de vez en cuando. Como ayer, en el sótano, cuando zumbaban los aviones norteamericanos.)” ~