Me resisto al mito de la “esencia” de un lugar, de una verdad inscrita en la tierra, la gente, las costumbres, y que tomada al pie de la letra resulta irreconciliable con realidades ajenas a sí misma. “Estaba siendo testigo del fin de España”, dice Ana Iris Simón en las primeras páginas de Feria, “del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta”. Me resisto a esta idea no porque no crea que existe la idiosincrasia de un pueblo o de un territorio, sino porque no creo que pueda definirse una identidad exclusivamente a partir de ella. En varios puntos del libro tengo la impresión de que este es el proyecto de Simón, y esto es lo que más me hace mantener las distancias.
Hay un intento, por ejemplo, de caracterizar La Mancha, dotarla de una personalidad o incluso de una mitología, a partir de tres realidades: la ausencia de relieve, el viento y el Quijote. Aquí se añade que a los manchegos no se les puede negar la existencia del Quijote porque “al final en lo que uno cree, sobre todo si ese uno es un pueblo, tiene más realidad que lo que uno ve”. Pienso entonces en la cantidad de veces que en casa he escuchado quejarse de las estatuas del Quijote y Sancho que hay en la plaza del pueblo, o en lo poco que nos importa la convicción de ese hombre que ofrece cinco mil euros a quien desmienta que el nuestro es el “lugar de La Mancha” de Cervantes.
No quiero decir que no haya quien discuta sobre ello, sino más bien que la leyenda toma forma cuando se la alimenta, y que la recreación literaria –y eso que en Feria no hay mucho de esto– contribuye a crear este aura que luego tiene un impacto relativo en la vida cotidiana. Cuando a propósito de poder plantar árboles en cualquier parte, Simón menciona la “realidad que hay más allá de la urbe”, a mí lo que se me viene a la cabeza es tener que hacer media hora en coche para llegar a un Mercadona.
Menciono estos reparos, que son los evidentes y los que la propia autora menciona, por hablar del condicionamiento con el que he llegado a Feria. Cuestiones como esta de la nostalgia de tiempos pasados, o determinados posicionamientos de su autora, son lo que más ha determinado la repercusión que ha tenido el libro. Pero luego, a la hora de leer, he experimentado un tira y afloja entre mi desacuerdo con estos temas –recuperar lo genuino y cuestionar la modernidad y citar para ello al Fary– y mi disfrute con una escritura fluida y con momentos tiernos y divertidos. Me recuerda, salvando las distancias, a lo que me ocurre con Pasolini (a quien Simón obviamente alude), con quien también me pasa este desajuste entre lo que dice y la manera particular y de algún modo familiar en que lo dice.
El ritmo a veces entrecortado –“esto lo sé porque me lo han contado, me lo han contado muchas veces, pero lo dijo la primera vez que me vio, nada más nacer”– y a veces atropellado –“los caballitos y las pizzas y los algodones de azúcar y el consumir compulsivamente y las luces de colores y el griterío y el jolgorio se fueron convirtiendo poco a poco en norma”– le sienta bien a este tipo de narración que quiere, de manera muy evidente, mantener las distancias con formas de contar más neutras. En la acumulación de imágenes y nombres uno a veces se pierde, pero el recurso funciona como una manera de reproducir el caos de una familia grande, las idas y venidas o las vivencias de la propia feria.
Y lo mismo se aprecia en la disposición de los capítulos, que aunque más o menos siguen un orden cronológico son en realidad como zooms en una historia que está continuamente saltando de atrás hacia delante. En el momento en el que se consigue superar el tono excesivamente moralizante de las reflexiones –“resultó que la decolonización era apuntarse a clases de twerking, ponerse uñas encima de uñas y hacer sentadillas para echar caderas”–, uno puede serpentear entre ellas para irse a los mejores episodios del libro, que son las descripciones de los miembros de su familia. En el cariño con que Simón describe a sus padres y a su hermano, en la manera directa y simple en que despide a los miembros de su familia fallecidos, es donde está el valor de Feria.
Me gusta la idea, que también es pasoliniana, de convertirse en un transmisor de historias, de llegar a hacerse consciente de ese papel y de no perder el contacto con la cadena que viene funcionando desde hace generaciones. Es en este legado donde creo que radica la reivindicación de la identidad que se lleva a cabo en el libro, y no en las reflexiones generales y esencialistas sobre la tierra y lo auténtico. El ejercicio de memoria revela que por mucho que se insista en algo pesado e inamovible que permanece tras no sé qué imposturas contemporáneas, al final uno es lo que es por lo particular, lo inmediato, las experiencias íntimas que poco a poco vamos aprendiendo a señalar como parte de nuestra historia personal.
Esto se formula como tal en cierto punto. Tras relatar un encuentro con tintes fantásticos en la estación de Alcázar de San Juan, Simón describe el paso del testigo que su padre hace con ella y su hermano: “Hasta entonces había sido él el encargado de contarnos qué y cómo eran las cosas. Se había ocupado de ordenar la realidad, nuestra realidad, de inventársela o, más bien, de explicárnosla. Ahora nos tocaba a nosotros hacer lo mismo con él. Había llegado el momento. Habíamos dejado de ser niños”.
Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).