Ejemplaridad pública, de Javier Gomá

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En palabras de Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965), su nuevo libro Ejemplaridad pública se propone, entre otras cosas, una “reforma de la vulgaridad”. Suena pretencioso e ingenuo. Pero él mismo reconoce que quien sostenga que semejante propósito peca de ingenuidad no irá desencaminado; y es que Gomá asegura hacer de la “ingenuidad” su método filosófico. Excepto Sócrates, pocos filósofos posteriores se atrevieron a tal; y los actuales todavía menos; filosofías de “la sospecha”, posmodernistas o deconstructivistas siempre se pensaron ajenas a semejante osadez: “¡Adiós a la ingenuidad!” podría ser su lema. Mas el lector atento intuirá al poco de comenzar la lectura de este libro que semejante “ingenuidad” entraña un quehacer muy serio: Gomá vierte una mirada amplia y desprejuiciada sobre el mundo y la realidad desde varios frentes, nada ingenuos, que domina con rigor, y en los que se siente a sus anchas: la historia occidental del pensamiento político-filosófico, la historia de la literatura, el gusto estético universal y el sentido común del que hace gala un hombre cabal.

Doctor en filosofía, además de filólogo y jurista, Gomá no es un filósofo académico al uso, sino un pensador autónomo y un brillante ensayista de verbo claro y estilo refinado –a veces, hasta algo áulico–, consciente de saberse heredero de esa manera, de raigambre orteguiana, elegante y precisa de decir las cosas tan ajena a los circunloquios y jergas de las que tan amigos son otros filósofos; de ahí que Ejemplaridad pública sea de grata lectura, y no por ello menos exigente. Con un discurso bien trabado y fluido, Gomá sintetiza las ideas ajenas para luego conducirnos con mano maestra hacia las propias. Este nuevo ensayo es la tercera entrega de una tetralogía de la que forman parte dos títulos precedentes: Experiencia y sistema (Premio Nacional de Ensayo en 2004) y Aquiles en el gineceo (Pre-Textos 2007); junto a una entrega final que aparecerá más adelante, dedicada a la esperanza (la religión), conforman un proyecto filosófico propio cifrado en la experiencia de la vida, la madurez personal, la aceptación de la finitud humana y el hecho pragmático de la participación responsable del buen ciudadano en la sociedad, algunas de las bases del filosofar de Javier Gomá. Si bien, Ejemplaridad pública, al igual que cada uno de los volúmenes mencionados, posee entidad propia y cualquiera puede leerlo sin conocer las dos obras anteriores.

Gomá comienza su ensayo estableciendo unos principios básicos: “igualdad” y “libertad” constituyen los pilares básicos de nuestras sociedades democráticas de Occidente. No hay vuelta atrás; es impensable que en nuestro mundo actual triunfen políticas de corte retrógrado o fascista. El hombre y la mujer occidentales nacen y crecen demócratas e igualitarios. La aristocracia y demás elites poderosas pasaron a la Historia o se han transformado de forma radical. El nihilismo, “una conquista de Occidente” que proclamó la “muerte de Dios” y que aún pugna por extinguir la idea de trascendencia, nos dejó un “sobrino” –dice Gomá con gracia– que es la “finitud”. De modo que nos encontramos en un mundo en el que igualdad y finitud triunfan por doquier (hablando siempre de sociedades “abiertas”, claro está). Semejante binomio posibilitó la prevalencia de las masas, las cuales quieren tener siempre razón e imponer sus gustos; pero, cuidado, masa es igual a vulgaridad; aunque “vulgaridad” para Gomá posee un sentido positivo antes que peyorativo: es el signo evidente de que el vulgo, que lo domina todo, es libre, igualitario y nivelador; en suma, vulgar.

Constatada esta realidad, el autor se pregunta si la innegable y reinante vulgaridad ha de asociarse siempre al mal gusto o a la falta de guías sólidos y ejemplares, a la ausencia de un “destino” y de un aprecio por la tradición. Será lo propio de la masa la constante novedad, el perpetuo infantilismo autocomplaciente, la subjetiva inmersión en un estadio estético sin compromiso con una ética cívica y una trascendencia existencial. ¿Debe ser la vulgaridad el reino del yo arbitrario que establece como “bueno” o “bello” cualquier acción, cualquier “manifestación artística” sólo porque sea el producto de una sacrosanta y “creativa” voluntad individual? ¿Vale lo mismo una tragedia de Shakespeare que un episodio de los Simpson? ¿Es equiparable un quinteto de Brahms a una ramplona canción de un grupo pop de moda? Pues no. Y, en otro plano, ¿será lo mismo que nos gobierne una clase política corrupta que unos gobernantes ejemplares? Gomá plantea o insinúa preguntas parecidas y aporta algunas soluciones; entre ellas, una llamada de atención para que volvamos a reparar en conceptos y vivencias universales, tales como presupuestos del gusto y de la ética, principios de valor y de virtud. Existió y existe una tradición del gusto estético, lo mismo que otra de la verdad y de las buenas costumbres, y todas ellas tienen aún mucho que enseñar (nunca “imponer”) en nuestro mundo igualitario y dominado por la vulgaridad, tanto que recuperándolas sería factible una “reforma de la vulgaridad”.

En el somero aunque riguroso repaso que Gomá realiza de conceptos y de tradiciones resulta estimulante el diálogo que mantiene con pensadores de la talla de Tocqueville, Max Weber, Ortega y Gasset, Isaiah Berlin o Hannah Arendt; igual que el recuerdo de los grandes autores de la Antigüedad: Platón, Aristóteles o Cicerón entre otros. Estos últimos fraguaron los ideales políticos que con el tiempo fueron transformándose y desvirtuándose y que los pensadores más actuales nunca dejaron de repensar. Gomá se sitúa a la cabeza de esta misma línea al reflexionar sobre conceptos como el de “virtud” y preguntarse qué supuso antiguamente y en qué ha quedado hoy dicho ideal, o el de “tradición”: ¿qué es “tradición” en la actualidad? La masa, la vulgaridad imperante en el mundo contemporáneo, ¿posee tradición? ¿Son conscientes de ser herederos de algo? En su olvido del pasado, lo “nuevo” y “novedoso”, que atrapan al cúmulo de ciudadanos satisfechos con sus egos, ¿serán capaces de dar sentido a esas vidas?

Del análisis de tales conceptos y sus acepciones universales, Gomá pasa a preguntarse –en la última parte del libro– si la sociedad en general y, en particular, en su vertiente política, refleja y publicita ideales que enaltecen a los ciudadanos, que los distinguen de la masa a la que pertenecen, y si éstos son capaces de participar en las cuestiones de la polis activamente en tanto que ciudadanos libres, comprometidos consigo mismos y con sus semejantes; si son personas maduras, padres y madres consecuentes y trabajadores honrados, “humanos” en el sentido de Montaigne (“las vidas más hermosas son las que se sitúan en el modelo común y humano, sin milagro ni extravagancia”), aureolados con esa grandeza que también Proust les reconoce en su magnífica obra, que busca erigir en su mismo centro a ese “gigante que es el hombre”. En síntesis, ¿son nuestras acciones y las de quienes nos gobiernan reflejo de la verdadera grandeza de ese ser y sabernos humanos?

Gomá añora una sociedad de hombres y mujeres libres y “normales”, buenos y honrados, inteligentes en su saber vivir cotidiano; de seres “adultos” y comprometidos en su eticidad, conscientes de su finitud y no por ello menos activos ni menos morales. Y si la democracia occidental supiera usar una paideaia renovada (no coercitiva, ni retrógrada, pero sí retornando al sentido clásico de la areté y del kalós kaì agazós) serviría para educar auténticos ciudadanos y personas de bien. Debería ser una paideia que contara con el igualitarismo dominante y la vulgaridad esencial en la que estamos inmersos pero que no temiera su reforma. Y aquí es donde entra en juego la teoría de la ejemplaridad y la excelencia por la que aboga Gomá al término de su libro. “Cada hombre es un ejemplo”, escribe; y hay ejemplos positivos y otros negativos, y también hay, más allá del mero ejemplo, “vidas ejemplares”. He aquí la parte más novedosa del ensayo y aquí es donde podrá tacharse a Gomá de ingenuo o de idealista, pues sostiene que el buen ejemplo hará mejores a los seres humanos que lo observan. “Sé ejemplar”, “sé excelente”, “que tu vida sirva de guía a los demás”… Parecen máximas pasadas de moda y, sin embargo, deberían presidir vallas publicitarias en una sociedad en la que de verdad importase algo la ética y no se quedara en palabras huecas o en soflamas demagógicas. Gomá insta a la clase política, a los funcionarios del Estado y hasta a la monarquía a que sean ejemplares y a que muestren en público maneras de ser “excelentes”. Lo mismo que Sócrates y Spinoza, y al igual que toda la tradición antigua del conocimiento que afirmaba que uno es mejor cuanto más nivel de sabiduría alcanza, también Gomá reitera que el buen ejemplo estimula el conocimiento de lo mejor, y que, en definitiva, lo bueno y lo mejor proporcionan más alegría que lo malo. De modo que si nuestras vidas estuvieran auspiciadas por los buenos ejemplos, nuestro vivir y actuar cotidianos serían más fáciles, eficaces, felices y llevaderos. ¿Es ingenuo Gomá? ¿Lo fue Sócrates al proclamar que el conocimiento de la bondad tornaría buenos a los hombres que la desconocían? ¿De verdad el buen ejemplo animará a seguirlo a cuantos lo observan? Preferimos creer que sí. ~

 

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(Cáceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba, 2005). Este año se publicó su traducción


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