El retorno de la Antigüedad, de Kaplan

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Fantasmas históricos

La versión en español de El retorno de la Antigüedad llama al error. Sus editores han decidido presentar el libro de Robert D. Kaplan como parte de esa curiosa moda integrada por títulos de la calaña de “Confucio para empresarios”, “Soluciones de Platón para la industria de hoy” o “Shakespeare en la oficina”, que pretenden rascar de la literatura, la historia y la filosofía resmas de buenos consejos para el joven emprendedor, el ama de casa meditabunda o el avezado político (aquí vale imaginar a Andrés Manuel López Obrador enterándose de los descomunales puentes que mandó construir Artajerjes para invadir Grecia y planeando levantar, en consecuencia, el segundo piso del Periférico).
     “Kaplan extrae lo mejor de las lecciones de la Antigüedad para afrontar los complejos desafíos del mundo de hoy”, nos advierte el editor con su más genuino tono entusiasta de solapa. Sin embargo, la lectura de El retorno de la Antigüedad desmiente cualquier lazo de sangre con la autosuperación. Nada tiene que ver, por fortuna, el autor de notables estudios de periodismo reflexivo como Fantasmas balcánicos o Viaje al futuro del Imperio con el sin duda esforzadísimo de ¿Quién se ha robado mi queso?
     Robert D. Kaplan es un periodista que investiga sobre política internacional e historia, pero no es ningún improvisado. Corresponsal del Atlantic Monthly en lugares tan poco recomendables para la inexperiencia como Afganistán, es también un estudioso de textos clásicos (y por tanto, comúnmente olvidados) de la política, la historia y la diplomacia. Maquiavelo, Hobbes, Clauzewitz, Polibio, Sun Zi son nombres que le son más frecuentes en la cita que las declaraciones de los politicastros del día. Como Kapucinski o Wolfe, Kaplan es uno de esos tipos que pisan poco o nada el soporífero terreno de las ruedas de prensa. Y al contrario de la mayoría de sus colegas, posee una visión original y razonable de los asuntos que trata, producto de sus lecturas, pero también de su experiencia personal, de una estimulante curiosidad que, como a escritor viajero de la clase de V.S. Naipaul, lo lleva a escuchar y entender a quienes estudia, pero sin renunciar jamás a la distancia crítica.
     En un memorable ensayo sobre el liberalismo, Mario Vargas Llosa le recrimina a Kaplan su “provocador” pesimismo con respecto a la democracia. Imposible negarlo. Kaplan encuentra una esencia sombría en el risueño panorama del mundo occidental: “Sostengo que la democracia que estamos alentando en muchas sociedades pobres del mundo es una parte integral de la transformación hacia nuevas formas de autoritarismo; que la democracia en Estados Unidos se halla en más peligro que nunca, debido a oscuras fuentes, y que muchos regímenes futuros, y el nuestro en especial, pueden parecerse a las oligarquías de las antiguas Atenas y Esparta más que éstas al actual gobierno de Washington” (“Was Democracy Just a Moment?”, The Atlantic Monthly, diciembre de 1997).
     Esta aseveración contiene la raíz de la hipótesis que se desarrolla en El retorno de la Antigüedad, es decir, que el conocimiento de los hechos de naciones y hombres en el pasado, más que las desaforadas teorías de nuestros contemporáneos, pueden servir de guía para prevenir los acontecimientos políticos y sociales que nos aguardan.
     Estos acontecimientos son migraciones, guerras, crisis, la dolorosa evolución de los modelos políticos actuales hacia otros, todavía inimaginables, pero cuyos cimientos se adivinan en el creciente poder de las empresas multinacionales, y los reordenamientos regionales de negocios y demografía, que merman cada vez más los poderes de los estados centrales. Tal y como dice Vargas Llosa, Kaplan no mira el futuro bajo los tonos armónicos de la civilidad triunfante, sino que anticipa un nuevo feudalismo, producto tanto de la ilusoria “globalización” como de la decadencia de un sistema (el democrático occidental) que difícilmente podrá ser transplantado con éxito a sociedades no occidentales antes de que la inmigración y la influencia de éstas lo aniquilen o, cuando menos, lo transformen hasta dejarlo irreconocible.
     El retorno de la Antigüedad se concentra en estudiar la posición y los intereses políticos de Occidente (pero más precisamente, de Estados Unidos), y es posible detectar en ciertos momentos algunas interpretaciones hechas a la medida, que pasan por alto las agudas sensibilidades de potenciales críticos en las naciones subdesarrolladas (verbigracia, las referencias a las tiranías “eficientes”, o el comentario de que la democracia sólo puede nacer bajo el signo del orden, y el orden sólo puede ser impuesto por el autoritarismo). Estas afirmaciones, rebatibles hasta el cansancio en los terrenos de las teorías morales y políticas son, sin embargo, bien arropadas de ejemplos históricos que las justifican y, acaso, las hacen un poco menos aborrecibles.
     “La política es el arte de administrar la crisis perpetua”, concluye Kaplan, afirmando que Roma ganó más, en términos de Estado, bajo el tenebroso y ordenado emperador Tiberio, que bajo sus más connotados regímenes revolucionarios y expansionistas. No obstante estos negros augurios, la última nota del libro no llama a la desesperanza. El fatalismo es suicida, dice Kaplan (no otra cosa llevó al muy realista Chamberlain a capitular ante Hitler en Múnich, arguye, mientras que el pragmático pero también idealista Churchill optaría por plantarle cara al nazismo). Los hombres pueden cambiar el devenir de los acontecimientos porque la historia les pertenece. Porque la historia no es simplemente unos mapas, unos balances económicos y alguna parca descripción sociológica, sino un producto de los hombres, como supo Tucídides, quien la describió como “aquello que creó y padeció Alcibíades”. ~

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