El futuro ya no es lo que era

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Una de las sensaciones dominantes de nuestro tiempo es que estamos viviendo una era de inmensos cambios –una era disruptiva, por utilizar el lenguaje en boga. Gracias a internet y los teléfonos móviles estamos solucionando a gran velocidad problemas que no sabíamos que teníamos: podemos estar en contacto con nuestros seres queridos –u odiados– todo el tiempo, el trabajo se ha desplazado de la oficina a la palma de nuestra mano y la producción y el consumo ya apenas son actos físicos, sino intercambios de bits. Todo está cambiando, todo va a cambiar, y parecería que a mejor.

En su libro de 2011 The Great Stagnation [La gran recesión], el economista Tyler Cowen, un libertario moderado, según su propia definición, afirmaba que esto es falso. “Comparados con los que vio mi abuela”, dice, todos estos cambios son pequeños, superficiales. En el siglo que comprende el último tercio del siglo XIX y los dos primeros del XX, los ciudadanos de los países desarrollados vieron cómo entraban en su vida los automóviles, el telégrafo, la radio, el agua corriente y la electricidad, los pequeños electrodomésticos, el teléfono y la televisión, al mismo tiempo que el ferrocarril se expandía a gran velocidad y la medicina conseguía avances sin precedentes que permitieron, junto con las mejoras agrícolas y de la industria alimentaria, que la esperanza de vida de la mayoría se expandiera sin igual. Sí, yo también estoy asombrado con lo que puede hacer mi teléfono, pero ¿qué impacto real tiene Spotify en las condiciones de vida frente a todos estos pequeños y concatenados milagros?

El mundo ha crecido –económicamente, demográficamente, democráticamente– de una manera extraordinaria en el transcurso de las vidas de nuestros abuelos y nuestros padres, pero a pesar de nuestro optimismo, es posible que nosotros no conozcamos un crecimiento semejante porque nuestros avances tecnológicos son poco trascendentes comparados con los del pasado. Por decirlo en los términos de Cowen, nos hemos comido toda la fruta madura, la que pende baja en el árbol y podemos alcanzar con facilidad solo alzando el brazo; cualquier mínimo avance será a partir de hoy mucho más complicado, tan difícil como llegar a la fruta que está en las ramas más altas. Para empezar, porque las nuevas tecnologías crean hoy muchísimos menos puestos de trabajo que los que creaban viejas tecnologías como el coche o el ferrocarril; pero también porque algunas grandes conquistas –como que casi la mitad de la población de los países desarrollados vaya a la universidad– no van a seguir reproduciéndose al ritmo al que lo hacían –¿es posible un sesenta, o un setenta, por ciento de población universitaria? ¿El esfuerzo económico necesario para lograrlo daría réditos significativos en términos económicos?–. No es el fin del mundo, pero para Cowen el gran crecimiento experimentado por las últimas generaciones no va a reproducirse para la nuestra, por entusiasmados que estemos con las posibilidades del retuit o el “me gusta”. Quizá el gran desarrollo que vivieron las sociedades desde la Revolución Industrial hasta la crisis del petróleo de los años setenta no fuera la norma, sino una excepción que vamos a añorar durante toda una vida de crecimiento mediocre y avances espectaculares pero básicamente intrascendentes. Así lo sustentan quienes creen que nos adentramos en una era de estancamiento secular [secular stagnation], en la que los países ricos cuya economía ha estado basada en la innovación verán cómo esta ralentiza su velocidad y los países en desarrollo, cuya economía se basa en la toma y adaptación de tecnologías y formas de producción ajenas, les adelantarán, aunque solo sea por un tiempo.

En Average is Over (Se acabó la clase media en la edición en castellano) Cowen va más allá. La tecnología, dice, está haciendo desaparecer muchísimos puestos de trabajo de clase media –del cajero del banco al que ahora no necesitamos porque hacemos las transferencias por internet al agente de viajes al que ya no queremos pagar una comisión porque nos la podemos ahorrar comprando el billete de avión directamente en la página de la compañía–, pero no los está creando a un ritmo comparable en los sectores de mayor valor añadido. Los robots están sustituyendo a la mano de obra humana en las grandes industrias pero, a diferencia del pasado, eso no implica un desplazamiento del empleo, sino su simple desaparición. Una vez más, Cowen no es catastrofista pero, a su modo de ver, la clase media, ese gran fenómeno que los europeos y los estadounidenses conocimos básicamente gracias a los “treinta años gloriosos” posteriores a la Segunda Guerra Mundial, va a ser un cuerpo menguante. No nos esperan necesariamente años de hambruna y caos, pero parece seguro que la clase media va a sufrir y que solo quienes tienen conocimientos muy específicos que no pueden ser desarrollados por máquinas van a conservar su estatus. A un 15 por ciento de la población le puede ir muy bien. El 85 por ciento restante no morirá por falta de calorías, pero seguramente dejará atrás la comodidad de ese gran logro cultural y económico llamado clase media.

Se acabó la clase media es un libro mucho peor que The Great Stagnation: es deslavazado y Cowen se deja llevar en él por asuntos azarosos como el software de los programas de ajedrez, una de sus grandes pasiones. Pero la obra de Cowen, un conservador sensato y uno de los mejores críticos culturales de nuestro tiempo –lleva un blog que es una gran fuente de datos y conocimientos, marginalrevolution.com, y es muy recomendable su raro libro sobre las motivaciones económicas de nuestras elecciones culinarias, An Economist Gets Lunch–, es interesante porque, junto a otros pensadores muy distintos de él, como Evgeny Morozov y Jaron Lanier, se ha propuesto criticar en serio las infundadas esperanzas que hemos depositado, no solo en el plano tecnológico, sino también económico, social y democrático, en internet.

Los dos últimos siglos han estado dominados por una forma de pensamiento, que abarca desde el socialismo hasta el liberalismo conservador, apuntalada en el progreso, en la mejora casi constante: la idea de que el crecimiento económico, basado en la innovación tecnológica y el aumento de las tasas de productividad, es potencialmente ilimitado. Esa forma de ver el mundo, que tiene sus bases en la Revolución Ilustrada y Científica en el plano del conocimiento, en la Revolución Industrial en el plano económico y en la Revolución Francesa y Americana en el plano político, ha sido enormemente útil en los dos últimos siglos y medio, y algunos nos seguimos aferrando a ella; pero también es posible que el mundo inaugurado por esas grandes transformaciones nacidas en el siglo XVIII esté tocando a su fin y lo que nos espere no sea una ardua recuperación más después de otra gran crisis, sino un tiempo nuevo, probablemente peor, cuyas reglas no acabamos de comprender. Esta es la visión de uno de los grandes comentaristas económicos de nuestro tiempo, Martin Wolf, periodista del Financial Times, que en su brillante libro La gran crisis explica hasta qué punto no sabemos qué fuerzas hemos desatado al apostar por la globalización y la liberalización de las economías.

Estemos condenados a una nueva era de crecimiento mediocre y recorte drástico de nuestras expectativas o simplemente nos encontremos cegados por ocho años de agotadora recesión y el futuro pueda seguir siendo brillante, la obra de Cowen es divertida, inteligente y nada dogmática, y él es uno de los pensadores más interesantes de nuestro tiempo.

 

Tyler Cowen

Se acabó la clase media

Antoni Bosch editor, Barcelona, 2014

280 pp.

 

The Great Stagnation

Dutton, Nueva York, 2011

128 pp.

 
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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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