PaĆ­s de mentiras / La distancia entre el discurso y la realidad en la cultura mexicana, de Sara Sefchovich

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En 1973, a escasos días del golpe de Estado que derrocó al gobierno de Salvador Allende, escribió Octavio Paz:

 

 

Condenar la acción de los militares chilenos y denunciar las complicidades internacionales que la hicieron posible, unas activas y otras pasivas, puede calmar nuestra legítima indignación. No es bastante. Entre los intelectuales la protesta se ha convertido en un rito y una retórica. Aunque el rito desahoga al que lo ejecuta, ha perdido sus poderes de contagio y convencimiento. La retórica se gasta y nos gasta. No protesto contra las protestas. Al contrario: las quisiera más generalizadas, enérgicas y eficaces. Pido, sobre todo, que sean acompañadas o seguidas por un análisis de los hechos. La indignación puede ser una moral pero es una moral a corto plazo. No es ni ha sido nunca el sustituto de una política.

 

 

Trataba, pues, de conjurar el riesgo incubado en una vieja retórica de la indignación, aquella que, cancelada la vía democrática por la fuerza de las armas, concluía que no quedaba más que la vía revolucionaria.

El espectro de una nueva retórica de la indignación se cierne sobre nosotros. Pero lo hace a la manera del Dieciocho Brumario: si la primera vez fue tragedia, la segunda va de farsa. La de antes desembocaba en un vehemente llamado a la revolución; la de hoy, en una frívola invitación al abstencionismo.

País de mentiras, de Sara Sefchovich, es una lograda expresión de esa nueva retórica. No es un estudio sobre la mentira en la cultura mexicana; es, más bien, una ostentación, un furioso derroche, de ingenuidad e impotencia. Tampoco es un ensayo que procure hacer inteligible “la distancia entre el discurso y la realidad” sino una letanía, un obsesivo regaño, que explota dicha distancia a fuerza de extremar el inventario de nuestras miserias, de vilipendiar a cuanta institución pública existe, de reiterar lo inútiles que son las elecciones, de hacer genio al ciudadanito desafecto que llevamos dentro. El género que más se le aproxima es, en todo caso, la jeremiada. Ochenta y tantos apartados, trescientas treinta y seis páginas, mil setecientas noventa y seis notas, y una insufrible lamentación: que en México se miente, siempre nos han mentido, todo el tiempo y sobre todos los asuntos.

De entrada, asaltan al lector tres malos augurios. Primero, la pretensión de que el libro lo sea todo, “una denuncia que es al mismo tiempo una cuestión política y una mirada científica sobre la realidad”. Segundo, que el desaliño se presente como una decisión deliberada, incluso estratégica, ya que “el texto con toda intención está escrito en tonos narrativos diferentes y con modos argumentativos distintos, precisamente para mostrar que el engaño adquiere gran diversidad de formas y niveles”. Tercero, la extraña lógica de un reclamo que, por un lado, condena el afán de ser modernos como muestra de “nuestra mentalidad colonizada” pero, por el otro, deplora amargamente que no lo seamos, que no hagamos las cosas “como lo hacen los países avanzados”.

Por más de quince años Sefchovich ha coleccionado anécdotas, citas, testimonios y cifras para documentar su asombro: que los poderosos mentían antes y también mienten, a pesar de la transición, ahora. De eso se trata País de mentiras: de denunciar promesas rotas, expectativas traicionadas; de condenar la arraigada hipocresía de nuestra vida pública… y de renunciar a entenderla –salvo que entenderla sea volver a los traumas de la Conquista como causa todavía vigente de tan inconmovible necesidad de mentir (¡ay, laberinto de la soledad, cuántos disparates más en tu nombre!).

Porque política y mentira son hermanas en México, en Francia o en Japón, ayer y hoy. Claro, hay de mentiras a mentiras. Sucede, sin embargo, que en su desenfrenado trance la jeremiada atropella sutilezas, complicaciones, ambigüedades. Intransigente ante la complejidad, su rigor analítico es el de un pelotón villista. Así, por ejemplo, Sefchovich asegura que “la democracia en México no existe” porque esta supone “precisamente el derecho de los ciudadanos a la verdad”. No importa que semejante afirmación documente menos la disposición de los políticos a mentir que la de la propia autora a esperar demasiado no sólo de la democracia sino de la política misma. Lo fundamental es disparar el reproche, exaltar un malestar que no admita dudas ni precisiones. Apoltronada en los cielos inmaculados de un moralismo que no sabe tolerar la incertidumbre, Sefchovich va camino de Carlyle: “la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos gobiernen”.

Convendría no despachar País de mentiras sin advertir su relevancia como producto cultural, como síntoma antes que diagnóstico de un desencanto que nos hace, acaso, contemporáneos de todas las democracias –imperfectas, conflictivas, decepcionantes. Pero que va más allá, pues si fuera sólo desencanto habría en él indicios de cierta tristeza, cierto escepticismo, cierta lucidez. Y lo que hay, en cambio, es una manifestación cada vez más abierta de desprecio, pesimismo y hostilidad. Menos la generalización de una actitud crítica que la de un ánimo francamente antidemocrático. ~

 

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es historiador y analista polĆ­tico.


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