El misterio de los tigres, de Pablo Soler Frost

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Son tantos los caminos que llegan hasta Pablo Soler Frost, y tantos más los que salen desde su prosa para llevarnos en sinuosas aventuras y deslaves imaginarios, que no resulta extraño que El misterio de los tigres contenga la clave que resuelve en parte aquel enigma que nos dejó en “Un cuento de alta montaña” (El Sitio de Bagdad y otras aventuras del Doctor Greene, seguido de Lagartos terribles, Ediciones Heliópolis, 1994), cuando el famoso Doctor Greene desapareció en el corazón del Popocatépetl, tras abrirse literalmente una grieta en la piedra, ante los ojos azorados de nuestro narrador.
     De las historias de templarios de Lawrence Durrell hasta las odiseas botánicas de Gerald, de los Durrell a Melville y de ahí a Reyes, de Ibargüengoitia a Fuentes y desde Borges hasta Borges, Soler Frost se antoja como una esponja que absorbe sin descanso toda la pulpa literaria que lo rodea, para después destilar y ofrecernos un concentrado de riqueza y contundencia naturalista.
     Hay en su literatura un gran dominio de los tiempos del texto, como si su mano fuera en realidad esa otra mano detrás de sí, que lo llevara en esta suerte de cruce frente al efecto óptico, como el ilusionista que, a fuerza de creer en su montaje, acaba por sentirse sólo un instrumento en manos de una voluntad ajena y superior.
     El ejemplar que tengo, además, ha llegado con un faltante de ocho páginas, y aunque al final esta carencia no ha significado la pérdida de la respuesta final, encierra otro misterio que envuelve la escritura de Soler Frost, esa capacidad para mantenernos siempre involucrados; es Conan Doyle pero también nos trae las mejores estocadas de Thomas de Quincey, en un vaivén que juega entre el desarrollo de la trama y lo que se deja entrever como una herencia de la novela por entregas, el suspense que recuerda a la historia de Pao Cheng, de Salvador Elizondo, del escritor que describe “en tiempo real” la escena en la cual alguien sueña que alguien lo sueña.
     Soler Frost, en el pensamiento de Pao Cheng, nos muestra de la manera más sutil posible esta obsesión por el cuidado de la escena y por las ineludibles consecuencias que trae consigo cada acto de creación. Pareciera un Director de Arte que organiza los elementos y los espacios de tal suerte que, cuando éstos cobren vida por efecto de algún suceso increíble, la acción se dará por sí sola, merced a esta adecuada organización de los más mínimos detalles. El faltante de páginas, en este montaje elaborado con cuidado de relojería, se antoja como un elemento más, deliberado, en aras de construir el cuadro completo que, por demás está decirlo, rinde homenaje siempre al Doctor Greene, quien a fuerza de tinta y de historias acumuladas se erige hoy como un brujo que opera desde algún lugar en el Valle de Tepoztlán, en la permanente búsqueda de la grieta entre los mundos.
     Soler Frost logra provocar, como pocos autores, esta necesidad de la que hablaba Juan Villoro al referise a Mutis, y a la obsesión del colombiano a su vez por Joseph Conrad: la necesidad de guardar en una caja fuerte sus libros y no agotarlos, pues al agotarlos podríamos acabar con nosotros mismos. “Comprendió, en ese momento —dice Elizondo en su cuento chino—, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.” ~

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