Escrito a lápiz / Microgramas III (1925-1932), de Robert Walser

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Hacia el final de Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas Robert Walser (1878-1956) concluye: “Es puñeteramente difícil escribir estando loco.” Debe serlo. Especialmente si las dificultades se cifran en minucias. Atisbos de esquizofrenia auditiva, digamos. Obstáculos como no soportar el tedio de una pluma o descubrir que el prójimo es insufrible. Alejarse de las máquinas de escribir, del papel de calidad, de la vanidad. Sortear trampas que nadie más ve y que probablemente no estén ahí. Walser sugiere un remedio en Con poderosa delicadeza

 

En la vida me he apoyado con harta frecuencia en mis dos manos, a las que siempre he tratado muy bien y que con el tiempo se han convertido en algo cultivado. Superé aquella indecisión sobre la máquina de escribir permaneciendo fiel a la escritura a mano, a la ley de los dedos.

 

 

Recurrir a lo pequeño, a lo que está a la mano, para superar peligros ocultos es, necesariamente, una campaña de largo alcance. Una empresa similar a la realizada por Bernhard Echte y Werner Morlang, quienes tuvieron a su cargo la edición de los textos que conforman Escrito a lápiz. Durante diecisiete años estos buenos hombres se ocuparon en descifrar un legajo compuesto por 527 papeles de formatos variopintos. Walser, pasados los años, escribía en dimensiones cada vez más pequeñas. Inició con una letra que oscilaba entre los tres y dos milímetros; para los microgramas redactados entre 1925 y 1932 (y que conforman este tercer volumen) la letra había sido reducida al milímetro. Calendarios, recibos de honorarios, cartas, tarjetas de presentación: aradas en su totalidad con una letra imposible de leer. Como explica Morlang en el epílogo del primer volumen de Escrito a lápiz (que contiene los microgramas escritos entre 1924 y 1925), se atacó los manuscritos letra a letra, utilizando cuentahílos de cinco o seis aumentos. Me parece arriesgado afirmar que Walser dio con un método para contener su locura. Digamos, mejor, que después de estar dando tumbos en la habitación el poeta finalmente se sintió en casa. Una casa, por lo demás, a la que fue difícil entrar ya que la había desocupado. De una carta a Max Rychner, fechada el 20 de junio de 1927, Morlang recupera una de las pocas explicaciones de Walser: 

 

Para el autor de estas líneas hubo un momento en que, en efecto, se vio preso de una terrible, de una espantosa aversión hacia la pluma, un momento en que estaba tan harto que apenas soy capaz de describirlo, en que, por poco que empezara a utilizarla, se convertía en todo un estúpido y, para librarse de este tedio de la pluma, empezó a lapicear, a esbozar, a garabatear.

 

Por supuesto, no son garabatos lo que leemos. Si algo han conseguido Echte y Morlang es arrebatarnos el placer de encontrarnos con las aparentes huellas de la locura para entregarnos un placer distinto que, en ocasiones, es verdad, sugiere un monstruo, pero la mayor parte del tiempo es, en suma, más de lo mismo. Como Walser lo anunciaba en Otra vez esta pequeña prosa, sabemos qué esperar:

 

Otra vez esta pequeña prosa, estas digresiones y rodeos, estas carteritas de ir al colegio y taconcitos de muchachitas. ¿Saldrá agradable, cómoda, edificante, satisfactoria esta exposición femenina? La pregunta se responde por sí sola. En lugar de cobrar ánimo y escribir un libro de feria entero, sólo abordo continuamente deditos de uñas pintadas, es decir, sólo surgen incesantes y míseros poemillas.

 

Es curioso constatar la transformación del caos caligráfico a libro ordenado. ¿Cómo es que se ha perdido ese aire de manuscrito, de texto encontrado en una caja de zapatos? Aún más, ¿cómo es que esto, en Walser, no constituye una pérdida? Walser no fatiga como lo hacen las “bibliotecas ocultas”, póstumas, producto de la carroña. Sabíamos que interesaría a los lectores, se suelen justificar los desesperantes editores, por eso decidimos publicar sus cuadernos secretos. O su correspondencia. O su lista del mandado. Todos los cuerpos opacos brillan, dadas las circunstancias. Pero rara vez vale la pena el manuscrito incompleto rescatado de la computadora de un muerto, de un accidente automovilístico, de una bóveda en Suiza, de una habitación en llamas. Los editores, de un día a otro, corren el riesgo de convertirse en el saqueador que sigue el avance de una guerra para despojar a los muertos de sus pertenencias. Debe decirse, sin embargo, que en ocasiones aciertan. ~

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(ciudad de México, 1982) es filósofo, escritor y jefe de redacción de la revista La Tempestad


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