Leila Guerriero
Una historia sencilla
Barcelona, Anagrama, 2013, 152 pp.
La salud de la crónica latinoamericana es incuestionable, se nos repite desde hace un par de años. Prueba de ello, se argumenta, es el espacio cada vez más generoso que el periodismo narrativo ocupa en los medios impresos del continente; la recategorización de la crónica como plato fuerte del menú informativo (y ya no solo como simple complemento de la noticia); y la apuesta de numerosas editoriales de publicar relatos periodísticos, para regocijo de ese mercado creciente de lectores interesados en acercarse a la realidad a través de la literatura, ante la desconfianza que los medios tradicionales inspiran y la desazón que predomina en un mundo regido –y opacado– por la imagen.
Pero cuando uno examina de cerca esta situación, al nivel de los esfuerzos individuales de los cronistas, ciertas flaquezas salen a la luz: pobreza narrativa, excesivo protagonismo del periodista y una notoria predilección –más que obvia en el caso de los cronistas mexicanos– por las historias relacionadas con el narcotráfico, por citar solo algunas. No entraré aquí en una discusión sobre la pertinencia o la necesidad de consignar los hechos brutales que sacuden a nuestras sociedades; solo diré que si el periodismo narrativo se pretende literatura, debería ser capaz de tocar el corazón de sus lectores no solo a través del tremendismo que inspiran las gestas sangrientas de los criminales, sino mediante el rescate de lo que podríamos denominar las historias sencillas, las historias inanes. Por ejemplo, la historia de un joven bajito que sueña con ganar un concurso de zapateado.
Confieso que comencé Una historia sencilla con escepticismo. Pero no porque desdeñara la labor, por demás intachable, de la escritora y periodista Leila Guerriero (Junín, 1967), sino a causa de mis propios prejuicios. Al leer en la contraportada que el libro narraba las tragedias y triunfos de un reducido grupo de bailarines folclóricos argentinos, durante el Festival Nacional del Malambo en Laborde, dudé que el libro diera para mucho. A fin de cuentas, ¿qué significa el malambo para alguien que jamás ha visto ese baile, que tiene solo una vaga idea de la geografía argentina, y más vaga aún de la cultura gaucha?
No mucho. Casi nada.
Las primeras páginas desconciertan por su tono casi enciclopédico, de reportaje de National Geographic, pero la curiosidad mantiene en vilo al lector. El malambo, aprendemos pronto, es un baile zapateado que los gauchos convirtieron en un desafío rústico, que implica para el ejecutante la preparación física y mental de un atleta olímpico. El Festival del Malambo en Laborde, se entera uno más tarde, es el más importante del rubro: niños, muchachas y jóvenes hacen sacrificios impensables para obtener el reconocimiento de unos pocos de miles de iniciados, pues los premios no son pecuniarios sino simbólicos. Los aspirantes de la categoría más importante, el malambo mayor, muchachos que en promedio tienen veintitrés años –hijos de obreros, de policías, de choferes de microbús–, entrenarán por años para alcanzar la oportunidad de probar que son los mejores, conscientes de que el triunfo en la justa de Laborde implica un precio terrible: el campeón no puede volver a competir en ningún otro concurso, y el malambo con el que gane se convertirá en uno de los últimos de su vida. “Ganar Laborde te corta las piernas”, nos dice uno de los campeones en la crónica de Guerriero. “Venimos a ganar sabiendo que vamos a perder”.
Una vez que conocemos esta tremenda ironía, la crónica despega con velocidad vertiginosa. Guerriero relata sus impresiones de las justas de 2011 y 2012: describe el ambiente del concurso, el escenario que intimida hasta a los más curtidos, y las exhibiciones de ese baile bestial que, al final, deja a los más pequeños llorando en brazos de sus entrenadores. Guerriero, conocedora de los mecanismos del relato, nos da probadas del horror que embarga a los aspirantes en la soledad de la tarima; del sufrimiento de los músculos quemados, las ampollas reventadas, los dedos destrozados contra la madera tosca, pero también de la electricidad que, sobre el escenario, convierte a los muchachos en gauchos intimidantes. Para cuando llega a sus testimonios íntimos, el lector ya no puede parar: quiere conocer el destino de estos muchachos que se dejan el cabello largo, que jamás han fumado, bebido o trasnochado; que se saben de memoria la épica del Martín Fierro y que creen en palabras como respeto, tradición, bandera, patria. Muchachos que practican a diario, frente al espejo, la fiereza de su mirada; que conocen la mordida del hambre y la soportan con estoicismo, sin amargarse. Muchachos, en suma, como Rodolfo González Alcántara: “un hombre común con unos padres comunes luchando por tener una vida mejor en circunstancias de pobreza común”, petiso y apocado, pero que en el escenario se agiganta hasta parecer un monstruo, una bestia, una fuerza de la naturaleza, capaz de hacer comprender al más obtuso la esencia de esa tierra poblada de gente sufrida y altiva, valiente y austera.
Con un lenguaje sobrio y certero, Guerriero nos presenta un relato que es fruto de una labor de filigranista tanto a nivel de las palabras como de los hilos narrativos; un relato que parece dotado con el ritmo del malambo: sereno al principio, casi lánguido, se complejiza hasta alcanzar una intensidad salvaje que se sostiene gracias a la sustancia misma de la autora; sus dudas, su admiración y su empatía hacia Rodolfo, su sincero sobrecogimiento ante la soledad de un hombre que, silente y aterrado, enfrenta su destino. La mirada intrusiva que conocen y admiran los lectores de Guerriero es llevada en Una historia sencilla hasta las últimas consecuencias. A la vez reticente y depredadora, la escritora logra hablar desde la primera persona sin tener que abandonar la oscuridad de las bambalinas.
Quizá no todas las crónicas que se producen en América Latina gocen de salud, pero la de Guerriero acusa lozanía, parece vacunada contra los vicios del tema y de la forma, y produce, como en la mejor literatura, una impresión de vida que conmueve y perturba. ~
(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este año publicó dos libros: Aquí no es Miami (Almadía/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadía)