“El museo en sí”, de Guy Davenport

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Un caballero nada convencional
Guy Davenport, El museo en sí, selección, traducción, prólogo y notas de Gabriel Bernal Granados, Aldus, México, 1999, 247 pp.

Cuando Guy Davenport habla de los elementos que constituyen su ficción, recuerda en gran medida al Edgar Allan Poe de las notas sobre la composición, hechas para esclarecer presuntas oscuridades formales en la construcción de El cuervo. La metodología que usa para sí mismo no es muy distinta a la que ha usado, con gran intención y eficacia, para hablar de Joyce, de Proust, de Pound y de otros autores que definieron el paisaje cultural del siglo XX; sin embargo, en su caso no resulta muy esclarecedora, más bien —al igual que las notas sobre composición de Poe y el Cómo escribí algunos libros míos de Raymond Roussel— da una pauta de motivaciones que llevan al lector a suponer otras filiaciones en el armado de los mecanismos. No es mucho lo que se puede ver de uno mismo cuando es el propio ojo el que mira a través del objetivo: la mano, una rodilla, el talón; pero podemos dar información muy detallada de tales parcialidades, las cuales delatan obsesiones y manierismos, aunque también, en su acto reflejo, revelan los criterios de verdad que definen la relación que se tiene con el mundo y sus posibilidades de significado.
     Davenport, como otros insignes caballeros del sur de Estados Unidos (es oriundo de Carolina del Sur, y radica en Kentucky), resulta poco convencional. Figura de excepción dentro del paisaje literario contemporáneo, es un lúcido mediador entre los protagonistas del siglo y las prolongaciones que han dejado de sí en el horizonte histórico y humano. No sólo porque fue su testigo presencial (dotado con una gran sensibilidad para hacer el cuadro justo de los acontecimientos), sino sobre todo porque sus apreciaciones y perspectivas tienen mucho de esa extranjería doméstica que ejercían modernos como Pound y Eliot.
     Después de Cortázar, es Davenport quien rescata la figura de Edgar Allan Poe de su reclusión en lo fantástico, en la tentación de leerlo desde el modo en que fue descubierto por los simbolistas franceses, elemento clave en la definición de la idea moderna de literatura. Y es que en Davenport confluye lo mejor de dos mundos: hay una vocación por el descubrimiento y riesgo, de saber ver y saber dar luz a los misterios de lo posible; pero no se ciega al respecto de las apreciaciones regionales (cuyo recelo ha convertido a la poesía norteamericana en un producto incómodo y marginal) ni se deja llevar demasiado por los entusiasmos degenerados de la prodigiosa imaginería conceptual que nos ha dado la interpretación francesa (tan dispuesta hoy a fascinarse con Disneylandia). Él es un investigador de campo, sigue el rastro, trabaja desde la evidencia de la trama; seducido por Europa, hace una lectura privilegiada de la psicología y motivaciones de aquellos que definieron al siglo europeo: un tapiz que enhebra a Picasso, Brancusi, Joyce, Balthus y Rousseau.
     Davenport describe los ensayos reunidos en El museo en sí como escolios; notas explicativas que sirven para iluminar, en este caso, el gran texto del siglo. Refrenda esta extraña humildad con la advertencia de que su escritura "es más para el que instruye que para el instruido". Quien quiera leerse como instruido puede toparse con algunas concesiones y experimentos que existen en sus ensayos; por no ir más lejos, está aquél en que se analiza a sí mismo. Hay que saber tener valor para lanzarse a escribir de esa manera sobre uno, para sacar a la luz los elementos que definen el tema y la estructura de la obra; es algo que puede compararse a un mago revelando sus trucos en plena función. La pasión ciega y es pasión lo que puede leerse a lo largo de esta colección de textos: una voluntad de visión y esclarecimiento, una vocación y una nostalgia.
     Respecto a lo escrito, Guy Davenport es tajante: lo que "no es narrativa ni poesía es información". Es en tal orden de cosas que llama escolios a sus ensayos. Para llegar a ello ha tenido maestros como Pound y Eliot, el uno llamado artesano por el otro en una dedicatoria, la de La tierra baldía. De eso, de un entendimiento a la vieja usanza siempre recién descubierto, está hecho El museo en sí. Gabriel Bernal Granados, en su labor como editor y traductor de Guy Davenport, ha cedido a la tentación de ofrecérnoslo como un museo literal en el que obra y figura quedan confundidos. Ante tanto cuidado se extraña, sin embargo, un índice de obras, temas y autores. –

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