Soledades / Primero sueño, de Luis de Góngora y Argote / sor Juana Inés de la Cruz

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Imaginemos a un lector acercándose por primera vez a las Soledades: “Era del año la estación florida/ en que el mentido robador de Europa/ (media luna las armas de su frente,/ y el Sol todo los rayos de su pelo),/ luciente honor del cielo,/ en campos de zafiro pace estrellas…” En primera instancia podría, legítimamente, dejarse llevarse por la musicalidad del verso, el deslumbramiento verbal propio del encuentro con Góngora. Después, sin embargo, querría entender bien lo que está leyendo, saber qué significa exactamente aquello que lo deslumbra. Veamos: el primer verso pasa sin mayor problema (ha de ser la primavera, piensa, con razón, el lector); en el segundo la cosa puede empezar a complicarse, pero supongamos que nuestro lector tiene nociones de mitología y sabe, claro, que fue Júpiter, transformado en toro, el que raptó a Europa, y que este luego se convirtió en la constelación de Tauro, de la que propiamente habla el poeta; el tercero se refiere, desde luego, a los cuernos, y el cuarto es una violenta imagen del momento en que el sol entra en el signo zodiacal de Tauro, entre abril y mayo, lo que ya es quizá demasiado pedir al lector sin aficiones astrológicas. El quinto y el sexto completan el cuadro: este toro celeste se alimenta de estrellas, como los otros de pasto. Y este es sólo el comienzo…

Reconozcamos, sincera y melancólicamente, que cada vez más cosas parecen alejarnos de nuestros poetas clásicos (esto es, de los autores de los Siglos de Oro). Se interpone nuestra casi inmaculada ignorancia de la literatura y mitología grecolatinas (el otro día vi una edición que anotaba quién era Paris), con las que ellos daban por supuesta cierta familiaridad; la esmerada amnesia de nuestra historia literaria (ignoro la situación en otros países hispanoamericanos, pero en México es perfectamente posible, casi inevitable, que un estudiante de humanidades atraviese el bachillerato y la universidad sin toparse una sola vez con, digamos, Garcilaso); las innegables mudanzas del gusto poético (más importante aún, del concepto mismo de poesía); las comprensibles dificultades del vocabulario y la sintaxis (no en balde han transcurrido tres o cuatro siglos); la simple y llana pereza… Si esto es verdad para toda la poesía áurea, lo es aún más para la barroca (esa, justamente, que alcanza su clímax en la obra de Góngora y sor Juana). Allí la forma se complica, el concepto –la clave del Barroco– se agudiza y la alusión mitológica se multiplica.

Las Soledades y el Primero sueño son dos de los poemas más difíciles, no sólo de la poesía barroca sino de toda la poesía en lengua española (entiéndase: difíciles, no ininteligibles, no indescifrables; una vez comprendido, su significado no podría ser más claro). Aquí viene a estrellarse ese facilismo lector, nacido de una triste confusión democrática, que pretende que cualquiera puede leer lo que sea y que sólo es cuestión de que nosotros, eminentes maestros lectores, abramos el libro para que este nos revele sus secretos. Pocas experiencias de lectura enseñan tanta humildad como la lectura atenta de Góngora y Sor Juana; aquí el lector tiene que reaprender a leer y enseñarse a hacerlo con lentitud y paciencia (y la filología, afirmaba Nietzsche, es ante todo el arte de la lectura lenta).

Históricamente, las figuras de Góngora y sor Juana han estado rodeadas por la incomprensión. De ser poetas apreciados en su época (el gongorismo fue disputado y atacado, pero nunca le faltó reconocimiento), atravesaron después un largo purgatorio que se extendió durante casi todos los siglos XVIII y XIX para resucitar poco a poco en el XX hasta consolidar su estatura de clásicos. Pero, como decía Pierre Menard, “la gloria es una incomprensión y quizá la peor”. Tomemos el caso de sor Juana: su retrato circula de mano en mano todos los días, no hay mexicano que no la reconozca y apenas alguno que ignore las famosas redondillas (acaso los versos más triviales que escribió). Da nombre a calles, plazas y escuelas; es objeto reiterado de homenajes y tributos. Y hasta ahí, me temo, llega nuestro sorjuanismo, porque de esto a de veras leerla hay una gran distancia, particularmente en el caso de su obra máxima. Sor Juana, según su propia confesión, sólo había escrito por gusto “un papelillo que llaman el Sueño” (nunca fue más retórica la falsa modestia, pues ella sabía perfectamente que había escrito un poema inmortal), cuyo argumento, ni más ni menos, es el deseo de conocerlo todo (no estoy seguro, como se sugiere en el prefacio, “con algo de hipérbole”, que pertenezca por su contenido a la Ilustración, pues ese afán de develar todos los secretos del mundo tiene una tradición humanista que no requiere esperar hasta los ideales ilustrados). El Sueño es el gran poema del conocimiento universal o, mejor dicho, del deseo del conocimiento universal, pues este pronto muestra ser irrealizable.

Sor Juana compuso muy conscientemente el Sueño “imitando a Góngora”, como reza el subtítulo del poema. Nada comprenderemos de la poesía áurea (prácticamente de toda poesía anterior al siglo XIX) si prescindimos del concepto de imitatio y nos aferramos a los dogmas románticos de la creación. Ahora bien, el verdadero artista buscaba no sólo imitar, claro, sino emular, es decir, superar al modelo propuesto. Las Soledades y el Primero sueño son en cierta forma obras inseparables; la segunda pide, presupone, el conocimiento de la primera y, retroactivamente, esta exige el complemento de aquella. No abundan en la historia literaria ejemplos de esta singular colaboración artística: Virgilio y Homero, Dante y Virgilio, sor Juana y Góngora. Los primeros nacen y se nutren de los segundos, pero a su vez los prolongan y profundizan. Si todo buen lector es aquel que responde activamente al texto, el supremo acto de respuesta es la creación de una nueva obra que dialogue con él. Eso es sor Juana respecto a Góngora: su mejor lector y el único interlocutor a su altura (¿lo confesaré?, si ahora tuviera que elegir un solo poema, elegiría el Sueño).

De aquí la pertinencia de una edición como esta, preparada por Antonio Alatorre y Antonio Carreira (filólogos en toda la extensión de la palabra, maestros de lectura y máximas autoridades en sor Juana y Góngora), que reúne en un hermoso volumen ambos poemas. Su lectura exhaustiva requiere, desde luego, un vasto aparato de notas al pie que habría estado fuera de lugar en una edición como esta, dedicada a un público no especializado. En este sentido, la “Invitación a la lectura del Sueño de sor Juana” de Alatorre es una excelente introducción al poema; “Las Soledades: guía de lectura” de Carreira dedica quizá demasiada atención a los pormenores de la lengua gongorina, de indudable interés erudito, pero no tanto para el lector de a pie (el que desee una introducción más general a Góngora, haría bien en consultar el magnífico estudio preliminar del propio Carreira a la Antología poética publicada en Castalia).

La lectura de las Soledades y el Sueño, ya lo sabemos, no será sencilla. Góngora y sor Juana sabían que sólo una minoría sería capaz de entenderlos y apreciarlos. Era así en el siglo XVII y lo es aún más ahora. Al lector dispuesto a hacer el esfuerzo, como escribe Alatorre, le espera la recompensa más alta que pueda deparar la poesía: “la deslumbrante experiencia de la hermosura”. ~

 

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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