El miedo. Poemas escogidos 1976-1997, de Al Berto

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Fernando Pessoa (y sus heterónimos: Álvaro Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis) sentó las bases, en el primer tercio del pasado siglo, para la modernización de la poesía portuguesa. Su obra, ajena a cualquier moda o tendencia, quiso ser una summa poética. Esa vía de renovación –que buscaba la totalidad en la polifonía– no tuvo continuidad, pues los poetas lusos posteriores (Ruy Belo, Césariny, O’Neill, Eugenio de Andrade, Antonio Ramos Rosa, Fiama Hasse Pais Brandao, Luiza Neto Jorge, Gastao Cruz, Herberto Helder…) intentaron vivificar la poesía al amparo de distintos movimientos: neorrealismo, surrealismo, psicologismo, concretismo, irracionalismo visionario… La dispersión se vio agravada por la fiebre experimental de los años sesenta, que violentó formas, prescindió del sujeto e hizo malabarismos con los significados. Como réplica a estos excesos, en los años setenta, libres ya de las constricciones morales y políticas del salazarismo, un grueso de poetas portugueses (Eduardo Paz Barroso, Vasco Graça Moura, Nuno Judice, Joao Miguel Fernández, Fátima Maldonado, Antonio Franco Alexandre…) recuperan el sujeto y dotan al poema de un inequívoco sentido al versar sobre diversas experiencias cotidianas. A dicha generación pertenece Al Berto.

Una vida intensa se puede resumir en pocas líneas: Alberto Raposo Pidwell Tavares nació en 1948 en Coimbra, su familia –de origen británico– pertenecía a la alta burguesía conservadora, estudió artes plásticas, abandonó Portugal en 1967 para viajar por Bélgica, Francia y España, y en ese autoexilio tuvo vivencias extremas frecuentando ambientes marginales y dando rienda suelta a su homosexualidad; regresó a su país después de la Revolución de los Claveles, a partir de 1977 se editarán sus poemarios (A procura do Vento num Jardim d’Agosto, Meu Fruto de Morder, Todas as Horas, Trabalhos do Olhar, O Ultimo Habitante, Filmagens, Sete dos Oficios, Roulottes da noite de Lisboa, Salsugem, A Secreta Vida das Imagens, A Seguir o Deserto, Uma Existência de Papel, Finita Melancolia, Horto de Incêndio…), y murió de linfoma en Sines en 1997. Un año después, la editorial Assíro & Alvim publicará con el título O Medo la casi totalidad de su obra, pues no incluye los libros Lunário (1988) y O Anjo Mudo (1993). Estos datos, que acotan superficialmente el curso vital del poeta, apenas dicen nada de su calado humano, de su ansia por vivir sin restricciones morales o sociales (“es siempre una mentira existir/ fuera de aquello que está en el fondo de mí”), de sus quebrantos emocionales y físicos, del vértigo de algunas de sus experiencias o del desasosiego lúcido con que afrontó sus postreros años de vida. Todo esos aspectos se manifiestan en sus poemas.

En los primeros poemarios de Al Berto –fruto de sus recientes vivencias o quizá como mimesis de Genet, Burroughs, Pasolini o Fassbinder– ensalza la sordidez de determinadas conductas consideradas perversas y, a modo de propósito o emblema, dirá al respecto: “sólo la sangre, el moco, el sudor, tienen verdadera/ dignidad de tinta”. Esta declaración de principios, más provocativa y circunstancial que fin en sí misma, se atenuará, hasta casi desaparecer, conforme el poeta madura en años y estilo. Tal trayectoria se percibe con claridad en la presente antología (que, dicho sea de paso, sabe a poco), aunque en ella se obvien los poemas más procaces y obscenos de esa primera época.

La escritura supone para Al Berto (que se toma la licencia de no escribir jamás nada en mayúsculas) una forma de testimonio y reflexión; una suerte de confesión en voz baja de sus intimidades, derrotas, miedos y presagios (“esta piel-memoria exhalando no sé qué desastre”). A través de la escritura (“primera morada del silencio” desde donde “mejor engaño a la muerte” ) se siente vivo y evoca con melancolía su errático pasado en el que “la vida cinceló el precario cuerpo/ en la luz afilada de un vestigio de tinta”. El cuerpo (segunda morada que, según dice el poeta, se mueve “detrás de las palabras”) es materia de experiencia o, cuando falta, motivo de añoranza. Al Berto también necesitaba escribir para instaurar una realidad paralela y benigna que burlase al tiempo y así demorar la muerte presentida: “yo sé que si consigo escribir/ un verso todas las noches aunque sólo sea un verso/ será suficiente para aplazar el blanco infinito de la muerte”. Si tuviéramos que realizar una genética de la obra de Al Berto respecto a la tradición poética portuguesa, me atrevería a decir que en sus poemas, sin menoscabar su singularidad, hay ecos del simbolismo de Camilo Pessanha, del neorrealismo de Cesáreo Verde, de la filosofía libertaria de Alberto Caeiro, de la sed amorosa de Florbela Espanca y del surrealismo de Mario Césariny.

Conforme avanzaba la enfermedad que le consumía, en sus poemas se reflejan sentimientos de soledad, duda, amargura y desconsuelo: “¿qué se yo sobre tempestades de la sangre? […] los días son pequeñas manchas de color sin nadie […] y nada más se mueve en el centrifugado/ de los segundos- todo nos falta/ ni la vida ni lo que de ella queda nos consuela/ la ausencia brilla en la aurora de las mañanas”. Quiere huir de la realidad –de ahí que en sus versos abunden imágenes irracionales u oníricas– mediante el sueño (“necesito el sueño y la pesadilla/ la proximidad vertiginosa de los espejos y/ pernoctar en el fondo de mí con las manos sucias”) o los recuerdos felices (“otros cuerpos de lodo y sal atraviesan el silencio/ de esta morada erigida en la precaria saliva del/ crepúsculo)”. Con frecuencia alude al mar y, en especial, a su límite deleznable o salsugem: lodo y sal, arkhé (barro primigenio) del que toda vida proviene; metáfora del territorio vital en el que el poeta quiso habitar. Sus postreros poemas llegan incluso a ser testamentales: “recomienzo la huida, la última, y en ella he de morir con los/ ojos abiertos, pendiente del mínimo rumor, del más pequeño/ gesto –pendiente de la metamorfosis del cuerpo que siempre/ rechazó el aburrimiento”. Quiero creer que así fueron sus últimos momentos. ~

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