Julio Ramón Ribeyro, de Vivian Abenshushan, Martín Luis Guzmán, de Julio Patán y Clarice Lispector, de Daniela Tarazona

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Hispanoamérica en general, y México en concreto, descuida su tradición literaria con una negligencia parecida a la que tiene por sus lenguas indígenas o sus recursos naturales. Poseedora de una riqueza tan vasta como ignota, todo en su imaginario asegura que esta herencia se mantendrá virgen e inalterada mientras nos obstinemos en no conocerla. Esta bendita ignorancia sólo desaparecerá hasta que se realice un catastro riguroso. En literatura significaría la aparición de ediciones críticas, antologías, monografías, así como libros de divulgación y especializados que arrojen el estado general de la cuestión. Aunque evidente, vale la pena recordarlo en un país que carece, incluso, de un libro que contenga la historia de su literatura.

Lo anterior surge tras la lectura de algunos títulos de la colección “Para entender”, de Nostra Ediciones. Estos tres libros proponen un ejercicio saludable: un escritor mexicano joven elabora un texto didáctico sobre un autor canónico latinoamericano. Las parejas son sugerentes: Julio Ramón Ribeyro según Vivian Abenshushan, Martín Luis Guzmán según Julio Patán y Clarice Lispector según Daniela Tarazona. Más allá de los resultados –dispares, con aciertos y caídas en todos los casos–, lo interesante es el vacío que estos acercamientos develan. Es decir, la discusión más encendida tendría que ver con la carencia de ejercicios similares, otras aproximaciones que nos “expliquen” a un autor, periodo o corriente, desde perspectivas diversas.

Ya señalaron los estructuralistas que la obra de un autor existe y se explica independientemente de su biografía y que, de ser demasiado atendida, esta circunscribe y subordina la labor del hermeneuta. Aunque su tarea sea divulgativa, la mayor falta de estos tres libros sería ese apego a la vida de los escritores. En menor medida en Lispector de Tarazona, pero tanto Abenshushan como Patán conciben el corpus literario de estos autores casi como notas al pie de su semblanza.

Con este método interpretativo, antes que otra cosa, las obras pierden trascendencia y densidad literaria; el sistema provee la ilusión de que los personajes son máscaras de un autor travestido, que él es su obra y viceversa. Pero Guzmán no es Axkaná, ni Luder es Ribeyro; ellos tienen biografías propias que aquí quedan relegadas sólo por la casualidad de que el autor tuvo una vida “real”. Casi entiendo la necesidad de Patán por relatarnos la vida de Guzmán: acción, suspenso, romance e intriga. Tiene todos los elementos para conformar una novela de aventuras, aunque eso requeriría mucho mayor aliento que el invertido aquí. El mismo impulso en la dupla Ribeyro-Abenshushan es más difícil de justificar. La escritora nos recuerda que, a decir de Ribeyro, sus cuentos “eran tan personales que habían terminado por construir ‘los fragmentos de las memorias que nunca escribiré’”. Pero eso también es ficción: la vida de Ribeyro fue tan anodina que casi pudiéramos decir que la sacrificó en aras de la de sus personajes.

Otra carencia evidente en estos acercamientos es su propensión a la apología, casi inevitable si el impulso exegético surge de la admiración y el entusiasmo. Cuando la identificación entre estudioso y objeto de estudio empaña el rigor analítico, el primero empieza a justificar e incluso disculpar al segundo en una dinámica muy similar al enamoramiento. Tal como sucede en toda seducción, pronto dejamos de ver los errores del objeto deseado e, inmediatamente después, lo idealizamos. Todos los escritores tienen obras fallidas y todas las obras maestras tienen fisuras. Aún así, muchos se las ingenian para omitirlas o reivindicarlas, acto que no sólo resulta innecesario sino pernicioso. Cuando Patán, por ejemplo, señala que Guzmán es “acaso el mejor de nuestros novelistas, el dueño de una de las prosas más perfectas de la literatura en lengua española del siglo pasado”, está hablando de un escritor ideal que, de tan abstracto, podría ser cualquier otro.

Lo que sí hay que reconocer a estas interpretaciones germinadas en la pasión y el gusto es la curiosidad que contagian.

Este tipo de acercamientos logra que volvamos a las fuentes y releamos, algo que no siempre consigue la objetividad científica. “La lectura de las obras de Clarice”, dice Tarazona, “revela la escritura de una autora que procuró asir con palabras lo indecible de la existencia”, y lo dice con tanta convicción que el lector inquisitivo siente la necesidad de volver a La hora de la estrella para comprobarlo. Tras la relectura ya no importa mucho la discrepancia con Tarazona, lo que queda es lo único importante: Lispector.

De existir un contexto editorial óptimo, las obras de Abenshushan, Patán y Tarazona convivirían con otras similares y entre todas se complementarían y refutarían. Tendríamos la apología al lado de la invectiva, la lectura autobiográfica con la de género o la marxista. Pero no, los esfuerzos en ese sentido son casi nulos. ¿Dónde están, por ejemplo, The Mexican Revolution reader, Borges for beginners o The Latin American canon? Y pongo estos títulos en inglés con una intención doble: este tipo de publicaciones abunda en el mercado editorial anglosajón y, de llegar a ser publicados algún día, probablemente aparecerían con sellos editoriales estadounidenses. Es en Estados Unidos donde radica el contingente más numeroso e impetuoso de hispanoamericanistas hoy. A diferencia del acto de creación, que puede surgir del genio individual y aislado, la obra crítica parte de la discusión y el acuerdo. La polémica y el consenso generados por los textos de divulgación, las ponencias, los artículos, los ensayos y las tesis doctorales, entre otras tentativas hermenéuticas, podría concretarse en la redacción seria y rigurosa de al menos una historia de nuestra literatura. ~

 

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es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.


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