Hay una frase tremenda, sumamente cruel, pero quizá no del todo injusta, con que el temible y temido crítico francés Hector Bianciotti sentenció (por no decir: fusiló) a Milan Kundera: “Hemos acogido a un gran escritor”, dijo Bianciotti (Kundera había abandonado Praga por París y el checo por el francés) “y lo hemos convertido en un intelectual parisino”. Esperemos que no le ocurra lo mismo a Andrei Makine, pero me temo que hay motivos para preocuparse.
Quienes seguimos de cerca la literatura francesa de estos últimos años (Annie Ernaux, Hervé Guibert en su día, Michel del Castillo, Amélie Nothomb, Olivier Rolin, y el insufrible y reaccionario, pero agudo y divertidísimo en su vena satírica, Michel Houellebecq) hace tiempo que nos habíamos entusiasmado por Makine. Al igual que Kundera o Dai Sijie (autor de un hermoso librito, Balzac y la joven costurera china, publicado entre nosotros por Tusquets), Makine creció en un país comunista, aprendió francés, y descubrió o creyó ver en la cultura, la historia, la literatura francesas un paraíso de libertad, inteligencia y refinamiento. Al igual que los otros dos citados, se pasó con armas y bagajes en 1987, teniendo treinta años a Francia y a su lengua, y se dio a conocer en 1995 ganando a la vez el premio Goncourt y el Médicis con El testamento francés. Novela de apariencia autobiográfica, El testamento… cuenta la fascinación de un niño ruso por su (supuesta) abuela, una francesa que fue a Rusia en misión de la Cruz Roja en 1921 y tras casarse con un ruso y vivir aventuras y desventuras varias incluidos los horrores de la guerra terminó quedándose en el país.
El testamento francés, que para muchos de nosotros fue la primera y deslumbrante aproximación a la obra de Makine, muestra las constantes que hallaríamos luego en otras obras del autor, representante de esa generación que él mismo llama los hijos del deshielo. El retrato de una Rusia convulsa, llena de secretos terribles y tragedias mal enterradas: la Segunda Guerra Mundial, con su secuela de campos sembrados de cadáveres, violaciones, hambrunas, bombardeos; los campos de concentración, los orfanatos, la policía política (con el dolor añadido, para la gente culta, de saber que algunos intelectuales europeos escribían desde sus tertulias de café himnos a Stalin)… El contraste entre esa Rusia épica, con sus veteranos convencidos a pesar de todo creen en el patriotismo, el heroísmo, el comunismo de que su lucha ha valido la pena, y un país que se desmorona, se vende a los turistas y hombres de negocios occidentales, se prostituye para ellos: es imborrable a este respecto la historia de desengaño que nos cuenta la primera novela del autor (no traducida al español) La fille d’un héros de l’Union Soviétique. Otro elemento que suele encontrarse en las novelas de Makine es el secreto revelado, la verdad desenmascarada: el héroe de la Unión Soviética que descubre la verdadera profesión de su hija, supuesta intérprete de lenguas extranjeras, de la que tan orgulloso se sentía; el brillante pianista que para huir de la persecución política renuncia a su carrera y a su identidad, usurpando la de un muerto, hasta que no puede resistir la tentación de tocar el piano como sabe y le descubren, en La música de una vida. O los secretos familiares, con golpe de efecto final, en El testamento francés… Y planeando por encima de todas esas historias a cuál más truculenta, el toque personal del autor: la compasión, la delicadeza con que cuenta, y los momentos en que un cielo primaveral, una fuente de agua clara, una nieve que cae tan despacio que parece inmóvil, el crujido de la leña al arder… producen a pesar de todo incluso en la vida más trágica, incluso en pleno fragor de la batalla una impresión de felicidad misteriosa y la convicción de que eso, en el fondo, es la verdadera vida (en esto, como se puede ver, Makine es heredero de Proust, de Chéjov y de Katherine Mansfield).
Entre el cielo y la tierra, que acaba de publicar Tusquets, editora también de El testamento francés, La música de una vida y El crimen de Olga Arbélina (esperemos que no tarden mucho en traducir los excelentes La fille d’un héros de l’Union Soviétique y Confession d’un porte-drapeau déchu), retoma en parte la historia contada en El testamento… Aquí, se pone en escena, con nombre y apellidos, su autor, el adolescente Andrei Makine, que vive en un orfanato y pasa las vacaciones con alguien a quien llama “tía”, aunque no llegamos a saber su verdadero parentesco si lo tiene con ella y que es la misma anciana franco-rusa que aparecía en la otra novela, allí en el papel de “abuela”. Pero en esta ocasión, la protagonista no es ella, sino el que fue su gran amor: un aviador francés al que conoció huyendo de un tren en llamas en 1942. Fueron amantes unos días, pero la guerra les separó, y sus sueños de reencuentro y hasta de una futura y plácida vida conyugal en Francia, se truncaron al estrellarse su avión.
Si bien en esta novela hallamos las mismas obsesiones temáticas y rasgos estilísticos a los que Makine nos tiene acostumbrados, la novedad es que esta vez no sólo nos cuenta una historia, sino también cómo el autor, un Makine convertido en intelectual parisino no nos ahorra sus escaramuzas con los críticos ni sus anécdotas de debate televisivo escribe esa historia: cómo investiga sobre sus personajes, cómo duda entre la crónica y la ficción… Se trata, en fin, de un avatar más de ese género hoy tan de moda, heredero del nuevo periodismo de Tom Wolfe y la non-fiction novel de Capote, entre otros muchos antepasados, y cuyo más conocido ejemplo entre nosotros es Soldados de Salamina (con el que también tiene en común la recuperación de la memoria histórica y en particular la de la guerra). Por desgracia, las reflexiones de Makine al respecto no resultan especialmente originales ni aportan, en opinión de quien esto escribe, gran cosa ni al género, ni a su obra. Tampoco la crítica a Occidente (esa Francia de motos, pintadas y raperos) que complementa ahora su desmitificación del comunismo, va más allá de la anécdota… Entre el cielo y la tierra es, en fin, una novela (o lo que sea) estimable, pero algo pálida y deslavazada al lado de otras suyas. Mi recomendación es que si no han leído nada suyo, no empiecen por este libro, sino por El testamento francés o la inolvidable La música de una vida. Y que sigan la pista a este magnífico autor al que sin duda, baches aparte, queda aún mucho y bueno por escribir. O eso esperamos. –
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