Elogio de Inglaterra

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Ignacio Peyró

Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa

Madrid, Fórcola, 2015, 1061 pp.

Pompa y circunstancia, de Ignacio Peyró (Madrid, 1980), se presenta como un “diccionario sentimental de la cultura inglesa”, pero es más sentimental que diccionario. Aunque estructurado en entradas por orden alfabético, que lo asemejan a un lexicón –o a una enciclopedia– al uso, lo que realmente ordena la obra es una proximidad espiritual, una simpatía allende la catalogación, un acervo de valores compartidos. Así lo reconoce el autor: “Este libro –escribe en uno de los prefacios– es un elogio de Inglaterra y una reivindicación de lo mejor de su herencia”. Su propósito no es, pues, dar cuenta de todo cuanto integra esa cultura que aspira a describir, sino solo de sus aspectos favorables o de aquellos que, no siéndolo, han devenido un cliché aceptable en la mitología contemporánea, próximo a veces al pintoresquismo. Por ejemplo, los latigazos, a los que dedica media página, cuya brevedad no impide que reúna varios testimonios favorables a la detestable práctica. Peyró dedica largas entradas a la aristocracia, la monarquía, la Reina Victoria, la Reina Madre, Isabel II –de la que hace una loa encendida, aunque “encendida” no sea el adjetivo más adecuado para un personaje tan glacial; por lady Di, en cambio, siente menos simpatía: su tren de vida “requería anualmente el pib de una pequeña república en cuidados físicos, ropa, consultas astrológicas e irrigaciones del colon”–, el príncipe Carlos, la ley, el parlamentarismo, las universidades de Oxford y Cambridge, y el imperio, entre muchos otros linajudos saledizos de la imponente arquitectura institucional británica, pero, cuando uno pretende consultar, pongamos por caso, la “piratería” –una de las razones que explican el nacimiento del tan alabado imperio–, no existe; o cuando acude a la entrada correspondiente a “esclavitud” o “trata de esclavos” –otro de los pilares imperiales–, tampoco existe; o cuando quiere averiguar algo sobre la “explotación colonial”, de la que los británicos pueden ilustrarnos con diligencia, no encuentra nada; por no hablar de la masacre de Amritsar, el exterminio de los aborígenes australianos, la represión en Irlanda, las guerras del opio en China o el “cordón negro” de Tasmania –que no es una marca de champán, sino el procedimiento por el que los británicos liquidaron a las tribus de la isla oceánica–: nada de nada; ni siquiera de hooligan –algo tan irrelevante, en comparación con lo anterior, pero tan dañino, asimismo– encontramos una referencia en este diccionario sentimental. Es cierto que Peyró evita la parcialidad total, valga la paradoja, con menciones en passant a los asuntos omitidos. Así, alude a Francis Drake –corsario y tratante de negros, pero vicealmirante de la Marina Real británica y sir– al hablar de los exploradores; a los hooligans, al hacerlo del fútbol; al comercio de esclavos –un cuarto de millón de ellos pasaron por Liverpool en 1740–, al referirse al imperio; y a los estragos de la bebida –un drama nacional: en Gran Bretaña hay ocho millones de alcohólicos–, después de hablar, con divertida benevolencia, de la afición a los martinis con vodka de la Reina Madre o de la borrachera que hizo que George Brown, un político laborista, confundiera con una mujer al cardenal arzobispo de Lima y quisiera bailar con él algo que no era un vals, sino el himno del Perú. Pero la desproporción es demasiada. Y ese sesgo tan favorable a ciertos aspectos de la cultura inglesa, en detrimento de otros no menos reveladores de su naturaleza, se explica por el talante conservador que inspira y prevalece en el libro. De nuevo, Peyró nos da la clave: al final de la larguísima entrada dedicada a los aristócratas, merecedores de floridos parabienes, escribe: “Inglaterra no ha dejado nunca de atraer, entre otros, a los conservadores del mundo, que han visto en la isla un ideal: ‘el último Estado aristocrático’ que […] es también la primera tierra de la libertad.” Pompa y circunstancia atiende con singular minucia a valores, tradiciones e instituciones, a los asuntos de la educación y las formas, a los aspectos más visibles de la cultura británica, pero desatiende auscultar sus latidos más ocultos, y acaso más oscuros: no hay apenas análisis económicos, ni rastreo de los tormentos sociales e ideológicos que han perfilado asimismo su carácter, ni crítica que vaya más allá del contrapunto amable. Esta inclinación tradicionalista explica asimismo el recurso frecuente a lo más granado del conservadurismo, no solo británico, sino también patrio: desde Josep Pla hasta Valentí Puig, pasando por Andrés Trapiello, Julio Camba, el marqués de Tamarón, José María Salaverría y hasta Ramiro de Maeztu. También en lo estético, las preferencias de Peyró son poco audaces: por ejemplo, los poetas de los que habla –y que alaba– son Thomas Hardy, John Betjeman, Philip Larkin y Gerard Manley Hopkins. Los tres primeros representan lo más pétreo –y soporífero– de la literatura en lengua inglesa, y Hopkins era sacerdote. No hay entradas dedicadas, digamos, a Dylan Thomas, T. S. Eliot o Edward Carpenter.

Dicho lo cual, es de justicia añadir que Pompa y circunstancia acredita un trabajo fabuloso de documentación, fruto de muchos años de lectura, y que está bien escrito. De hecho, está escrito con estilo inglés: musculado pero fluido, antisolemne, preciso, con ese toque justo de ligereza que diluye los coágulos de la erudición y la pedantería, y, sobre todo, bienhumorado: la ironía en las formas, un don con el que Peyró ha sido innegablemente agraciado, conviene a la descripción de un pueblo por naturaleza irónico. Solo alguien que comparte esa manera de decir, chispeantemente anglosajona, puede empezar así una entrada: “La opinión sobre Richard Ford se divide entre quienes lo consideran un gran hispanista, quienes lo consideran un gran hispanófobo y quienes lo consideran una suerte de hispanista hispanófobo.” Peyró sabe jugar, además, con el ritmo de la narración –porque Poema y circunstancia también es una narración– y alterna entradas muy extensas con otras tan escuetas como la de “lluvia”, donde se limita a consignar: “Taine ve la lluvia inglesa ‘fina, cerrada, inmisericorde […], sin razón para que no dure hasta el final de los tiempos’.”

Las entradas son microensayos, a menudo muy brillantes, sobre las cuestiones analizadas. Están urdidas con las opiniones del autor –que no teme ser subjetivo, es más, que se complace en serlo– y un gran número de citas de otros escritores que han considerado también ese asunto. La acumulación de citas supone un no ingrato paseo por buena parte de la literatura occidental, pero resulta a veces algo mecánica. Y, paradójicamente, aporta mucha opinión, pero sustrae información. De la agenda Filofax, por ejemplo, es imposible saber que se trata de una agenda hasta bien entrada la entrada, y de algo mucho más serio, como la guerra de las Malvinas, apenas tenemos conocimiento –ni datos– en la correspondiente a las Islas Malvinas. El resultado es, en general, una enciclopedia poco enciclopédica. Las entradas son relevantes en la mayoría de los casos, pero no dejan de incorporar alguna frivolidad, como las de los brindis o los sándwiches de pepino, ni de atender con excesiva complacencia a las marcas y establecimientos comerciales de las islas, sobre todo a los que acumulan siglos de antigüedad. Aunque ello sea coherente con el espíritu mercantil de los ingleses –“un pueblo de tenderos”, como observó Napoleón–, se hace fatigoso. Los errores son pocos, pero existen: Samuel Johnson no fue el autor del primer diccionario de la lengua inglesa, como dice Peyró en dos ocasiones: en los ciento cincuenta años anteriores a la aparición del suyo, en 1755, se llevaban publicados más de veinte; y las leyes inglesas son un instrumento de control social, a diferencia de lo que sostiene Peyró, porque todas las leyes lo son: las inglesas y las del Congo. Entre la miríada de opiniones recogidas para sustentar sus juicios, algunas ilustran, otras sorprenden y también las hay que espantan. Un reputado escritor español, por ejemplo, cree que “con quien piense que Hitchcock es un genio, no hay nada que hacer”. Yo más bien creo que con quien no hay nada que hacer es con quien piense que con quien piense que Hitchcock es un genio, no hay nada que hacer. No sé si me explico. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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