Ética irresponsable

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Se han multiplicado, desde hace unos quince años, las revelaciones sobre las “simpatías” juveniles de Emil Cioran y Mircea Eliade con el movimiento fascista rumano de la Guardia de Hierro. Pero el libro de Alexandra Laignel-Lavastine, reconocida especialista de la historia intelectual centroeuropea, va mucho más allá de una simple confirmación de esta tesis. Basándose en un examen sistemático de fuentes hasta ahora inéditas o sepultadas en los archivos de Rumania —los libros y artículos que estos autores publicaron de los años veinte a los años cuarenta, sus diarios y cuadernos íntimos, sus expedientes diplomáticos como funcionarios del régimen pronazi del Conducator Ion Antonescu, por fin sus correspondencias privadas y hasta sus borradores de cartas—, la autora demuestra de manera tan rigurosa como pasmosa que el compromiso de los dos amigos, Eliade y Cioran, no fue nada más un pecado de juventud, sino una verdadera doctrina. Esta doctrina, plenamente asumida y abundantemente difundida durante más de diez años, se edificó a partir de la enseñanza nacionalista, “autoctonista” y antisemita de su maestro común de filosofía en la facultad de Bucarest, el venerado Nae Ionescu.
     También alumno del anterior, pero sin parentesco con él, Eugen Ionescu (o Ionesco, según la ortografía afrancesada de su nombre) fue uno de los pocos jóvenes intelectuales de su generación que se resistieron al contagio “legionario”, con mucha lucidez y no poco pavor. La madre de Ionesco era francesa de origen judío, y esta ascendencia, aunque secreta, no dejaba de ser peligrosa en un país donde la legislación antisemita se instaló desde el año 1937, y donde los pogromos y las deportaciones alcanzaron, a partir del verano de 1940, y bajo el impulso de la Guardia de Hierro, una barbarie pocas veces igualada.
     “Apología de la barbarie” es precisamente el título de un artículo del joven Cioran escrito en mayo de 1933, algunos meses antes de instalarse por dos años, gracias a una beca, en el Berlín hitleriano. Este texto, claro está, precede los mayores crímenes nazis, pero lo estremecedor es precisamente que este tipo de artículos, así como la muy antisemita Transfiguración de Rumania (1936) —un best seller— o la conferencia radiofónica de noviembre de 1940 en apología al difunto jefe de la Guardia de Hierro, Corneliu Z. Codreanu, suenan no sólo como una justificación de los actos contemporáneos, sino también como una preparación ideológica a las atrocidades venideras. Lo mismo se puede decir de las reflexiones fascistoides, aunque más serenas, nada histéricas, a la vez doctas y místicas, que publicó Eliade con mucha frecuencia en varias revistas de extrema derecha, con el objeto de “espiritualizar” un movimiento presentado como la oportunidad providencial de una “revolución cristiana” sin par en la Historia.
     Mientras que Cioran, definitivamente afincado en París (vía Vichy) a partir de 1941 (y no 1937, como suele aparecer en su biografía autorizada), se irá orientando cada vez más hacia el escepticismo político —bajo la influencia, quizás, de su nuevo amigo Benjamin Fondane, filósofo de ascendencia a la vez rumana y judía, al cual intentará (en vano) salvar de la deportación en 1944—, Eliade, joven y prestigioso maître à penser de su generación, permanece enteramente fiel al nazifascismo hasta 1945, como lo atestigua su diario de Portugal (1941-1945), inédito hasta hace poco (una versión española de este diario fue publicada el año pasado por la editorial Kairós). A partir de esta fecha empieza para los dos hombres un periodo de adaptación y camuflaje, y una lenta conquista de la notoriedad en dos países mucho tiempo aborrecidos como encarnaciones de la decadencia democrática moderna: Francia primero, y luego —para Eliade, a partir de 1956— Estados Unidos. En Francia, su destino se vuelve a cruzar con el de su antiguo y feroz enemigo ideológico, Eugène Ionesco. Este último había logrado escapar del régimen aborrecido de Antonescu, como… diplomático al servicio de este mismo régimen en Vichy. Quizá para ocultar este episodio poco honroso, y seguramente por solidaridad rumana anticomunista, Ionesco se irá acercando con los años a Cioran y Eliade, dos antiguos “rinocerontes” a los cuales protegerá con su aura antitotalitaria y con su silencio. Pero Ionesco no fue el único amigo (y judío) útil: ni Paul Celan, traductor de Cioran en alemán, ni Saul Bellow, ni Gershom Sholem, colegas de Eliade, pudieron o quisieron conocer hasta muy tarde el pasado de sus sospechosos amigos, ni ver que esta amistad constituía un buen certificado de moralidad para éstos. (Bellow ha evocado de manera apenas velada su relación con Eliade en su reciente novela Ravelstein, Viking Penguin, Londres, 2000.)
     Nunca Cioran ni Eliade se arrepintieron realmente de sus errores. Mientras el primero, toda su vida, mantiene secreta esa culpa que lo roe y lo halaga a la vez, estimulándolo en la elaboración de su estética del desastre, el segundo, cual “caballo de Troya” en la ciudadela universitaria (la imagen le pertenece), desarrolla una brillante carrera internacional y una obra imponente, donde su viejo fondo “rumanista” y antijudaico se ve sutilmente reciclado —en ningún caso reniega de él— bajo el disfraz de un “nuevo humanismo” capaz de conquistar a miles y miles de lectores, y en particular a su amigo y colega en Chicago, Paul Ricœur. No se arrepintieron —como explica Alexandra Laignel-Lavastine, retomando las palabras de Jaspers sobre Heidegger— porque nunca entendieron (o quisieron entender) “la profundidad de su error”. Eligieron como ética del escritor la de la irresponsabilidad. Terrible elección, y terrible responsabilidad: como lo dice otro rumano exiliado en Francia, el sociólogo de origen judío Serge Moscovici, en su Chronique des années égarées (Stock, París, 1997), el fascismo, a fin de cuentas, no fue obra de la burguesía ni del proletariado, sino principalmente de los intelectuales. ~

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