El nómada arraigado

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Tomás Segovia

Cuaderno del nómada. Poesía completa Vol. I (1943-1987) y Vol. II (1988-2011)

Prólogo de José María Espinasa

México, FCE, 2014, 1,554 pp.

Conocí y traté a Tomás Segovia. En los setentas asistí al seminario  que daba en El Colegio de México (lo llamaba “De mi ronco pecho”), aceptaba en su curso a poetas sin crédito académico. Leímos de su mano –de Merleau-Ponty a Lope de Vega– una variedad de autores, atesoro la libreta con las notas tomadas entonces. Durante esa década, Segovia fue mi maestro en interminables conversaciones, y sobre todo en deslumbrantes soliloquios de los que lamento no tener puntual recuento escrito. Me embelesó la belleza romántica de su pensamiento literario, su conocimiento, su fuerza moral, su rebeldía. Visité incontables veces la casa que él levantó con sus propias manos, y cuando no con sus ideas, en Tepoztlán. A Segovia le gustaba inventar, construir, imaginar en práctico. Quería ese diálogo vivo con las cosas.

En algún momento, años después de conocerlo, me regaló el dibujo del diseño de una máquina para coser libros. Había yo ayudado a encuadernar algunos ejemplares del Cuaderno del nómada que le imprimió Juan Pascoe en el Taller Martín Pescador, y (en el mismo carácter de voluntaria) coloreado algunas de las capitulares; aún tengo la pasión, que aprendí de ese maestro impresor, por hacer libros.  No construí, no intenté reproducir  la cosedora de hojas que Segovia imaginó –no supe cómo, no tengo en mi constitución ese hilo práctico– y, un pesar (mea culpa), desconozco dónde guardo el limpio boceto.

Segovia quería “meter la mano” en todo. Podría también explicarse así su incansable labor de traductor y la de ensayista. En su poesía interactuar está en el centro (“Un artista es alguien que no se queda afuera”, “no es un contemplador, es un hacedor”, “meter las manos en la masa”, “no puedo meter algo que me llame la atención sin meter la mano”).

Previo al regalo del diseño de la encuadernadora, Segovia fue durante por un par de años mi suegro. Cuando en mi entonces constante estado de fuga dejé a su también poeta hijo, se resintió conmigo. Nunca dejé de tener por Segovia una leal, humilde admiración que a lo largo de los años me enriqueció.

Hace ya una década que soy mayor de lo que él era cuando lo conocí. Cumplidos mis sesenta, reconozco las marcas indelebles que Tomás Segovia dejó en mi persona literaria, de las distancias siempre estuve consciente. La “honestidad del poeta”, o “autenticidad del poema”, aunque estos no fueran los términos que él usara, son obsesión clave. Los años han agrandado en mi gusto otro de sus ejemplos, el ansia de transparencia en la poesía. Segovia no es un autor gongorino. En el árbol del poema castellano, es de la rama de Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Salinas o Alberti y que se puede seguir cinco siglos atrás.

Recuerdo haberle dado a leer algún poemilla mío culterano que perpetré a mis veintidós o veintitrés años. Argumentó con detalle por qué era un intento errado. Intenté defender los versos. Fue tan fina, minuciosa, profunda su argumentación en contra, que deseché el manuscrito sin jamás publicarlo. Abandoné el poema que él creyó fútil, superfluo, equívoco, vano, pretencioso, y descarté ese andar que tiene sus atractivos: no es ilegítimo desear que el poema escape a toda utilidad nominativa. Aquel poema que Segovia criticó era, en efecto, un juego verbal gratuito, y como tal no era despreciable, aunque sí a sus ojos. Me sacudió su radicalismo. Resonó sobre mojado; yo también había estado de acuerdo, sin saberlo, desde el primer momento en que decidí ser poeta; para mí, escribir fue mi tabla de salvación. Para Tomás Segovia la salvación estaba en la poesía, pero no era un asunto personal –punto esencial para leerlo, su poesía es al tiempo que “confesional” y celebratoria del instante, un ejercicio “moral”, lo aclaro adelante.

Tomás Segovia no creía que escribir fuese jugar. Cuando escribió ejercicios formales que son poemas de ocasión (reunidos por él en el volumen Bisutería), así sean malabares y virtuosismos, jamás son disfraz, retruécano, maquillaje. Manufacturados (como sus otros poemas) con conocimiento de la forma y el oficio, siempre hay en estos materia auténtica y – punto importante­– transparencia, claridad, precisión. Segovia es un artesano del verso, pero nunca un decorador o un creador de máscaras. En algunos de sus poemas de juventud fue escenógrafo, como lo fue en su novela Cartas de un jubilado. Pero no en su poesía madura, y que lo fue desde el primer libro (País del cielo, 1943-1946), hasta el último (y genial) terminado (Rastreos yotros poemas, 2011), un volumen de mayor frescura, tal vez, que el primero. De ahí, un fragmento del poema “Fuego blanco”:          

Y vivir vuelve a ser nadar de sí en sí

Dejando siempre atrás cualquier quizá

Tener el día limpio sin tener que lavarlo

Recibir siempre antes de pensar en pagar

No tener nada que perder ni en que perderse

Ni tener nunca nada que ganar

Que es tener todo ya ganado

Estar inerme frente al fuego blanco

                       y cegador del sol

Sintiendo que en mi piel la brisa fría

Me habla en su emocionante lenguaje indescifrado

Y esperar la llegada del momento que viene

Como esperar ser bendecido.

Claro y transparente, ligero y en algunas páginas denso, nunca vacío: siempre hay algo más allí. El poeta pone sobre la cuerda de lo que escribe su vida, o la vida, o la naturaleza. O el tiempo o la luz. Hay algo más: él mismo. Con rigor de romántico se exigió que su transparencia y su sinceridad fueran literales. En alguna entrevista lo dijo: el poeta cuenta con diez mandamientos: el primero es no inventar; el segundo, no inventar; el tercero, no inventar, y así hasta el décimo. No inventar, pero sí saber soñar, sobre todo con los ojos abiertos. Sobre todo soñar el hechizo. Con Quevedo –aunque de espíritus tan opuestos, así que por razones muy distintas– pudo afirmar: “El mundo me ha hechizado”. “Hechizado” fue palabra que sí usó en algún verso. Debo aclarar a qué llama Segovia “no inventar”, pero antes anotar que hay algo más, un punto esencial por el que Segovia obligadamente creía y defendía el sentido de la poesía: salvándola nos salvábamos. Volveré a esto, pero antes debo terminar lo que dejé sin cerrar:

Que hago la confesión de haber conocido a Tomás Segovia, tenerle afecto y profesarle admiración, para dejar mis cartas abiertas. Si no soy imparcial ahora que Letras Libres me invita a escribir sobre la poesía completa de Segovia no será por haberlo conocido. No existe la “imparcialidad” del lector. El haber tenido la suerte de tratarlo siendo yo una joven poeta, haberlo querido y admirado, no me borra la forma de su obra.  Lo aprendí en su seminario “De mi ronco pecho”. El ejercicio de la lectura es de recapitulación, descubrimiento, reafirmación o asombro. Se lee hacia lo nuevo, pero se lee con lo que trae el lector. Es un ejercicio de natural imperfecto. El mítico seminario de Segovia era un ejercicio de lectura –no de “escritura creativa”, triste y pobre denominación dada a los cursos académicos que tienen como propósito útil e inconfeso emplear escritores, y como confeso preparar y entrenar a futuros del oficio, si es que es oficio el de escritor, y no una forma de vida, una creación de la vida.

Explicó Tomás Segovia en una tardía entrevista: “es mucho más difícil leer que escribir. Escribir, cualquier escribe. Leer bien, muy poca gente lee bien. Pero por lo menos es más generoso”. La afirmación es rebatible solo por la comparación entre leer y escribir –no estoy segura de que la línea de división entre las dos sea firme, y no creo que, por lo mismo, se les pueda comparar, como hace Segovia, a rajatabla–; la cito porque resalta riquezas de su obra: la suya es poesía de un gran lector, y poesía generosa. Aquí y ahora, leyendo sus poemas reunidos de un hilo, me ha sido más difícil escribir: leyéndolo y releyéndolo, mi instinto ha sido no decir nada, admirarlo y batirme con él, en privado y en silencio. He obtenido con calzador, tirones y jaloneos estas notas dirigidas a un lector.

¿Cómo es esto de que “salvándose” la poesía “nos salva”? La explicación está en Ramón Gaya. En estricto rigor conocí a Tomás Segovia en un lienzo de este pintor, una tela que captura al muy joven y hermoso poeta. El retrato –no el único que Ramón Gaya pintó de del poeta– colgaba en el estudio del departamento de Inés Arredondo –la cuentista, exesposa de Segovia y mamá de tres de sus hijos– en la Condesa, en la calle de Atlixco esquina con Michoacán.

Esa pintura es un óleo soberbio, un clásico, una tela no pintada “a la manera de Velázquez” pero sí siguiendo un estilo “tradicional” de pintura, y sin retórica –tal como escribió Segovia sus poemas, de la mano de la tradición pero sin acartonamiento formulaico-. El retrato de Ramón Gaya es realista pero no fotográfico, abiertamente a contrapelo de los ismos y las vanguardias del XX. Tan pintura como la mayor pintura de siglos anteriores. No es la psicología del personaje lo que quiere capturar el artista, o no solo eso. Escribe Segovia en su poema “Ramón Gaya”del libroDía tras día:

…ese tenía que entregarnos

El mundo que es el nuestro

No repitiéndolo ni suplantándolo

No dando de él siquiera testimonio

Sino dándonos fe de su presencia.

La tela de Ramón Gaya daba fe de la presencia de Segovia, el poeta de mirada fija. Esto de otro poema de Segovia dedicado también a Ramón Gaya en el libro Estuario:

                       Donde la vida sigue vida y respirando

                       …sin dejar de ser ella

                       Por ese arte limpio y obediente

                       Que Ramón Gaya a veces prefería

                       Que se llamara creación

                       Para que no fuera a pensar nadie

                       Que era una confección un artefacto.

Ramón Gaya es clave para explicar la personalidad literaria de Tomás Segovia. Llegó a México en el Sinaia, aquí se respiraban las bocanadas de aire de los exilios –no solo el español, ni solo el europeo porque había también de las dos Américas, la del Norte y la del Sur–. Era el México de Jorge Negrete y el de Jorge Cuesta. Los Contemporáneos y el Cine de Oro mexicano encarnan dos pulsiones nacionales: abrirse al mundo y cerrarse loándose a sí mismo (u odiándose a sí mismo, terminan por ser similar ejercicio narcisista). Ser el centro, o comprender otros ejes. Vivir “allá en el rancho grande”, o acá, donde está el mundo. Ramón Gaya vivió con y en el México cosmopolita.

Llegó Ramón Gaya al ambiente de la plástica mexicana donde el rey Diego Rivera y el muralismo (que poco lo atraían) no eran el único fervor. Estaba próxima a abrirse la Exposición Internacional del Surrealismo para la que escribieran textos del catálogo César Moro y Gunther Gerzso –Breton, con su peculiar credo surrealista, no podía viajar ni intervenir en esta–. No había ahí un imán para Ramón Gaya, él era tan inmune a los profetas como a las vanguardias. Se “saltaba” las modas. Dice Segovia que

se saltaba alegremente no solo las modas y las doctrinas dominantes en las instituciones y los centros de prestigio cultural de México, sino las que venían de París, de Nueva York o de Moscú, como también las que formaban el consenso del exilio español. Era un francotirador, pero no un solitario.

Pero no es el “salto” de las modas donde busco la huella de Ramón Gaya que me permita acercarme a la poesía de Tomás Segovia, sino el asunto de “la salvación” en la poesía. De nuevo cito al poeta (los subrayados son míos):

a mí me parece claro, recordando al Ramón Gaya de México y evocando el ambiente de esa época allí, que el afianzamiento de su actitud y el florecimiento de una primera plenitud de su pintura tienen que ver con un sentimiento que según yo respirábamos entonces, aunque no eran muchos los que lo reconocían y menos aún son, me temo, los que aún lo recuerdan, lo avalan y lo aman; un sentimiento que me atrevo a describir como el último gran soplo de esperanza que ha recorrido el mundo.

Lo que trato de decir es que esa visión de luminosa evidencia que sus amigos recibíamos tanto de sus palabras como de sus cuadros y dibujos, para mí por lo menos encajaba bien en un mundo que parecía resurgir del caos y al que parecía volver un amanecer de humanismo y de saludable buen sentido. Ramón Gaya vivía en la nostalgia de lo que para él era la gran pintura. Esa pintura era claramente un tesoro salvado, y bastante milagrosamente, como milagrosamente se había salvado la civilización occidental e incluso en cierto sentido la civilización en general.

Es en esos años cuando la pintura (y el pensamiento) de Ramón Gaya empiezan a situarse claramente en una salvación de la pintura… nos salvamos salvándola.  

Escribiendo de Ramón Gaya, Segovia habla también de sí mismo. El “gran soplo de la esperanza” está presente desde sus primeros poemas y en los libros reunidos en el segundo volumen de Cuaderno del nómada es una columna. La forma clásica (y siempre nueva) de la poesía de Segovia, la soltura que se mueve en esta, son también milagrosas en un hombre que vivió una infancia de orfandad, guerra, campo de refugiados en Casablanca, exilio, y de joven los otros exilios, los divorcios, los rompimientos. Al salvar la poesía (y salvarnos con ella), Segovia construye con su voz poética al “héroe moral” –el término, atinado, es de  Gabriel Zaíd-. Surge la poesía “salvadora” que repara las heridas de la Historia y recompone la posibilidad de un periplo personal posible.

En la poesía, esta salvación pasa con un proceso diferente que en la pintura. Los poemas tomasegovianos “pintan” los destellos, los instantes, los fragmentos, y en cada uno de ellos consigue, alcanza, la captura de alguna astilla del mundo, y le regresa su vitalidad de ser completo. En sus manos, no son astillas arrancadas que conducirían manipulándolas al desangre y la muerte, sino el instante –y como tal irrompible– que da sentido al mundo. De la orfandad, la guerra y la oscuridad, se dirige, por el enamoramiento con la vida, a la luz, la reconciliación. El toque del poeta dota de completitud al destazamiento, y le de la fuerza de lo entero, lo no tronchado.

El poeta hechizado es quien hechiza al mundo, lo dota de poder. Esto es claro en muchos de sus poemas. Aquí del primer libro recopilado en Cuaderno del nómada:

            Todo mi cuerpo está latiendo

como un solo corazón;

latiendo a golpes oscuros.

Masco en mi boca mi aliento

como una espuma sabor de angustia.

Estoy loco de deseo por el viento,

estoy loco de deseo por el agua,

estoy loco de deseo por la tierra y por la flor.

Se revierte en su poesía la trágica inercia del siglo XX –la sombra de la Guerra Civil y la mayor de las dos Grandes Guerras, la caída del Humanismo–, inercia de la que en cambio hablan obsesivas y repetitivas las vanguardias, vanguardias que para Tomás Segovia (como para Ramón Gaya) saben ya viejas –viejas, antiguas, y por lo tanto son pueden ser arsenales de donde el poeta extraerá aislados elementos para su obra poética.

El efecto conseguido en sus poemas es como el de una flecha que viajara hacia su arco, que reparara el camino de la bala, que recorriera en sentido inverso el camino de la violencia que necesariamente lleva a la muerte:

 Encendido de mis heridas, 

¿qué sombra soñaré yo

que bebiera todo este fuego?

El continuo asombro “encendido” o “enamorado” del poeta “hechizado” es uno de los hilos de la compleja madeja que se sostiene del principio al fin de su obra poética, asombro –o enamoramiento, o hechizo, o deslumbre– en el que hay una  búsqueda intelectual, una postura moral, una declaración filosófica, una forma de panteísmo (la divina calidad de todas las cosas), una continua ansiedad formal saciada, y una tras otra develación sicológica. Así, de Rastreo y otros poemas: “Estaba yo otra vez enamorándome del mundo […] Si no he podido nunca amar nada en silencio.”

En este “panteísmo” del poeta –ya que lo he llamado así–, donde imantados de “divinidad” los seres animados también los inanimados, encontramos (extraigo citas de muy diferentes libros): “Esa especie de piedra animal que es el alma”, un crepúsculo beato, un aire pálido, “el conmovedor egoísmo del mundo / indiferente a su belleza / e incapaz de pactar”. La hierba brilla “con fulgor insensato de insomne soñadora”, “Como un ángel en desorden y ebrio […] se abate entre nosotros la primavera torpe […] su ternura inmensa, / y apremiante”, una noche “malva y blanca”, de “ardorosa” “su enamorada carne oscura”. Es la animación de toda cosa, la simpatía entre el hombre, la naturaleza y la cosa: el poeta dice ir “a la deriva […] contento como un corcho hueco y libre”, y el bosque tiene la capacidad de verse a sí mismo y de entender que a había estado ciego: “Cuando llega la noche / el bosque es de carbón en vez de fuego / y estremecido entiende / que todo el día ardió pero era ciego.”

En este hilo, la operación del poeta consiste en fundir y fundirse con el mundo –él y el ser amado son otro elemento natural (mundo inanimado como el aire, o mundo animado como “bandadas de pájaros”, o mundo perceptible, como “el silencio”, “gestos, voces, miradas” o el tiempo, la infancia, el pasado, el destino)–, y de esa “unidad” caótica y dolorosa lograr un sentido: “el amor es meditabundo”, “la llama única”, dota de iluminado orden, de sentido, al mundo, como en el libro Luz de aquí:

Sonreíd: el amor es meditabundo.

Vuestro aliento mezclado es el aire profundo

que alimenta la llama única.

La gran noche indecisa toma rumbo

y sigue vuestros pasos.

Este hilo termina por llevarnos a la alegría. Elijo citar del libro El sol y su eco un poema que va de la alegría, porque tiene la alusión al exilio y al campamento de Casablanca, y sin comprender el camino de este hilo del poeta la reunión de elementos parecería arbitraria:

Alegría

Tú me has traído al mundo,

tú que eres mi pureza, mi exigencia,

mi grano de locura,

Alegría.

 

El corazón en medio del exilio

y su turbio y revuelto campamento,

en secreto te encuentra

en el reino del día,

y allí te reconoce y canta, y canta.

 

Hasta aquí de este hilo. Podría ahora extraer otro de la madera tomasegoviana. Podría ser uno aparentemente contrario que condujera a la tristeza. U otro, no contrario pero diferente, que lleva a la serenidad, como en este poema de El sol  y su eco:s

Aún está intacto el día,

limpio y entero

como un tranquilo vaso de agua.

 

Miro un momento

esta frescura clara y decisiva

del tiempo aún indiviso,

siento mi fuerza toda en mí,

mi vida entera me es visible,

mi bondad tiene todavía el rostro

de la bondad reconocida.

Podría también seguir un hilo más deslumbrante que los demás, el del poeta-Lázaro, el que revive después de un riesgo de muerte, camina de vuelta de la tumba. Pero hasta aquí de sacarle hilos, que su fuerza está en que, tras la transparencia aparentemente simple de sus versos, corren  electricidades distintas, positivas, negativas o de término inclasificable, más todas las posibles variaciones.

Por otra parte, porque hablar de hilos al referirse a la poesía de Tomás Segovia tiene algo equívoco. El mundo toca al poeta porque el poeta lo dota del sentido, de puntos por momentos continuos. No son las líneas, sino los puntos que las conforman lo que importa en su poesía. Aunque también diferiría Tomás, y sacaría de la manga para argüirlo unos versos de su Bisutería, de su “Alabanza del verso”:

El verso al fin no se explica,

como no se explica al fin

que el alma se sienta afín

a una y no a otra chica.

Sólo el goce justifica

ese pueril regodeo

sin juicio y sin regateo:

como el amor, que se sacia

de un ritmo, un gesto, una gracia,

más que arte el verso es deseo.

Los poemas de Tomás Segovia por (auto)precepto siempre leales a su persona –su “no inventar” aplicado–, pueden leerse como una especie de autobiografía acotada con dedicatorias, nombres, fechas y lugares. Él, que escribía en los cafés, tomaba nota al detalle como un testigo “exterior”, desde un espacio público, de su vida interior, la íntima, la sensual. La poesía no está en los detalles ni en el seguimiento de su propio estado psicológico sino en su capacidad para capturar las vibraciones mínimas de su humor y del humor ambiente, y retratarlas en la captura de los fenómenos concomitantes, como el Tiempo (“no hubo entonces, ni hay ahora / ni hubo nunca otro afán / que entender aquel puro silencio con que un día / yo descifraba el Tiempo”, del libro Luz de aquí), la memoria, la naturaleza, las estaciones (“Que recuerde incansable a quien quiera escucharla / La dicha secretísima de las renovaciones / El misterio del tiempo renacible / La verdad exaltante y trascendente / De los ciclos del clima/ Como agua subterránea de alegría / Por debajo de todo estrato nuestro”, de Salir con vida), el cielo, el sol, la luz y un largo etcétera del que podemos entresacar la ciudad (o las ciudades), de Terceto:

                       El falso azul nocturno

En calles que no duermen

La ciudad incansable envilece a la noche

La arrastra por los charcos

De sus placeres laboriosos

La prostituye en vacantes riberas

Que ríos de sonámbulos ultrajan

Entre un letrero luminoso

Y un yerto rascacielos de oficinas

Entreveo al pasar

A la luna distante

Rumiando sus eternas brumas.

 

De pronto nada dicen

Las palabras que estábamos diciendo

A ningún sitio íbamos

La ciudad no es verdad

                                                            Cómo pudimos

Creer en esa historia ilusionista

Llamada nuestra historia

No vivimos en lo que vivimos

Deliramos de desconsuelo.

 

O de Fiel imagen:

 

                       Cuánto tiempo hará pues que la ciudad

Así encorvada enormemente

No alzaba hacia el sinfín visible

Sus grandes ojos bajos

Ahora de pronto luminosos

 

            Y si no seguir el hilo del silencio. En Día tras día:

 

En esta fría transparencia

Se abre el silencio

Como el limpio despliegue

Del verdadero espacio al fin recuperado.

 

Por fin se oyen las voces

Toda verdad susurra

Todo lo que está vivo es misterioso.

 

O las ideas (también de Día tras día):

 

                       A lo largo de tantos y tan pacientes años

                       he aprendido más y más a fondo

lo que quieren decir nuestras palabras

más tremendas más negras más enmudecedoras

guerra bomba misil antimotines

antipersona tanque portaaviones

metralla campo de concentración

campo de refugiados submarino

represión corrupción pena de muerte

fusilar mutilar masacrar genocidio

 

sigo sin entender lo que quieren decirnos

cuando nos dicen que subió la bolsa.

 Yo no veo “repetición” en su obra. Es continuidad lo que caracteriza a la poesía de Tomás Segovia (presente en este y en otros hilos de su madeja que conforma la “temática” de su obra poética), no repetición, como han apuntado en algunos estudios con error. Hay movimiento, y este no es mecánico ni tartamudeante. Si estático, mataría el milagro, y en sus poemas no muere el milagro nunca, se renueva, vuelve a amanecer. Es naturalmente de variación mercurial. Imposible comprimir las gradaciones. De atreverse a un trazo rápido y burdo se diría que se encontró estable/exaltado en su primer libro, inestable en los siguientes en un divagar honesto,  hasta arribar a mediados de los cincuenta, década prolífica en que viajó a las tormentas que recorrió con un bajón anímico, por momentos erotizado, bajón del que sale rescatado con la luz de las formas más tradicionales del poema. Su vertiginoso pensamiento cobra forma al “contenerse” en décimas u otros metros. En estos, se encuentra más preciso, enfoca y observa la turbiedad. Las formas tradicionales le permiten un punto de mira y soltura, como en este poema del libro En el aire claro:

A veces, solo en la calma

de la alcoba, me estremece

la evocación. En la palma,

como entonces, me parece

sentir el trémulo peso

de tus pechos, que en el beso

me ofrecen, para que muerda,

todo el bulto de la vida.

¿Ves tú? La memoria olvida,

pero la carne se acuerda.

No inventar, pero sí narrar: en este poema, como en muchos otros de Tomás Segovia, hay una delicada trama –podría explicarse pero a costa de borrar la sutil precisión del poema:  la cama de la pareja desparejada, la memoria que en el varón se resiste a aceptar el abandono del amor, etcétera.

Otro ejemplo más evidente de las tramas contenidas en sus poemas está en uno muy posterior, del libro Salir con vida:

El viejo maestro

Vivo apartado de más de un festejo

Excluido de juegos pulsos competencias

Puesto a la zaga de innúmeros denuedos

Vivo con menos hambre

Menos impulsos menos prisas

Pero en mis sabidos dedos el pincel de bambú

súbitamente ondea.

El “vaso” de las formas tradicionales protegerían al poeta hasta permitirle recogerse en su primer poema mayor a mediados de los sesentas, Anagnórisis. La autoexploración del poeta se da en simultáneas capas temporales. Mira su infancia, su juventud, y su Era. No es mirada de mosca, sino de escalpelo. Y no es una mirada fría, el ojo siente con el cuerpo cortado por su propia navaja. El poeta lleva de la mano por los infiernos y los limbos la lámpara de la palabra transparente, con la autoridad de quien dialoga con la tradición y quien conduce al pasado al frente de su camino. El pasado no es una cola que se arrastra, sino la luz que se proyecta. Se rescata al mundo de las ruinas porque se le ha sacado del rastro, del destazadero. Cada instante está imantado y tiene sentido.

En los años siguientes, intermitentemente, el poeta pasará después por períodos de distracción –ahora sí una distracción erótica, diferente que las anteriores–, a mis ojos menos luminosa: la mejor imaginación poética de Tomás Segovia (y él estaría en desacuerdo) no es la erótica. Su enamoramiento, su hechizo, tiene la mayor calidad cuando corresponde a un enganche pre-erótico, cuasi infantil. Contempla a la mujer con la torpeza del ángel de que habló Paz (“lo de siempre: el ángel torpe”, dijo de Segovia cuando el poeta, visitándolo, tropezó sin darse cuenta con su pierna). Ver a la mujer es verse viéndola. No le pasa esto cuando lo que ve es el mundo: verlo es verlo. En su labor de Orfeo, rescatarnos. Es para mí una paradoja que los poemas tomasegovianos más leídos sean los eróticos (“Tus besos chafados blandos anchos como el peso de la plastilina / besos oscuros como túneles de donde no se sale vivo deslumbrantes como el estallido de la fe /sentidos como algo que te arrancan /comunicantes como los vasos comunicantes / besos penetrantes como la noche glacial en que todos nos abandonaron”) porque encuentro en ellos estridencias que en el juicio de Ramón Gaya, y de Segovia, serían menos “amigas” del “hechizo”. Altisonantes, marcan una distancia, pintan una desconfianza ante el mundo.

Por último: es raro el poeta que crece con su poesía reunida. Es común que recopilada, impresa en su totalidad, tienda a resaltar las joyas únicas, las excepciones, y que estas terminen por dar a la obra del autor el valor. No es la suma, sino las partes, lo que suele formar la figura de un gran poeta. Pero en el caso de Segovia la suma es adición. Lo que ya sabemos es que fue (es) un gran poeta, tuvo un don excepcional, todo en él es palabra, asombro, transmisión, música; la poesía le es “natural”; lo tocaron los dioses. Leerlo reunido, lo vuelve aún mayor. Por la “coherencia asombrosa” (Espinasa dixit) que recorre toda su obra –siempre un poeta entero, formado, desde su primer momento, en forma, en obsesiones, en sentido.

Porque Tomás Segovia no fue un poeta menor, aunque a él le hubiera gustado lo consideráramos sin pedestales. No puede leérsele como un poeta marginal. Es central porque es un nómada y un heredero. Lleva a la tradición como a una levedad recién adquirida. Lo importante en Tomás es todo:

Ociosidades

A menudo agradezco

Tenerme que quedar en algún sitio

Desocupado solo obligado a esperar

con un gran rato por delante

para perderme un poco entre mis pensamientos

y mucho entre mis emociones

o tal vez no debí decir mis emociones

habría que decir las emociones

Poeta milagroso que pareció no haber buscado, que comenzó su obra ya con la mira puesta. De fines de los cuarentas esta cita:  

Ansia

Completa, mi obra será un día

todo un mar rico y cambiante

que en un profundo acorde vasto

fundirá todo el pequeño esmero.

 

Sobre él flotará mi vida,

dichosa como un dios

y como un dios cumplida y sin futuro.

 

Y que podemos rematar con otra cita de él, de los noventas, de Estuario:

 

…con esta certidumbre

de que me debo siempre

al deber misterioso de estar vivo

pero también en ratos como esos

de un ocio limpio y habitado

de haber estado antes tantos años

también emocionantemente vivo. ~

 

 

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