Bitácora vital Danubio Torres Fierro, Estrategias sagradas, Seix Barral, Barcelona, 2001, 159 pp.Quizá la escritura testimonial sea el más difícil de los géneros por ser, sin duda, uno de los más arriesgados. Sin el asidero del puro ejercicio reflexivo, que conduce al ensayo, ni del juego de invenciones que desemboca en la ficción novelesca, hurgar en el pasado propio para diseñar una arquitectura verbal a modo de autorretrato es, a la vez, una demostración de inmodestia y una dádiva de sí. Bitácora reconstruida de una intensa travesía interior auténtica "educación sentimental" donde se entretejen sin cesar las aventuras del cuerpo con las del alma y el espíritu, este libro nos va ofreciendo, paso a paso, las rutas sucesivas de un laberinto interior que el lector ha de recorrer, con el autor, hacia el encuentro descarnado con la incierta esencia de la vida, es decir, con la despiadada imagen que devuelve el espejo: la certidumbre del tiempo y de la muerte.
La travesía que emprende Torres Fierro, en su viaje a ultramar desde este lado del océano, es, más que una experiencia cultural o política, un viaje al fondo de la noche que anida en su interior, como en el de todos y cada uno de los humanos. Sólo que son contados los que se atreven a hablarse de tú, frente a frente, con "ese centinela que aúlla de improviso", con el minotauro que aguarda en el centro del laberinto: la imagen de la propia finitud.
La quête la búsqueda fue el tema de casi todos los grandes relatos antiguos: se buscaba el pájaro de fuego o el vellocino de oro. El héroe se desplazaba, en un trayecto sembrado de pruebas y de peligros de los que salía victorioso, hacia el encuentro con el objeto de su deseo. La trayectoria era un aprendizaje, una iniciación, que entregaba por fin la más valiosa recompensa. En esta aventura contemporánea, el sujeto es un antihéroe.
El encuentro de ese antihéroe con Barcelona es un descubrimiento doloroso de la precaria y efímera suerte que acota los destinos humanos. Todo sucede en un contexto singularmente atractivo y estimulante, el de la transición política entre el franquismo y la democracia, cuando España despertaba, entre turbulencias y audacias sin límite, a la decisión de asumir el desempeño sin cortapisas de la libertad.
Por supuesto que la búsqueda que nos cuenta Danubio es, también, la del padre mítico, la que no faltó casi nunca en los relatos de todos los tiempos. Una busca que tiene que ver con el ansia de apoderarse de sí mismo, de entrar en trato profundo con la propia identidad. Tutor y cicerone, Jaime Gil de Biedma cumple en esa trayectoria un papel excepcional, movilizador de conmociones interiores. El don que le hace este personaje al antihéroe le deja una huella indeleble: la noción de "marginalidad", como consustancial con la condición de escritor, aunada en su experiencia a la de una opción sexual heterodoxa. Con Jaime Gil, la busca se volvió camaradería cómplice, a pesar de la distancia de edades. Danubio conoció a Jaime Gil cuando aquél había llegado al punto en que "el corazón se concentra, de manera obsesiva, en el escrutinio del pasado". Hoy, él mismo se encuentra en ese punto de inflexión y, al recuperar la figura del mentor cómplice, ya está maduro para destilar con lucidez, no exenta de nostalgia, aquellas ya sedimentadas "lecciones de abismo".
No podía faltar, en esta aventura del conocimiento en busca de estrategias de sobrevivencia y reconciliación con el mundo, el descenso al infierno de Eros, con sus cargas de efusión, gasto vital y desencanto. Tampoco los ascensos al paraíso.
Pero los encuentros más entrañables son de otro registro. Con Juan Gil-Albert, las afinidades electivas se cruzaron en el punto común de experiencias de exilio. El peregrinaje emprendido por tres amigos para rehacer el camino de uno de ellos hacia el destierro fue vivido por el más joven como un privilegio concedido por la Historia que, en vez de dispersar y separar, era capaz de juntar en un itinerario reparador a tres generaciones marcadas, de una u otra manera, por su pesadilla. El don de Juan Gil-Albert, reconoce el memorialista, fue el ejemplo "de una sosegada y sabia construcción de sí mismo".
El aprendizaje del joven ávido de formarse y afirmarse se dio, es cierto, en un momento álgido, de excepcional liberación de energías. Todo conspiraba, en aquella circunstancia efervescente de la transición española, y en la singular encrucijada de Barcelona, a catalizar energías de múltiple signo, propicias al encuentro de identidad y destino. Pero no hay que quedarse en la periferia del relato. Asistimos, con el autor, a las peripecias de un auténtico ritual de iniciación que, en la errancia, va conduciendo al arraigo en lo verdaderamente esencial: la pérdida se transmuta en encuentro y, en vez de empobrecer, enriquece. Si en este relato autobiográfico desfilan tantos personajes no es porque tal o cual sea más o menos famoso. Es porque cada uno aportó algo al crecimiento, al work in progress de un joven que, buscándose y persiguiendo el objeto de su deseo, descubrió que acabaría por encontrarlo y encontrarse en la escritura. Pero descubrió también algo más. Que sólo se le daría ese encuentro si aprendía a hacer de la escritura "la isla del tesoro": la suma, decantada, de la propia vida.
Carlos Barral e Yvonne, Juan Benet y Rosa Regás arropan al aprendiz de brujo que se pregunta por la vida en medio de tan notable conjunción de "almas inteligentes en pena", a flote y muy despiertas tras el largo letargo del franquismo, con la tibia protección de casa, del ambiente de familia. Ellos y los demás oponían una cultura de la vida a la perversa cultura de la muerte que había sido, y en algunas latitudes seguía siendo, uno de los signos más ominosos del siglo.
La "soberanía monopólica de lo ya ido" puebla al libro de todas esas presencias tutelares. El resplandor que emiten no es inmune al paso del tiempo que ataja, al final, los caminos de algunos. Sin embargo, queda de su paso por la vida del autor el afán compartido de contrarrestar el paso del tiempo en las islas bienaventuradas de la escritura.
Un regusto de desencanto puso término al pasaje de Danubio Torres Fierro por la Barcelona de los setenta. A la efervescencia liberadora de la primera transición habían sucedido exigencias de reacomodo cotidiano con la realidad que no podían dejar de tocar a quienes cumplieron con él tan entrañables, e inquietantes, funciones tutelares. Lo que aportaron a la orfandad del punto de partida había sido asimilado pero había que procesarlo e incorporarlo, mediante la alquimia de la palabra, a la mitología personal que cada escritor, nos sugiere Danubio Torres Fierro, tiene la vocación de edificar. De que en ese camino lleva ya un buen trecho andado es testimonio este libro escrito con maestría, saboreando y acariciando las huidizas, escabrosas y tantas veces sorprendentes intimidades del lenguaje.
El hallazgo del joven que fue el escritor maduro de hoy en aquellos años de buceo y exploración es la materia latente y escurridiza, el limo resbaloso que la vida nos va dejando entre las manos y que acaso alcanzará a esparcir ciertos destellos, quizá ilusorios pero sin duda reconfortantes, si alcanzamos a pergeñarlos con esa "porfía antojadiza" que es la escritura. De la travesía que cuenta este libro extrajo el autor una enseñanza: la travesía que hay que hacer es la que nos enfrenta con la fugacidad de la vida, la que nos permite asumirla y, a pesar de todo o precisamente por eso, escribir.
La perturbadora sinceridad de Estrategias sagradas conmueve, sobrecoge y desarma. Nos deja a solas con nosotros mismos, con nuestra vulnerable condición efímera y nuestro loco y persistente afán de perdurar. Nos deja formulando, como un salmo encantatorio, aquellos versos que Marguerite Yourcenar invoca al inicio y al término de las Memorias de Adriano: "Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño". Como sólo ocurre con libros escritos con las entrañas, este de Danubio Torres Fierro nos lleva de la mano al conocimiento de los conocimientos: el prepararnos a entrar en la muerte con los ojos abiertos. –
(La Habana, 1932-ciudad de Mรฉxico, 2007) fue narradora, ensayista y traductora. Por su primera novela, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974), obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.