Los funerales de Castro, de Vicente Botín

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Los corresponsales extranjeros en Cuba se enfrentan a un dilema: decir toda la verdad y exponerse a la expulsión (sobran los ejemplos) o la censura (toda señal pasa por el aro del centro técnico cubano antes de ser transmitida), o decir toda la verdad posible y seguir informando al mundo de al menos algo de lo que sí pasa en Cuba (el eterno dilema weberiano entre “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”). Vicente Botín, periodista de larga trayectoria en el medio audiovisual, no tiene falsos remilgos al confesar que optó por esta segunda opción en los tres años en que fue el corresponsal de Televisión Española en la isla, entre enero de 2005 y octubre de 2008. Pero Botín tenía un plan, que logró mantener en secreto pese al cerco al que son sometidos los periodistas extranjeros por los servicios de espionaje: escribir un libro sobre su experiencia. El resultado es Los funerales de Castro: una necesaria catarsis vital y una “venganza” periodística de primera magnitud.

Armado exclusivamente con una computadora portátil encriptada, de la que nunca se separó, Botín fue documentando, con método de entomólogo, la realidad cubana, ferozmente ajena a la esgrima intelectual con que se le discute en los mullidos sillones de los cafés de Occidente. Porque una cosa es suponer delante de un café latte desnatado que en Cuba hay, o no, problemas de vivienda, y otra vivir en una buhardilla hedionda que mañana puede ser otra ruina y aún así sentirse afortunado ya que sólo se tiene que compartir con 1,001 tigres. Ex suegros incluidos.

Salvo algunos incisos del primer capítulo, un somero y algo fallido repaso histórico, el resto del libro es un valioso aporte para entender la realidad de Cuba a ras de calle. No el carisma del líder eterno en los impolutos salones del Palacio de la Revolución, que ha cautivado con sus habanos autógrafos a miles de incautos, sino las colas infernales de los puntos de reparto de la mala, escasa y repetitiva comida, previa y obligatoria cartilla de racionamiento. No los Mercedes negros de la nomenclatura, sino las guaguas antediluvianas. No la aurora de la “revolución permanente”, sino el hastío cotidiano. No Numancia: Cartago.

Los funerales de Castro es un reportaje inapelable sobre lo que el gobierno de Castro ha significado, en concreto, para más de once millones de personas, todos los días, por medio siglo, y cuyo abecé podría ser este: abusos, burlas y carencias. Abusos de poder en todos los órdenes de la vida: el Estado es el único “patrón”, incluso en los empleos que pagan inversores extranjeros, prohíbe el derecho a huelga y comete tal cantidad de atropellos laborales que de nada sirve poner en remojo las ínclitas barbas del mismísimo Marx; el Estado es el único órgano de información y vigila al milímetro lo que se edita, publica, dice y hace en los medios; el Estado es el único proveedor de bienes y servicios; el Estado, pues, como el Gran Hermano orwelliano, si la metáfora aún resiste al desgaste de los reality shows. Burlas porque todos participan del mismo juego de sombras bifronte: por un lado, cumplir la ortodoxia para no tener problemas, y, por el otro, salir a la calle a resolver, es decir “a robar para poder sobrevivir”; una telaraña de mentiras vulnera el discurso oficial: el mismo que marcha con fervor en la tribuna antiimperialista ofrece al turista puros sustraídos de la fábrica de Partagás en que trabaja su cuñada. Y carencias no sólo en todos los órdenes obvios sino incluso en los que se han usado como lemas de propaganda de la revolución: Botín documenta cómo son en realidad los servicios de salud cubanos, tras la salida volungatoria de miles de médicos cubanos a misiones internacionalistas, y cómo es el sistema de adoctrinamiento de la educación socialista y su leitmotiv: “seremos pioneros como el Che”.

Pero, a pesar de la amarga experiencia profesional, Botín está fascinado con el pueblo cubano, su humor fácil, su genio musical, su belleza, su fuerza para sobrellevar la peste bíblica del castrismo, y esa gracia caribeña recorre el libro entero: apodos, chistes, chanzas, dobles sentidos que recuerdan el agrio humor berlinés en las vísperas de la liberación. Además, todos los datos y asertos del libro, que son legión, están armónicamente contrapunteados con fragmentos de versos y letras del cancionero popular que embonan casi siempre bien con el hilo de los argumentos y que son un oasis de ligereza en mitad del erial cubano.

Los funerales de Castro es un libro útil para entender los grupos de poder en la isla y la división entre los hermanos Castro: un Fidel irredento que jura que el barco de concreto flota y un Raúl pragmático que sueña con convertir a Cuba en Vietnam y garantizar así, por interpósita persona, la perpetuación del sistema tras sus sendas “salidas biológicas” del escenario. Y es también una clase magistral de cómo un periodista puede leer entre líneas la prensa y los informes oficiales para decodificar denuncias y reclamos, pugnas y purgas entre la clase dirigente, siempre que Fidel esté a salvo de todo “error” e “inercia” y ya haya anunciado las soluciones, eso sí, inapelables, del caso.

Tres cosas clave de Cuba puede descubrir el lector de este libro: qué es vivir en una sociedad donde el mercado ha sido abolido por decreto, qué es vivir en una sociedad sin ninguna libertad y qué es vivir en una sociedad carlschmittiana donde impera la dialéctica del amigo-enemigo. Por eso el único discurso que le queda al régimen es culpar al “Imperio”: “somos una sociedad en guerra”, “todos los que nos critican trabajan para la CIA” (o le siguen ingenuamente el juego), “el bloqueo es culpable de nuestros problemas”.

Sin los vuelos literarios de Persona non grata, de Jorge Edwards, ni el dolor a flor de piel de Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, ni el humor desencantado de Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto, por citar a bote pronto tres imprescindibles sobre la realidad cubana, Los funerales de Castro es un eslabón importante de esa biblioteca. Ante Cuba, los parámetros con los que medimos si una sociedad es justa o injusta, próspera o pobre, libre o subyugada, están fuera de escala. Este libro es un instrumento útil para entender la magnitud del horror. “¡El horror! ¡El horror!”, Kurtz dixit.

P.D. No hay peor ceguera que la voluntaria.

 

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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