Entrevista con Ignacio Peyró: “Ha costado que se acepte el placer como arte”

Rita Tudela
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Ignacio Peyró (Madrid, 1980) acaba de publicar su libro Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida (Libros del Asteroide, 2018) en el que, a caballo entre las memorias y la literatura gastronómica, recorre un año entero. Con una amplia trayectoria como periodista, traductor, asesor de comunicación y conferenciante, ahora es el director del Instituto Cervantes de Londres y ha sacado tiempo para escribir otros títulos como Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola, 2014) y La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig (Elba, 2017). Pese a lo que pueda parecer al repasar su frenética trayectoria profesional, Peyró es un hombre reposado como una buena sobremesa, que se toma su tiempo para contestar y aunque se extiende en sus respuestas, mide bien sus palabras.

¿Qué le llevó a escribir el libro? ¿De dónde viene este interés en la gastronomía?

Fue un encargo, lo que es maravilloso. De parte de Luis Solano [editor de Libros del Asteroide]. También estaba Jordi Amat. A los meses de pedírmelo envié la mitad y dije “oye, no sé si esto es lo que queréis”. Me contestaron que era aún mejor de lo que tenían pensado. La gastronomía no se puede desligar de la experiencia vital de uno y desde finales de mi adolescencia siento una gran curiosidad por los alimentos, por los ritos que rodean al comer y por la literatura que ha generado. Si uno echa la vista atrás, verá que acontecimientos remarcables como viajes, momentos de familia, de amistad, de amor, éxito o derrota están marcados por la gastronomía.

Entonces, ¿cuál era la idea inicial?

Querían algo más ensayístico y periodístico. No habían previsto ese ingrediente más de memoria, más personal. De este libro me gusta el que tenga entradas largas y cortas, un punto ondulante: que unos capítulos sean más divertidos, otros más hondos, en los que me explayo… pero siempre jugando con ese punto de ligereza, que puedas entrar en cualquier parte.

También es un homenaje a autores aficionados a la cocina. Para alguien que no esté instruido en la materia, ¿a quién recomendaría?

Leo a muchos contemporáneos como Víctor de la Serna, a Jesús Terrés o a Matoses, aunque ellos hacen más bien críticas. Con una pulsión más literaria, hay un escritor que me chifla que se llama James de Coquet. MFK Fisher, que es una gran escritora, aunque hubiese escrito de cualquier tema. Lo importante es cuando la literatura gastronómica pasa a ser literatura sin más y ella lo consigue aunque el asidero sea la gastronomía. Y también con un punto juego erudito y de gran Europa están Néstor Luján, cultísimo y con una sensibilidad muy fina, o Perucho, que le añade capricho estético a todo pero está muy informado sobre la gastronomía española en el año 70. Por supuesto, el maestro Josep Pla. Y Xavier Domingo, que era fabuloso, aunque sus libros son muy difíciles de encontrar hoy, curiosamente.

Priman los hombres por encima de las mujeres

Bueno, yo creo que la gran voz de la literatura gastronómica es precisamente una mujer, la mencionada MFK Fisher. Publiqué una reseña de sus obras completas hace un par de años y es deslumbrante. Está al nivel de Henry James, es extraordinaria. En España tenemos unos libros de cocina maravillosos que son los de Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, y de la marquesa de Parabere. Pero bueno, para la literatura gastronómica no ha sido fácil salir de las últimas estanterías, precisamente por esa labor más práctica que muchas veces tenía. Ha costado que se acepte el placer como arte.

Es director del Instituto Cervantes de Londres, ¿tiene algo que decir en defensa de la gastronomía inglesa?

Lo de denigrar la cocina inglesa parece casi un subgénero literario. En otro libro hice una recopilación de cosas ingeniosas dichas en su contra: “para comer bien tienes que comer tres veces”, por ejemplo. Quizá no exista esa cultura tan sensual o tan refinada de los países mediterráneos, pero aunque tienen una despensa más limitada es excelente. Las carnes rojas, muy buena caza… sus verduras pueden ser verdaderamente buenas y tienen algún queso muy estimable. Y son maestros en el arte de ahumar. Por lo tanto, sí, hay una cultura culinaria típicamente inglesa que, dentro de su sencillez, está muy bien y además nunca ha querido ser nada más. De hecho, desde el siglo XVIII esa honestidad de una carne roja asada era casi un signo nacional. Hay clubes como el del filete que empezaron en aquel tiempo y aún existen. También hay que tener en cuenta que ellos son los grandes codificadores del vino. Burdeos, jerez y oportos existen por ellos y hasta hace 50 años prácticamente es lo que ha bebido el mundo. Me encanta el apego tardomedieval que tienen a su cocina pura, el gusto hacia los pasteles salados. Son una especie de táper del siglo XV en el que meten riñones, filetes, salsa y no sale nada de ahí, la pasta está como termosellada.

En uno de los capítulos habla del puro como una parte de la gastronomía. ¿Cómo se puede entender eso? Especialmente desde la perspectiva de un lector que no haya fumado en su vida

Tiene un punto de elegía. Hasta hace no tanto uno de los ritos finales de la comida pasaba por el puro. Tiene una cultura de una gran belleza, es un producto de una complejidad impresionante y hay pocas cosas que den más placer. La gente no fuma puros porque quede bien o porque las autoridades sanitarias le vayan a dar un abrazo.

¿Los cigarrillos no formarían parte de ese ritual de final de la comida?

Bueno, el cigarrillo tiene un punto siempre más ansiógeno. Yo he fumado cigarrillos y puros pero lo dejé completamente, así que para mi es una pasión muerta. Me gustaba el tabaco en todas sus formas, pero hay un tempo lento que solo da el puro, un ritmo casi conversacional que solo da el reloj de un puro.

Dice cosas ligeramente polémicas en los tiempos en los que vivimos como que “existen platos para chicas y platos para chicos”

Es casi una superstición, parece. En los hombres el vino blanco parece una cosa afectada. Ninguno de mis amigos del colegio pediría un vino blanco jamás porque les parece sofisticado y pretencioso. Son de cerveza y solo de unas cuantas. De alguna manera, que un constructor de 60 años se vaya a comer a un mesón con jamones colgando es más propio que que se vaya una chica del barrio de Gràcia, ¿no? Todos funcionamos con estos clichés pero a la vez también produce un enorme placer transgredirlos. Por mi parte tengo un paladar muy ecuménico, me gusta lo mismo o más una tasca que cualquier dos estrellas Michelin.

¿Qué le parecen las modas gastronómicas, el adjetivo foodie y demás modernidades?

A mí me parece bien, es una cosa agradable y divertida. No vamos a discutir también por eso. Llamarse a uno mismo foodie me parece un poco freak, pero que haya preocupación culinaria eleva el nivel general. En España el año 43 se llamó “El año del hambre”. Para llamarlo así se tuvo que pasar mucha hambre y seguramente también mucho frío. Y 30 años después tenemos ya los problemas de una sociedad de la abundancia. Cuando nosotros nacimos, a principios de los 80, ya teníamos unas preocupaciones asociadas a la comida que no eran precisamente el raquitismo o la falta de calcio. Eran la obesidad, los trastornos de la alimentación, como la anorexia, y un afán gourmet que empezaba a despuntar. ¿Quién iba a pensar en el año 88 que hoy las neveras de los lácteos iban a ser un mundo de colores y sensaciones? Solamente la leche, con o sin lactosa, con omega 3, de avena, de soja, de arroz… creo que eso es mejor, de alguna manera.

Teniendo en cuenta que su último libro trata sobre gastronomía, una pregunta fácil. ¿Cuál es su plato preferido?

No lo sé, no lo sé… un jamón de bellota. O unos primeros espárragos o los guisantes, eso me vuelve loco.

 

 

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Es periodista y crítica literaria.


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