Resulta de agradecer que alguien se haya tomado la molestia de realizar una edición crítica (y de hacerla con tanta calidad) del que tal vez sea uno de los textos más furibundos, sobresalientes y misteriosamente desconocidos de Genet. El niño criminal, escrito por encargo de Fernand Pouey para el famoso programa radiofónico Carte Blanche (Carta Blanca) tuvo el dudoso honor (junto a ese otro gran clásico de la subversión Para acabar de una vez por todas con el juicio de Dios de Antonin Artaud) de ser censurado por el director general de la Radiodifusión Wladimir Porché por su alto contenido antisocial. Si el texto de Artaud fue censurado por su defensa del exterminio del signo de la cruz, el de Genet lo fue por su virulento ataque contra la reforma de los sistemas carcelarios para jóvenes delincuentes. Lo que pide Genet en esos minutos de micrófono abierto que nunca llegaron a emitirse es nada menos que la readopción de los sistemas punitivos más crueles, incluso del castigo físico. Hay algo que no debe negarse al niño criminal, a juicio de Genet, y eso es el castigo. La estructura dialéctica que lleva al niño al delito, la que le ha empujado a despreciar la bondad conlleva también un virulento desprecio de la indulgencia con la que las reformas de los sistemas carcelarios trataban por aquel entonces de “reinsertarle”. “Los sistemas carcelarios son absolutamente la proyección en el plano físico del deseo de severidad escondido en el corazón de los jóvenes criminales” y así deben mantenerse. Genet está hablando en realidad de su propia vida, también él es (o fue y seguirá siendo hasta el fin de sus días) un niño criminal. Prostituto, ladrón, antisocial, antiburgués, escribe sin embargo este texto en un momento de enorme confusión personal; ha sido liberado de prisión por la intervención de Cocteau y de Sartre, y este último acaba de dedicarle un voluminoso estudio (San Genet, comediante y mártir, casi más una fantasía sartreana que una biografía psíquica). “Entre usted y Sartre –escribe a Cocteau– me han convertido en estatua”. En cierto modo se siente como si aquellos mismos a los que odia, le hubiesen desarraigado del mundo subterráneo que le era propio, la voz que él mismo pensaba que iba a ofender y zaherir, ha sido aplaudida y celebrada, a los cuarenta años está tan muerto como un clásico, y hasta el más fino aristócrata parisino se congratula de que Genet le haya robado un cenicero de plata o una pitillera en una fiesta. Lo que para él estaba apoyado en la violencia de la vida, al ser filtrado por su celebridad literaria se ha convertido en un discurso vacuo y frívolo, quiere reaccionar y reacciona: reclama para los niños lo que en cierta medida se le ha negado a él en los últimos años; el castigo.
El niño criminal es alternativamente una carta de amor a esos niños y una declaración de odio a quienes quieres reinsertarles: “Les hablo a ellos. Les pido que no se ruboricen nunca por lo que hicieron, que conserven intacta la rebelión que los ha hecho tan bellos. No hay remedio, espero, contra el heroísmo. Pero tened cuidado, si de entre la gente de bien que me escucha algunos aún no hubiesen girado el botón de su transistor, que sepan que tendrán que asumir hasta el final la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser cabrones hasta el final. Serán crueles para agudizar aún más la crueldad con la que resplandecerán los niños”. Genet arremete con toda la violencia de la que es capaz, y en un texto que en realidad es profundamente romántico, contra la blanda apatía de una clase acomodada que no tiene ni el valor de la virtud ni el valor del mal, contra esa sociedad endeble y satisfecha, impotente y “benefactora” que en realidad siente un profundo temor por la autenticidad de los gestos, y por la radicalidad de las actitudes, por una literatura que se entretiene en embellecer y hacer amable lo que, en realidad, les horroriza en la vida, y lo hace atacando con las armas de la autenticidad y la soledad, porque quien se atreve a la radicalidad de un gesto auténtico –Genet lo sabe– ha de quedarse luego en la soledad de ese gesto que le desvincula de los otros para vincularle sólo a sí mismo. Ahora, como promulgaba el existencialismo, se ha de ser lo que el delito ha hecho de nosotros, crear un lenguaje nuevo para convertirse en ese nuevo ser con eficacia, con rotundidad, sin paliativos. Y realmente sólo hay una cosa que el niño criminal no desea (lo primero que la sociedad “benefactora” se apresura a ofrecer, curiosamente); el perdón.
Para el fingimiento burgués –en el que de alguna manera el propio Genet se ha visto atrapado en los años previos a la redacción de este texto– es para lo que se guarda las palabras más duras y audaces. “Admiráis la aventura que no os atrevéis a vivir, pero ninguno imagináis que hay verdaderos héroes en la vida real que roban billetes verdaderos a padres verdaderos. Si hay niños que tienen la audacia de deciros que no, castigadlos. Aplicaréis entonces todas las leyes del código. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha dado cuenta de que estaba hecha de cordón desteñido. Estáis convencidos de que salvaréis a esos niños. Afortunadamente a la belleza de los gamberros adultos que ellos admiran, a los orgullosos asesinos, no podréis oponer más que vigilantes ridículos, embutidos en un uniforme mal cortado y mal llevado”. Un clásico de la subversión, imprescindible, sin pose, tan auténtico como un crimen real, del mejor Genet. ~