En el clima de necesidad y de angostura emocional –la cara B de una paródica estrechez verbal–, es poco común tender la mirada sobre los paisajes de ritmo lento. También poco frecuente observar cómo alguien efectúa una escritura pública de un mundo privado que le debe su velocidad no a la realidad capciosa de un momento político o social, sino a una virtud lingüística de entendimiento íntimo. Recuerdo ahora los versos de la poeta Matilde Campilho en su poema “Jugando con los dientes del tiburón”: “A fin de cuentas / la idea de época / es solo un tema ilusional.” Esta traducción de la medio carioca medio portuguesa resulta un tanto engañosa. En realidad, estaçao puede interpretarse quizá como “época”, pero también como “estación” o “temporada”. Lo que Campilho disputa en sus versos no es otra cosa que la idea de “tiempo” en términos de engaño, irrealidad, ficción. Con todo, sobre si es posible en el idioma hacer del tiempo una proyección utópica. Así, como Campilho, Mercè Ibarz en el reciente Tríptico de la tierra (Anagrama, 2022), donde se recrea un espacio fronterizo, Saidí, que no aspira a ser o no real, o no exactamente, sino a acoger a quien se siente en un momento “poco preparada para los sentimientos expansivos”, que alberga “la manía de la normalidad” o que con franqueza suspira un sencillo “Me gusta la distancia”. Este libro de la narradora, periodista cultural y ensayista aragonesa que elige el catalán como cincel de lo literario nos hace regresar sobre el tiempo de la lengua: un espejo móvil y desideologizado de y para un pueblo. La terra retirada, La palmera de blat y Labor inacabada son las tres partes –publicadas primero en catalán y ahora también compiladas en la misma lengua por Anagrama, la misma casa que las publica en castellano– que configuran esta tablilla tan curiosa como infinita en la que se nos dice, y tenemos que tomar nota, que “Hacer del paisaje una persona, no, eso no. Si acaso una forma de sentir, y sentir quiere decir muchas cosas. Es subjetivo, sí, pero no de cada uno: en el clima y el paisaje la persona se descubre a sí misma. No hacemos el paisaje. El paisaje nos hace.” Por lo tanto, ¿qué fue antes? ¿El enunciado o el enunciador?
Siguiendo a Ibarz, si la duración se cifra en el sentimiento comunitario que el sujeto experimenta al establecer sus lazos afectivos, ¿de dónde parten estos mil amores? Tríptico de la tierra podría ser un diario enamorado sobre lo que se recupera: el sentimiento de pertenencia no tiene tanto que ver con ser o no familia, haber nacido en un mismo espacio o conocerse desde donde alcanza la memoria. El lenguaje antiguo, y casi secreto, emerge de la arcilla que se pisa y de la hierba que se mastica. Un movimiento si se quiere muy cercano al animal: “Los animales no se admiran unos a otros. Un caballo no admira a sus compañeros. No es que no compitan, sino que la competición no tiene consecuencias, ya que a la vuelta al establo el más torpe y pesado no le cede la cebada al otro, como el hombre quiere que hagan los demás con él. Entre los animales la virtud es una recompensa en sí misma. Pero sabemos muy poco de lo que les pasa a los animales cuando están a solas en las cuadras y en los campos; poca gente se queda a observarlos y extraer las palabras de lo que quiere decirnos un animal solo, ha escrito John Berger.” Honestidad, en fin, que en Ibarz es desprendimiento hacia el lector desde el apego profundo y sentimental hacia la escritura que sale a caminar con los hombres y no a pescarlos.
Acaso lo más interesante de nuestra autora sea la crítica sin edulcorante alguno hacia lo cultural; en concreto, hacia las representaciones de lo rural en la cultura contemporánea tras la posguerra en España, la irrupción asalvajada de los medios de difusión, la imposición de criterios mecanicistas sobre los de vida de los payeses y aquel capitalismo transformador de palabras que nos hace pensar que la tierra se vacía cuando se retira… Y lo hace por extrañamiento, no por convicción o abandono de la costumbre. Volvamos entonces a la murmuración de la escritora considerada a sí misma “payesa de la escritura”. Por un lado, el mundo del libro. Anota Ibarz: “El universo de la cultura libresca, tan urbano, cree que queda mal llamarse empresa, tienda, negocio, explotación. No pasa lo mismo en la realidad rural. Ser empresario agrícola, empresaria agrícola, gestionar una explotación agrícola en un pueblo como Saidí, en las zonas rurales productivas, ha significado mucho. Igual que para mí tiene importancia ser una labradora de las letras propietaria del terreno.” Por el otro, hacia la caja tonta en particular: “¿Es necesario decir que la televisión ha uniformado el mundo rural a la manera del urbano o ya es universalmente sabido?” ¿Qué tendrán ambos escenarios de representación cultural en común? Podríamos pensar. Pues bien, es claro, precisamente, el recelo hacia los imaginarios construidos en la periferia del mundo rural, ajenos al léxico del universo campesino, desde la literatura y desde la cultura visual, y que en nada se parecen a lo que este guarda en su núcleo: no olvidar las palabras que te hacen rumiar, así como la urgencia de introspección que demanda, lo queramos o no, lo natural. Algo que tampoco se asemeja a la razón, sino más bien a la contemplación sin ruido, al ulular cadencioso del mundo. Al corazón. Cierra, Matilde: “Todo se rehace / ya verás / todo se rehace / menos los nombres.” ~
Andrea Toribio (Madrid, 1993) hace la tesis sobre 'Cuadernos de todo', de Carmen Martín Gaite, es editora y escritora. Ha publicado 'Geografía azul' (Ebediziones, 2014) y 'Crecimiento radial. Cuaderno de notas' (Eirene, 2018).