La necesidad obliga a que surja lo indispensable. La poesía de Antonio Gamoneda, prácticamente desconocida, ignorada o ninguneada hasta hace muy poco, según el caso, se ha colocado en un lugar central de la escritura en español. Para los interrogadores del canon debe de ser interesante, y a la vez divertido, mostrar el modo tan rotundo y a la vez casi súbito en que su obra descuadró las pacientes genealogías académicas de la poesía española del siglo xx hechas en la península, y ha obligado a una reestructuración de todo su caudal, incluyendo en él voces que iban quedando al margen y que ahora se vuelven necesarias y definitivas. Pero quizás más interesante es el hecho de que su obra poética y su beligerancia crítica han reincorporado al ancho curso poético de la lengua la poesía escrita en España, dándole una legitimidad y un vigor que, por decir lo menos, se estaba diluyendo y que era cada vez más difícil argumentar frente a detractores absolutos o ideólogos culturales.
Antonio Gamoneda abre Cecilia, su último libro de poemas, con una cita de José Lezama Lima que podría pasar perfectamente por un verso suyo: “La luz es el primer animal visible de lo invisible.” El origen produce sorpresa, pues nada haría suponer una afinidad entre la pirotecnia de Lezama y el ascetismo de Gamoneda. Nada, a menos que reconozcamos, a pesar de lo diferente de sus respectivos universos poéticos, la necesidad aplastante de la que surge la poesía de cada uno. Una característica de Gamoneda es su inquietante capacidad para extraer del común mercado del lenguaje, sea a partir de un poema o de un texto médico, aquello que es imprescindiblemente suyo. Esas pocas palabras heredadas de Lezama muestran a su vez la reducción última del universo poético de Gamoneda: la cercanía entre el mundo mineral y el mundo biológico, la identificación de la luz con lo que palpita, de lo que es imposible mostrar con lo que se hace presente.
Esta Luz recoge y reorganiza la poesía escrita por Antonio Gamoneda de 1947 a 2004, e incorpora también sus traducciones del poeta comunista turco Nazim Hikmet, de los espirituales negros, de Mallamé y de Trakl, en un recorrido que muestra la sintonía y potencia de las distintas voces con las que ha ido coincidiendo a lo largo de su vida y que, al final, forman una sola unidad de fuerza. Ejemplo de esto son su “Notas para un diccionario apócrifo”, tomado de diversos autores médicos y de alguna manera extracto de su Libro de los venenos, no incluido aquí. No la secuencia, sino la exposición simultánea de sus traducciones poéticas y rastreos médicos es la mejor muestra de una consistencia escritural que ha ido, hacia adelante y también hacia atrás, construyendo una obra cada vez más central dentro de la poesía en español.
Sus poemas son fotografías exactas de la miseria y lo inmisericorde, y de una voluntad de vida que florece a pesar de la opresión y en la opresión, con una hábil capacidad para unir ternura y descarne en una sola imagen. Pocos han sido capaces de destilar de tal modo, y al mismo tiempo de representar con tal exactitud y fidelidad, la realidad de la posguerra española, de exponerla y dejarla sin disculpa ni argumentación. La contumaz sobrevivencia del testigo extrae una voz poética que no abandona nunca la percusión continua y sorda que desde la infancia marcó y continuó persiguiendo la vida de los individuos en la España franquista, y que de muchos modos y en muchos casos se ha tratado de suavizar. No hay perdón posible en estos poemas para aquellos que rompieron la posibilidad de disfrute de un niño, de un adolescente, de un joven, de un adulto y de un viejo. La continuidad de esta experiencia en la poesía de Gamoneda, el rigor para no dejar nunca de perseguir esos brotes metálicos de vida, la hacen su más poderoso testimonio, y sus poemas no permiten el menor escapismo. La vida y la obra están tan destiladas que forman una continuidad a palo seco. Su paisaje es constreñido y localizado. Vibra en los límites entre la ciudad y el campo. En el bosque hallamos “las flores cándidas y venenosas de los extrarradios”, y en los mercados de la ciudad “grasa y fulgor sobre los mostradores sangrientos”. Es un lenguaje de una densidad elemental, estricto y parco como la realidad vivida. En ese sentido, la inclusión del último libro de Gamoneda, Cecilia, que se publica también en una bellísima edición individual, es esplendorosa, pues en él Gamoneda se permite una esperanza que antes sólo surgía de la escasez. Cecilia no es un libro que se salga de la densidad poética de su obra anterior, sino que, desdoblándola, aparece como la culminación de una experiencia vital y poética, el aliento posible.
Su obra, al aparecer reunida y reescrita, es un bloque sólido y al mismo tiempo un súbito relámpago. De los “Primeros poemas” a “Cecilia” hay una consistencia indesarmable y un desarrollo que parece casi meditado. “Mis lágrimas entran en la luz. / Miro a mi amor: es una / avecilla desnuda, negra, fría”, dice en uno de sus primeros poemas, y se responde, seis décadas más tarde y en un mismo arco: “Estaba ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la locura. / Todo es visión, todo está libre de sentido.” Las palabras clave que él escoge (mentira, pérdida) al resonar unas con otras se explican y resuelven. La fuerza de este entrechocar de significaciones extrae de su experiencia personal, y de la historia y la tierra en la que ha tenido lugar, unas palabras que se vuelven objetos de uso común y testimonio irrefutable. La apremiante necesidad de cada imagen alcanzada no deja espacio para ninguna fácil aceptación. Aquí no cabe nada que no sea exacto, y por eso lo que hay es un dolor infinito y una continua exposición de la miseria vivida. Cualquier juego ligero que vele por un momento o que sentimentalice esa crueldad se convertiría en payasada. Si a la poesía de Gamoneda nos atuviéramos, no pasaría inadvertida la miseria moral de muchas actitudes posteriores, y se vería con absoluta nitidez su cariz imperdonable en el pasado e inadmisible ahora.
Más que un poeta español, es un poeta del río Bernesga y de los límites entre urbe y campo en la ciudad de León. Esa pertenencia extrema está conectada con una experiencia humana profunda, en donde la poesía es lugar común de todos, independientemente de lenguas, culturas y tradiciones literarias, y en donde los actos humanos son herencia también común y responsabilidad compartida. Los poemas de Gamoneda, como los de Seamus Heaney sobre el “Dublín vikingo”, que no hablan de una posible esencia irlandesa sino de una vivencia local que nos incluye en su realidad brutal y extrema, son perfectamente traducibles: “mis palabras lamen / los muelles adoquinados, van de caza, ligeras como sandalias / sobre el suelo remachado de cráneos”, dice Heaney. Del mismo modo, Gamoneda recupera las cadenas de presos que en la posguerra: “En largas cintas eran llevados a los puentes y ellos sentían la humedad del río antes de entrar en la tiniebla de San Marcos, en los tristes depósitos de mi ciudad avergonzada.” Si el testimonio es histórico, la experiencia es ya nuestra y la vergüenza compartida. Somos nosotros los que sentimos, con el niño que en el balcón “bajaba hasta los hierros cuyo frío no cesará en mi rostro”, eso que “un niño nunca debió ver”, y que Gamoneda persiguió hasta que su reescritura pudo recuperarl0 totalmente.
Las sucesivas “tachaduras”, como él las llama, de sus poemas le han dado a su obra una continuidad que no se percibiría de la misma forma si no los hubiera tocado. Habría en cambio una sucesión escalonada, desde unos orígenes muy incorporados en la tradición métrica española, hasta alcanzar un lenguaje cada vez más elemental. Esto se ve claramente en los sonetos, imposibles de corregir o tachar pues su estricta estructura no sólo moldeaba sino incluso imbuía el aliento poético de Gamoneda. Si los tocaba se derrumbaban: “El fracaso estuvo servido cuando me encontré con una música cerrada. Hace cincuentaymás años yo escribí sonetos. He querido reescribir alguno, pero no: lo único posible eran correcciones,” dice en Reescritura. Si en muchos poetas las revisiones de los poemas de juventud provocan una desnaturalización de su poesía, en el caso de Gamoneda sucede lo contrario, pues los poemas reconvertidos no traicionan las cosas de las que antes hablaba sino que las exponen en toda su crudeza. Esto se ve claramente en las versiones originales incluidas en el apéndice de su poesía reunida, y de manera concentrada en Reescritura, que incorpora, junto con un cd grabado por el propio autor, las tachaduras de poemas anteriores, en los que Gamoneda ha “interrogado, ‘presionado’, lo que quedaba del poema hasta hacerlo cantar otra vez”.
Atravesando olvido, la edición mexicana de su antología personal, es una muy buena introducción al universo poético de Gamoneda, pues además de la selección de poemas incluye dos anexos: “Una conversación con Antonio Gamoneda” de Ildefonso Rodríguez y un ensayo del propio poeta, “Poesía, existencia, muerte”. Estos dos textos están llenos de elementos que ayudan al lector a comprender mejor la búsqueda poética de Gamoneda. Sin embargo, de ambos se echa de menos su referencia, aunque el primero está tomado del libro colectivo Antonio Gamoneda, publicado por Calambur en 1993. Es una pena también que el “Prólogo” de Eduardo Milán no haya tratado de situar un poco más en contexto tanto la obra como la trayectoria personal, pues la densidad alcanzada por su poesía agradece lo que el mismo Gamoneda llama “su novela”, es decir, la narración histórica y biográfica de la que surgen sus poemas.
La lectura del “Epílogo” a Esta luz de Miguel Casado ayuda en mucho a paliar esta carencia. Casado estudia con meticulosidad y energía la relación de los referentes poéticos de Gamoneda con respecto a su experiencia biográfica, y muestra cómo es el alimento primero de su construcción imaginativa. Todo lo que se dice en sus versos parte de un conocimiento elemental. Esta luz es un título escueto. Pero lo que recoge se carga de sentido continuamente, diferentemente, como si su bujía fuera mínima e inagotable, débil pero constante. Lo mismo pasa con muchas otras palabras de su estricto vocabulario, como lo que arde, o como el frío. Gamoneda señala en su conversación con Ildefonso Rodríguez que en sus poemas “hay una tensión con la que se procura que las palabras adquieran gradaciones simbólicas”. Pero se trata de un simbolismo especial: se simbolizan a sí mismas. “Las cucharas, yo quiero que te engañen, que te parezcan un símbolo y, después, caigas en la cuenta de que eran unas cucharas que estaban metidas en mi vida.” La relación entre vida y obra que hay en estos poemas de primer golpe abstractos, la materialidad contundente que incorporan, los hace, al final de la experiencia de su lectura, aterradora y dolorosamente tangibles. Esta luz del título no es otra que la del matadero, pero también la de la cuerda de presos rumbo al Hostal de San Marcos, y simultánea y sucesivamente, la del amigo, la de la amante, de la nieta. La luz quema y calienta.
Al introducirse en su biografía, casi lo primero que aparece es que Gamoneda aprendió a leer en el único libro que había en su casa, casa de pobre en la posguerra española. Era un libro de poemas escrito por el padre, que también era poeta. Allí aprendió a la vez las letras, la música y el verso. Triple legado de la palabra lengua, de la carnalidad lengua, de la historia lengua. Como si el padre, muerto cuando él tenía un año, lo acunara en los brazos de sus versos. Ese aprendizaje, todo lo contrario de profuso, es la marca de su escritura. En pocos versos hacia adentro aprendió. Desde ese adentro ha dado voz a la sordidez y el frío y el dolor que se vivió en España durante muchos años de una manera incontestable, pero también al amor que lo cobijó. Al sacar esa realidad a la luz de un lenguaje insustituible, la ha hecho patrimonio de todos, y su lectura es nuestra responsabilidad, tanto poética como humana. Quedarse a la mitad de su lectura es un empobrecimiento perdonable, pero empobrecimiento al fin. –
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