Historia de la vida cotidana en México

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La historia de las grandes transformaciones políticas y sociales ofrece un visión incompleta del pasado: para saber de verdad cómo se han ido gestando las naciones y las culturas, la reconstrucción del mundo antiguo debe recuperar las minucias de lo cotidiano. Durante siglos, la novela, definida por Balzac como "la historia de la vida privada de las naciones", desempeñó la función ancilar de reflejar la cotidianidad omitida en los libros de historia. Por fortuna, los historiadores modernos han recuperado ese campo de estudio con un rigor documental que la novela no puede ni quiere alcanzar. En México, desde hace varias décadas, muchos especialistas en historia de la cultura, en historia económica y en historia de las mentalidades han explorado con erudición y talento la vida cotidiana de los antiguos mexicanos, pero sus trabajos estaban dispersos, y a menudo, sepultados en publicaciones académicas inasequibles. Ahora, por fin, tenemos una obra de carácter enciclopédico que reúne buena parte de esas aportaciones: la Historia de la vida cotidiana en México (FCE-Colmex) dirigida por Pilar Gonzalbo Aizpuru.

Según la cuarta de forros, "…el proyecto surgió en 1998, en un seminario de investigación de El Colegio de México, y creció para convertirse en una empresa compartida por varias decenas de investigadores de instituciones nacionales y extranjeras". Hasta la fecha han aparecido los tres primeros tomos de los seis que forman la serie: Mesoamérica y los ámbitos indígenas de la Nueva España, coordinado por Pablo Escalante Gonzalbo, La ciudad barroca, coordinado por Antonio Rubial García, y El siglo XVIII: entre tradición y cambio, que coordinó la propia Pilar Gonzalbo. Se trata, pues, de una obra totalizadora que describe con agudeza y amenidad la evolución de la cocina, la sexualidad, el vestido, el mobiliario, la pedagogía, la vida conyugal, los juegos infantiles, la regla monástica, la prostitución, la embriaguez, los ritos fúnebres, la decoración, la navegación, el comercio y la industria en México, desde la cultura olmeca hasta nuestros días. Con el fin de incitar a los lectores a disfrutar esta microhistoria monumental, que no debería faltar en la biblioteca de ningún mexicano culto, doy una breve noticia de su esclarecedor contenido y de las reflexiones que me suscitó su lectura.

La Iglesia y el pulque
En la época prehispánica la embriaguez de los jóvenes se castigaba con severidad, salvo en las fiestas religiosas, en que cualquier exceso alcohólico estaba permitido. En las bacanales de los mayas, los néctares sagrados no sólo se consumían por la boca. Para aumentar el poder embriagador del chij (savia de henequén fermentada), los mayas se administraban la bebida por medio de jeringas de enema. "Ese tipo de objetos de barro —señala Erick Velásquez García— han sido encontrados en el interior de cuevas, por lo que se piensa que las concavidades subterráneas eran lugares idóneos para una especie de orgías donde los participantes danzaban, se tropezaban y vomitaban dentro de una bolsa larga a manera de babero. El dios Akhan era considerado patrono de los enemas y las bebidas embriagantes."

Tras la Conquista, el alcoholismo perdió su carácter ritual y se convirtió en una evasión desesperada para los indígenas reducidos a la servidumbre. Durante los tres siglos de la Colonia, la ingesta de pulque en el Valle de México fue un grave problema de salud pública, pero la autoridad virreinal no podía erradicar ese vicio colectivo sin perjudicar a los grandes hacendados pulqueros. Obligada a condenar la embriaguez desde los púlpitos, la Iglesia, sin embargo, tenía un conflicto de intereses porque algunas de las órdenes religiosas más ricas poseían grandes plantaciones de maguey. En su estudio sobre las pulquerías en la ciudad de México durante el siglo XVIII (la época de oro de la industria pulquera), Miguel Ángel Velásquez Meléndez cuenta cómo resolvió este dilema la Compañía de Jesús: "Las consecuencias nocivas del consumo de pulque en el cumplimiento de las obligaciones religiosas, impedían a los jesuitas participar directamente en el mercado del pulque. No obstante, el floreciente negocio de las pulquerías capitalinas propició que hacia la segunda década del siglo XVIII, los jesuitas iniciaran la plantación intensiva de magueyales y su arrendamiento a particulares. Esta práctica redituó considerables ganancias a la Compañía, que en 1750 alcanzaron los 18 mil pesos mensuales."

Descargada su culpa en los hombros de los arrendatarios que se encargaban de extraer y comercializar el pulque, los jesuitas podían dedicarse a salvar las almas de los borrachos con la conciencia limpia. Su problema, y el de toda la Iglesia, era que muchas veces los indios preferían asistir a la pulquería que a la misa dominical. Citando al cronista Agustín de Vetancurt, Sonia Corcuera de Mancera explica por qué los sacerdotes eran impotentes para detener esa deserción masiva de los templos: "Los párrocos desesperan porque más auditorio hay en una pulquería que en la misa dominical, y más gente dispuesta a gastar en beber, que en escuchar al padre que predica. Una vez adentro de la pulquería, los asiduos están a salvo, porque tienen las pulquerías privilegio para que ningún ministro de la Iglesia, bajo graves penas, pueda entrar a sacar a los indios borrachos." Es muy significativo que la institución más poderosa del virreinato haya tolerado sin chistar el fuero de las pulquerías. Lo respetaba, sin duda, porque en ello le iba su propia salud financiera y la de sus benefactores. La protección al mercado pulquero pactada entre la Iglesia y la autoridad civil tuvo una vigencia tan larga que hasta la fecha, en recuerdo de sus viejos privilegios, las pulquerías aún ostentan letreros (ilegales, supongo) que prohíben la entrada a las mujeres, a los uniformados y a la gente de sotana. En vez de endurecer sus políticas de combate al narcotráfico, los neconservadores de todo el mundo deberían imitar la doble moral de la Iglesia novohispana frente al flagelo del pulque. Si los antros donde se consumen tachas y crack disfrutaran la misma inmunidad de las viejas pulquerías, el problema de la delincuencia ligada al narcotráfico quedaría resuelto de golpe.

Reglas del amor conyugal
En materia de virginidad prematrimonial, los aztecas fueron quizá más exigentes que los españoles. En el capítulo dedicado a "La cortesía, los afectos y la sexualidad" entre los nahuas, Pablo Escalante Gonzalbo describe cómo era el procedimiento para repudiar discreta y metafóricamente a las esposas livianas en el banquete de la tornaboda: "Si la esposa resultaba no ser virgen, a todos los comensales se les entregaba un canastillo con tortillas, pero uno de los canastillos repartidos tenía un agujero en la base. Al verificar que el canasto estaba roto, el comensal lo arrojaba lejos de sí con desagrado; de ese modo todos conocían la noticia y manifestaban su reprobación a la familia. Después de ello, el joven tenía derecho de repudiar a la esposa." Después de la Conquista, la humillación pública de la mujer siguió siendo una práctica habitual entre los indios sojuzgados. En un estudio que ilustra a la perfección la teoría del aguijón de Elías Canetti, según la cual el oprimido siempre tiende a descargar su resentimiento en el inferior, Sonya Lipsett-Rivera argumenta que en el México del siglo XVIII, la práctica de muchos maridos de castigar en públicoa sus esposas, llevándolas a un lugar visible para ahí desnudarlas, amarrarlas y apalearlas, era una reproducción del castigo público impuesto por los oficiales a los indios remisos. Entre los pueblos bárbaros del norte, la castidad y el buen comportamiento de las esposas tampoco les valía una gran consideración por parte de sus maridos. El investigador Bernd Hausberger cuenta que, en la Nueva Vizcaya, se perseguía por ley a los indios huidos con sus amantes y el gobernador de la región había descubierto un medio muy eficaz para descubrirlos: "Si viajaban con sus esposas, iban ellos a caballo y ellas a pie, pero si andaban con sus mancebas, las llevaban a caballo y ellos caminaban." Los adoradores de los usos y costumbres indígenas tienen aquí un buen material para reflexionar sobre las bondades de su doctrina.

La Iglesia intentó en vano reglamentar el mundo amoroso de la Nueva España, porque los propios españoles se encargaron de violar el sacramento del matrimonio al tener hijos naturales por montones. Según datos de Pilar Gonzalbo, en la segunda mitad del siglo XVII, el promedio de hijos ilegítimos bautizados en las parroquias de españoles de la Santa Veracruz fue de 42%, y entre las castas, menos reprimidas aún, ese promedio se elevaba al 51%. La abundancia de hijos nacidos fuera del matrimonio obligó a crear una nomenclatura barroca para clasificarlos en los testamentos, según la mayor o menor impureza de su nacimiento. Javier Sanchiz explica que se llamaba naturales a todos los hijos nacidos de hombre y mujer que al tiempo de su concepción podían casarse sin dispensa, espurios a todos los demás ilegítimos, incluyendo en ese grupo a los incestuosos, los adulterinos, los sacrílegos (nacidos de la unión entre un fraile y una mujer soltera), los manceres (hijos de prostitutas) y los bastardos (hijos de padres que no podían contraer matrimonio cuando los procrearon). En cuanto a las mujeres que no se casaban ni profesaban de monjas, Pilar Gonzalbo informa que las había de dos calidades: las castas doncellas, llamadas así aunque fueran ancianas, y las repudiadas solteras, "denominación que pocas mujeres aceptaban, pues implicaba un reconocimiento público de haber perdido la virginidad".

Como pagar los derechos parroquiales para contraer matrimonio era demasiado caro para los indios, muchos de ellos fueron precursores involuntarios del amor libre. Cuando no lograban ocultar sus concubinatos, la justicia los obligaba a pagar su pecado con una temporada de esclavitud. Según Caterina Pizzigoni, al recibir denuncia contra una pareja acusada de incontinencia, "las autoridades del pueblo, con orden del juzgado, aprehendían a la pareja y ponían a la mujer en un depósito y al hombre en la cárcel, donde ambos eran sometidos a un régimen de trabajos forzados sin recibir suficiente comida". Indignada por los malos tratos de los alguaciles, en el siglo XVIII una joven recluida en un depósito acusó al juez de Tlacotepec de estar acostumbrado "a comer del culo de las indias". Los párrocos tenían la misma fuente de alimentación, pues la cruzada contra la incontinencia no sólo buscaba moralizar a los indios, sino asegurar los derechos devengados por las parroquias.

Animales en la picota
Entre los teotihuacanos se le tenía tanto aprecio a los perros que los difuntos eran enterrados junto con sus mascotas, lo cual induce a pensar que eran sacrificadas a la muerte del amo. "La compañía del perro —explica Pablo Escalante— se relaciona con la creencia de que el difunto debía recorrer un camino difícil y peligroso antes de llegar al mundo de los muertos, en los últimos niveles del cosmos. El perro era su compañero y su guía". Los conquistadores no se quedaban atrás en su cariño a los perros y trajeron a la Nueva España gran variedad de razas, que de inmediato se aclimataron en las tierras americanas. Los perros sin dueño no tardaron en proliferar. En el siglo XVIII, como en la actualidad, la ciudad de México era una gigantesca perrera donde los canes rabiosos podían andar sueltos por doquier y de noche se juntaban en temibles jaurías. Dorothy Tank de Estrada cuenta que el virrey Revillagigedo ordenó exterminar a los perros callejeros que anduvieran sueltos después de las nueve, "perturbando con sus alaridos la quietud y el sosiego de sus vecinos". Se ofreció una recompensa económica por cada cadáver presentado al Ayuntamiento y el resultado fue un holocausto de veinte mil perros, una de las matanzas de animales más atroces en la historia de México.

En su afán por evangelizar a los gentiles, algunos predicadores novohispanos daban a los animales un trato similar al de los científicos que utilizan ratas de laboratorio. Antonio Rubial cuenta que, en el siglo XVI, el vehemente misionero fray Luis Caldera "arrojaba a una hoguera, en medio del atrio, perros y gatos vivos para ejemplificar los sufrimientos de los condenados en el infierno". San Francisco de Asís casi humanizó a los animales al considerarlos criaturas capaces de amar. Algunos inquisidores fueron más lejos atribuyendo a los animales la capacidad de pecar. Según Thomas Calvo, cuando el Santo Oficio tenía que castigar un acto de bestialismo, "el animal, sacrílego a su pesar, era colgado también, aunque fuera una borrica". La conducta de los inquisidores no debe causar sorpresa, porque siempre tuvieron inclinación a ensañarse con su prójimo. Pero es dudoso que las burras novohispanas, tozudas y perversas como siempre lo fueron, hayan escarmentado con este castigo ejemplar.

Entre la academia y la literatura
Los buenos historiadores no pueden ser ajenos a dos géneros literarios: la narrativa y el ensayo, pues, aunque persigan una verdad objetiva y se alejen de la ficción, su oficio los obliga a narrar con soltura y a exponer ideas en un lenguaje preciso. Todos los trabajos reunidos en la Historia de la vida cotidiana en México están respaldados por una sólida investigación, pero algunos tienen además la plusvalía de su mérito literario, algo indispensable en una obra que intenta divulgar conocimientos más allá de los círculos académicos. Es una delicia, por ejemplo, leer la excelente prosa de Elsa Cecilia Frost, que resucita un viejo y noble género literario, el cuadro de costumbres, para narrar la jornada escolar de un alumno del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, en su estudio dedicado a los colegios jesuitas. Marie-Areti Hers también recurre con fortuna a la crónica imaginaria al describir la vida de una comunidad chichimeca en el cerro del Huistle. A veces el espíritu corrosivo del historiador enriquece la argumentación con una fuerte carga irónica, como sucede en el trabajo de Bernd Hausberger sobre las misiones jesuitas del noroeste, donde explora con malicia y humor negro la atribulada conciencia de los religiosos enfrentados a un mundo que no comprenden. A diferencia de Hausberger, en su estudio sobre los conventos mendicantes, Antonio Rubial prefiere que los hechos hablen por sí mismos, sin hacerse presente en el texto, pero es evidente que al exhibir la rapiña y las sórdidas luchas por el poder de las órdenes religiosas, entabla una polémica demoledora contra la historiografía católica sobre el Virreinato. Siguiendo los pasos de don Artemio de Valle Arizpe, Gustavo Curiel describe con humor frívolo y excelente prosa los ajuares domésticos en las mansiones opulentas de la aristocracia, en un trabajo que será lectura obligada para todos los novelistas y escenógrafos enamorados del lujo barroco. Otros estudios sobresalientes por su calidad narrativa son "Enfermedad y muerte en la Nueva España", de María Concepción Lugo Olguín, una historiadora con buenos recursos literarios que supo emplear un lenguaje lúgubre y emotivo, correspondiente al dramatismo de su tema, y el dedicado por Pilar Gonzalbo a los conflictos familiares del siglo XVIII, donde retrata de cuerpo entero a una esposa interesada que ejemplifica la doblez de la sociedad criolla.

Para terminar, un apunte crítico sobre la organización general de la obra. En el primer tomo, quizá el mejor planeado de la serie, los capítulos a cargo de Pablo Escalante, y los que escribió al alimón con Antonio Rubial, tienen una estructura bien articulada que logra retener la atención del lector y delinear la evolución de una personalidad colectiva. Esa estructura se rompe en los siguientes tomos, donde cada historiador desarrolla asuntos relacionados cronológicamente, pero con una temática muy diversa. Por su carácter disperso, la Historia de la vida cotidiana parece a ratos una antología o una miscelánea de ensayos históricos, más que una obra unitaria. La falta de ilación no le resta interés a las partes, pero sí al conjunto. Seguramente debe ser difícil y oneroso imponerle una línea de continuidad a todos los participantes en el proyecto, pero creo que los próximos volúmenes de la serie ganarían mucho si tuvieran una columna vertebral más clara.~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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