El gran laberinto, de Fernando Savater

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¿El resistente amenazado por ETA, el divulgador de los principios de la oposición al nacionalismo, el prolífico articulista muy para adultos, el teórico de la moral y profesor de ética, el lector de Cioran, el defensor del libre consumo de drogas, metido en el género juvenil? Por qué no. A veces cuesta recordarlo, con todo lo que ha ocurrido en su vida y su obra desde entonces, pero fue Fernando Savater el que en 1983 provocó un notable revuelo en el siempre aburrido medio cultural español con La infancia recuperada, ese ensayo canónico sobre el género aventuresco que es, sobre todo, una reivindicación del placer lector original, ese placer de los primeros años y de los segundos, ingenuo, desprejuiciado y lúdico, que evocan siempre los lectores de Stevenson, de Conan Doyle, de Dumas.
     El gran laberinto es, en efecto, un libro para jóvenes y un libro de aventuras. En el estadio local se desarrolla un partido de futbol nada ortodoxo. Decenas de jugadores que corren a cuatro patas persiguen simultáneamente decenas de balones. Cada vez que un aficionado festeja un gol con un grito, alguna fuerza extraña lo proyecta hacia la cancha, donde desaparece todo su cuerpo salvo su cabeza, que se convierte en un nuevo balón. Lo peor de este espectáculo medio gore es quizá su efecto en el público: de modo inexplicable, nadie se decide a abandonar las tribunas. Nadie, para ser precisos, salvo cuatro niños con cabezas bien amuebladas que no sucumben a la magia lobotomizante de este Coliseo actualizado y se dan a la tarea de rescatar a sus padres, tan cautivados por el espectáculo como el resto de la población. Para ello tendrán que superar una serie de pruebas, hasta ocho, en las cuales toparán con una variada galería de personajes, reales o literarios, de esos que, con alguna excepción, conforman el mapa emocional del lector puro, duro y prematuro: el Golem, el monstruo de Frankenstein, el Quijote, Shanti Andía, Oscar Wilde, Otelo, Shylock y Leonardo o, entre los menos habituales pero también entre los más significativos, Jan Patocka, aquel checo discípulo de Husserl que luchó contra la dictadura comunista hasta que la policía lo torturó a muerte en alguna celda.
     Y es que en este libro el Savater de siempre es reconocible en sus homenajes y aficiones literarias, pero también, no menos evidentemente, en su vocación libertaria y pedagógica. Aunque en general sortea la obviedad concientizadora —algún desbarrancamiento se descubre por ahí, cosa seguramente inevitable cuando se escribe para menores—, El gran laberinto abunda en reflexiones y parábolas sobre los totalitarismos, sobre la manipulación de las masas —la hipnosis colectiva del estadio es un ejemplo más que claro— o sobre la oligofrenia y la vileza inherentes a todo nacionalismo. Estamos ante el exitoso Savater de Ética para Amador y Política para Amador, ante la figura cabalmente liberal que supo convertir una suerte de carta a su hijo en una vasta y compleja pero nítida lección de pensamiento democrático y decencia cívica. En otras palabras, ante el conocido lector de Cervantes que Savater también es, y que en estas páginas apela al Quijote, primerísima encarnación del espíritu libertario español, para transmitir el mensaje central del libro —nada hay de peyorativo en el término— con una cita que no resultará sorprendente a los lectores referidos. Ya se sabe: “Pues la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…”
     Aunque la trama propiamente aventuresca no desmerece, lo mejor de este libro se produce mientras el autor se mantiene en el registro de la, llamémosla así, pedagogía ciudadana. Tan lejos del conservadurismo ortodoxo que siempre ha combatido como de su versión posmoderna más hipocritona, la “corrección política”, Savater se atreve lo mismo a desmitificar a los emblemas de la izquierda, con el Che a la cabeza, que a tocar sin atisbos de drama ni censura el tema de la homosexualidad entre los niños. Ocurre que si el mensaje de El gran laberinto se condensa en el párrafo del Quijote, su espíritu parece encontrarse en la herencia del pensamiento ilustrado, del que Savater ha sido siempre un admirador confeso, aunque crítico. No se trata sólo de la presencia de D’Alembert y Diderot en una de las historias, como aliados de los protagonistas. Se revela a lo largo de este libro una clara voluntad, en definitiva filoilustrada, de enfrentar con valentía todos los temas, sobre la idea también muy savateriana de que no todas las ideas son respetables, pero todas merecen ser discutidas.
     Hay en El gran laberinto, en suma, una huella profunda de Voltaire, otro perseguido, otro filósofo que supo echar mano del cuento y la fábula para comunicar principios morales o políticos, otro emblema de la incorrección política pero a la vez de la tolerancia y, sobre todo, otro tema recurrente de Savater, que ha escrito en abundancia sobre él. Ahí están el prólogo a las Cartas filosóficas o su novela epistolar El jardín de las dudas.
     Libro que ofrece varios planos de lectura, a ratos verdaderamente sofisticado, ambicioso, muy savateriano y, sobre todo, valiente en sus apuestas, El gran laberinto merece incluso que pasemos por alto la diatriba contra el futbol que le da inicio. –

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(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).


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