Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila

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Hay muchas maneras de ser un escritor de aforismos (o máximas, sentencias, pensamientos breves, etc): los hay crípticos pero atentos a los detalles de la realidad (Elias Canetti), inmoderados y fervorosos pero templados por el rigor del estilo (E.M. Cioran), confesionales porque toman su vida como microcosmos (Montaigne), en fin, todos ellos poco dotados (“hay una impotencia creadora”) para el tratado y para el discurso. Decía Joseph Joubert que todo sistema es una impostura, algo que parece compartir Gómez Dávila, aunque éste esperaba que al ver la totalidad de sus frases (puntos) pudiéramos ver una imagen, o algo semejante; en fin, una fusión totalizadora, aunque no discursiva.

Nicolás Gómez Davila (1913-1994) nació en Bogotá, pero cuando tenía seis años su familia se estableció en París, donde estudió en un colegio benedictino. En aquella época pasó varios veranos en Inglaterra. Otro dato: tuvo que guardar dos años de reposo a causa de una neumonía, una experiencia ya recurrente en la formación de algunos escritores, porque la quietud obligada les lleva al movimiento de la literatura. Al volver a Bogotá contrajo matrimonio y tuvo tres hijos. Salvo un viaje a Europa con su mujer a finales de los años cuarenta, que duró seis meses, el resto de su vida transcurrió en la capital colombiana, en una mansión estilo Tudor, construida al norte de la ciudad, donde vivió pertrechado con una biblioteca políglota, como su propietario, que llegó a tener más de treinta mil volúmenes. En esa casa recibía los domingos a un grupo de amigos con los que tertuliaba.

Hasta dónde sé poco se ha escrito sobre él, y el descubrimiento de su obra se debe a algunos escritores alemanes y a Franco Volpi, que prologa esta edición y que ya escribió sobre el pensador colombiano en 2001. Es cierto que se han ocupado de su obra Hernando Téllez, Cobo Borda, Adolfo Castañón, Fernando Savater y Álvaro Mutis, éste último amigo suyo, y que comparte con el gran escoliasta al menos un aspecto de su pensamiento. Hay que señalar que José Miguel Oviedo lo introdujo en la pequeña antología del ensayismo latinoamericano. El mismo Gómez Dávila no hizo mucho por la publicidad de sus escritos, y la primera edición de ellos, una amplia selección de sus “escolios”, data de 1977, publicada en Bogotá. Antes de esta obra, que es la que sin duda lo expresa y en cuyo género encontró su identidad como escritor, hizo una edición privada de Notas. Tomo I (1954), seguida de Textos I (1959). ¿A qué se debe esta vocación silenciosa? La materia de sus aforismos nada indica que pueda hacer pensar en algo clandestino, en la necesidad de una obra póstuma. De hecho, la publicación de los dos volúmenes citados desmiente dicha conjetura. Quizás, la voluntad de reclusión –que su gran amigo Laserna Pinzón fecha en 1949– y la tarea de lectura y de escritura estén relacionadas con su desprecio hacia su época. De hecho, las mil cuatrocientas páginas de la edición Atalanta de sus escolios son una suerte de mundo fuera de fechas, aunque finalmente se trate de una obra que no podría haber sido escrita sino en el siglo XX. Francisco Pizano –y Franco Volpi hace eco de ello– supone que el texto “implícito” al que hace alusión los escolios está comprendido en Textos, donde desarrolla su teoría de la reacción. Puede ser, pero me inclino a pensar que el texto implícito es la aventura del cristianismo desde sus inicios hasta el tiempo en que Gómez Dávila escribe. Sin embargo, mi intuición encuentra resistencia en frases como esta: “Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”. No escribió para los demás (aunque hay en su obra un “lector”), y su pesimismo respecto a su tiempo quizás le llevó a una actividad secreta, orgullosa, casi desmedida si no estuviera regida por la elegancia. “Cuando todos quieren ser algo sólo es decente no ser nada”, escribió.

No cabe duda de que cultivó un fuerte desdén por su siglo. Fue antimoderno, si entendemos por modernidad la tradición del pensamiento crítico, desmontador de las ilusiones de la metafísica, la aceleración del tiempo histórico bajo la espuela del progreso y la exaltación de la tecnología. Es ya habitual al referirse a Gómez Dávila adjetivarlo de reaccionario y católico tradicionalista. Es cierto, pero sólo si no queremos comprenderlo. Quiero decir: para entenderlo hay que explicar de qué manera es reaccionario y qué tipo de cristianismo es el suyo. Alguna vez escribió, y creo que hay que tenerlo en cuenta, lo siguiente: “Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo”. Esta frase expresa una verdad de su obra siempre que se acepte que no está completa y que es contradictoria con otras afirmaciones suyas. Hay que recordar que el joven Gómez Dávila vivió en Francia hasta 1939 (¿de no haber estallado la guerra habría permanecido allí?), y pudo seguir los ecos de Maurice Barrès y, sobre todo, la actividad de Charles Maurras (la Acción Francesa) en polémica con el progresismo anticatólico, defensores ambos pensadores de un nacional-catolicismo al que Gómez Dávila no parece ajeno.

Gómez Dávila reaccionó contra el encumbramiento, desde mediados del XVIII, de la razón, y defendió el romanticismo en todo cuanto éste tiene de irracionalidad, de apasionado, de revuelta contra la pretensión racionalista de otorgar a la razón el único estatuto de la realidad. Se identifica con la voluntad del romántico, opuesta al determinismo. Pero no comparte el romanticismo revolucionario, ni vio nada defendible en revolución alguna (ama lo que dura y se apoya en un pasado prestigioso, no la invención ni la tabla rasa bajo la premisa del cambio violento). No podía creer en el progreso, pero no por pesimismo frente a la condición humana, derivado de una actitud moralista sino, creo, porque la revelación cristiana supone para él la plenitud, y es algo que ya ha sucedido. No creo que haya defendido ningún Estado totalitario; más bien, siguiendo la tradición liberal, estaba a favor de una sociedad fuerte y un Estado débil. En cambio, descreía de los atributos que el liberalismo otorga al individuo. En fin, más allá de finas y ocurrentes observaciones nada desdeñables, su teología y su visión de la historia no son lo que importa en su obra, sino todos esos otros pensamientos que no están alimentados, al menos no tan voluntariosamente, por la necesidad de oponerse. Moralista, fue un magnífico observador de la tontería humana (que el suele denominar bobería); también del amor y de la sensualidad, a la que sin duda rindió culto (“El amor ama la inefabilidad del individuo”); de los comportamientos humanos, individuales o grupales. Por ejemplo: “Burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos con lo que son”. Es estupendo en la mordacidad: “El político tal vez no sea capaz de pensar cualquier estupidez, pero siempre es capaz de decirla”. O esta otra más justa: “Ser joven es temer que nos crean estúpidos; madurar es temer serlo”.

La obra de Gómez Dávila es inagotable, y para quien esto escribe una verdadera sorpresa: ha sido el descubrimiento de una mente lúcida, con una capacidad expresiva (compresiva) digna de los grandes aforistas de cualquier época, un hombre de rara y verdadera cultura, en el sentido en que él mismo entiende este término: “Culto es el hombre que transforma en reflejos fisiológicos los más nobles productos del espíritu”. ~

 

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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