El libro de las preguntas, de Edmond Jabès

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Edmond Jabès (El Cairo, 1912-París, 1991) sigue siendo un autor minoritario, pese a que últimamente se hayan publicado en español la mayoría de sus libros y se multipliquen las interpretaciones sobre su singular obra. Todos los textos de Jabès podrían considerarse como un mismo e inacabado libro: “Signo en la infinita huella del signo”. Un ejemplo de ello es El libro de las preguntas, donde se reúnen, como si pertenecieran a una unidad temática, textos diversos y escritos durante una década: El libro de las preguntas (1963), El libro de Yukel (1964), El retorno del libro (1965), Yael (1967), Elya (1969), Aely (1972) y El, o el último libro (1973). Siete libros como los brazos del Menorah judío.

El libro de las preguntas –sin duda el núcleo central del empeño narrativo de Jabès– es una obra fuera de lo común, un hito literario sin parangón que se presta más a la exégesis que al culto. Aquellos que han intentado descifrar esta obra coinciden en su difícil clasificación: contiene una vertebral trama de ficción (las historias trágicas de Sara, Yukel, Yael, Elya, Aely), vivencias personales, poesías, reflexiones teológicas cercanas a la mística, preceptivas sobre la escritura, aforismos filosóficos… Todo ello expresado en un discurso fragmentario y discontinuo; repetitivo en ocasiones (como la salmodia de una oración) y contradictorio en otras (“Si hay una coherencia en mis libros, sólo es debida a la continuidad de mis contradicciones”); con ensimismados monólogos y diálogos intermitentes (“En el diálogo que pretendo, está abolida la respuesta; pero, a veces, la pregunta es el fulgor de la respuesta”); repleto de frases fulgurantes o proposiciones de ardua comprensión. El propio autor duda de que su obra –sin filiaciones ni discípulos– pertenezca a la literatura, pues dice que sus libros se excluyen como tales: “Mis libros no son, de hecho, más que lugares de paso” (entrevista con Marcel Cohen, Del desierto al libro, Trotta). ¿Jabès entiende la escritura como un rito de passage?

Toda interrogación supone una búsqueda, un medio de conocimiento, una afirmación del sujeto. Las palabras son el principal vehículo de ese viaje hacia el saber. Y así, a través de la escritura, Jabès perfila los contornos, límites, puntos ciegos, potencias y derivas de la existencia, sin embargo: “Aceptar la vida es proponer una explicación de la existencia; pero ¿cuál adoptar? Todas se contradicen”. Ciertamente, las obsesivas preguntas que plantea Jabès no suelen obtener, como el deseo, satisfacción definitiva. A lo sumo la contestación que se vislumbra resulta ambigua o deviene otra inquisición: “La pregunta de este libro es libro de ultrapregunta: el puñal clavado en el hueso”. Más que interpelaciones constituyen merodeos alrededor de un arcano inaccesible: el vacío o la Ausencia prístina que Jabès llama unas veces Dios y otras Libro y que implica, también, al sentido de la vida.

Las citas sobre Yahvé y el pueblo hebreo (desde la diáspora al Holocausto) son notorias en la configuración de El libro de las preguntas. Sin embargo, no constituye una obra específica de estudios judaicos, pues su prima ratio tiene por objeto elucidar las emociones, sentimientos y contextos (soledad, aflicción, extrañeza, horror, sufrimiento, amor, memoria, muerte…) que conmueven al ser humano. La influencia recibida a este respecto de otros intelectuales coetáneos suyos (Jacob, Caillois, Bataille, Lévinas, Char, Blanchot, Bounoure…), Jabès la asimila en su escritura de tal manera que esas fuentes suelen ser indiscernibles. Pero si bien sus reflexiones son, en rigor, más laicas que religiosas, ello no es óbice para que Jabès, que se declaraba ateo, utilice un estilo narrativo muy parecido a la escritura talmúdica o al de la Cábala. No se trata de una parodia, sino un tributo a la tradición religiosa de sus ancestros de la que admiraba más su lógica de pensar e inventar que sus dogmas. La confusión de géneros en El libro de las preguntas sigue las pautas de la melitzá, un tipo añejo de escritura hebraica donde se mezcla la prosa libre con la cadenciosa, las fórmulas cortas con las disquisiciones espesas y los versos entrelazados con otros sueltos a modo de adagios. Asimismo, la forma de enunciar las sentencias de los falsos rabinos –de los que se vale Jabès para emitir sus propios pronunciamientos– recuerda a la tradición hasídica. Las numerosas menciones al valor simbólico de las letras provienen de la Cábala. Las alusiones de Jabès sobre que “El escritor se borra ante la obra y la obra es deudora del lector” posiblemente se basen más en el Zohar de Moisés de León (quien postulaba –al igual que Ibn Arabí en su Wahdat al-Wuchud– que el Libro y las propias letras son, a un tiempo, la creación y el Autor de la creación) que en las conocidas tesis de Blanchot. Cabe aquí un apunte más sobre la ambigua y paradójica escritura de Jabès:
cuando vincula su suerte con la de los judíos, no es tanto por lealtad a la estirpe, sino para reafirmar su particular sentimiento de extraterritorialidad y
su identificación con el Otro estigmatizado y diferente.

Qué difícil resulta tratar sobre Jabès después de haberle leído. El poder de sus palabras –sugestivas, precisas, casi taumaturgas– es tan contaminante que cuando queremos dilucidar cualquiera de sus libros mimetizamos tono y maneras. El acendrado estilo de Jabès deslumbra de inmediato, aunque se le pueda reprochar el reiterado uso de quiasmos, oxímorones, anáforas, paradojas o metáforas. Sin ser su finalidad, la diversidad formal de los textos y las palabras apuradas en su semántica, en ocasiones, alcanzan el límite de la lexicalidad. Jabès siembra sus palabras en la tierra yerma que supone el blanco del Libro; luego las riega con silencios y estupefacción, angustia y desarraigo, arrobos y gritos… ¿Qué crece después en ese terreno condenado –por la Nada que acecha– a ser sempiterno baldío?: el deseo y el don; el milagro y la derrota; la incertidumbre y la esperanza; el vagar y el extravío; una renovada cosecha de sed de conocimiento y de preguntas sin respuestas.

La brillantez de los primeros textos que componen El libro de las preguntas, el fulgor inteligente de sus enunciados, mengua en la última parte. Da la sensación de que Jabès acaba desbordado por su proyecto. En los postreros capítulos, la repetición y el fárrago hacen fatigosa la lectura. Es como si las palabras –lo que se dice y sus significados– se apelmazasen por extenuación. Aunque, como el propio autor propugna, no podía ser de otro modo: las palabras se derraman igual que la sangre de una herida hasta dejar exangüe el cuerpo que las piensa y expresa. Empero, ese final en apariencia desvaído no empaña la inteligencia que recorre los textos –cantos de dolor y ebriedad poética– ni el placer que, en su conjunto, suscita la sonoridad de sus palabras. ~

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