La cultura del diálogo. “Crítica del mundo cultural” de Gabriel Zaid

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En Hispanoamérica, donde habitualmente se cuestiona la existencia de una tradición teórica autóctona, resulta extremadamente útil la reedición periódica de ciertos títulos que contradicen las dudas. El tercer volumen de las obras completas de Gabriel Zaid que publica El Colegio Nacional, en el cual se recogen con añadidos y modificaciones tres muestras fundamentales del ensayismo mexicano —Los demasiados libros (1996), Cómo leer en bicicleta (1975; incluye textos que datan de los sesenta) y De los libros al poder (1998)—, es un instrumento valioso para quienes deseen constatar que el mundo hispánico no sólo se limita a ser receptor pasivo de las ideas producidas en países "céntricos", sino que de vez en cuando decide adelantarse a prescripciones o modas.
     La tendencia imperante en los círculos humanísticos universitarios durante los últimos años del siglo xx es la que se ha dado en llamar, con grandes dosis de tautología, cultural studies. Los países de lengua inglesa han sido el campo preferente de batalla elegido por intelectuales de izquierda que han visto cómo las experiencias socialistas "reales" traicionaban sus principios filosóficos o no alcanzaban las metas que se habían propuesto. En los recintos institucionales regidos por las élites y destinados a ellas, muchas de las directrices y creencias oficiales de los regímenes que se encaminaban a la decadencia en los ochenta prosperaron hasta volverse "atmósfera de época": desconfianza en las especializaciones; ataque a lo considerado tradicionalmente como "alta" cultura e interés en todo lo proveniente de la "baja" (perpetuándose la dicotomía, sólo que ahora invertida); condena de "formalismos" y "esteticismos"; acoso a los intelectuales tenidos por "antihistoricistas" o "apolíticos"; tratamiento exclusivo de toda manifestación artística como "documento" de fenómenos sociales, privilegiados éstos por el exégeta. La nómina de hábitos podría ser más extensa. Lejos de la hybris que supone la utopía de un conocimiento sin fronteras y lejos de la rigidez en que la falta misma de límites se convierte una vez burocratizada, lo que legará tal movimiento a los estudios meramente literarios —inclinémonos por el optimismo— será la certidumbre de que la convivencia con distintas disciplinas enriquece la capacidad lectora del crítico y amplía su cosmovisión, al permitirle insertar el hecho estético en vastos panoramas del quehacer humano.
     En el caso específico de los estudios literarios hispanoamericanos, y en su literatura misma, ese proyecto, sin embargo, carece de novedad; es ya longevo y viene quizá de la Independencia. Cuando las naciones europeas y estadounidenses estimulaban a sus intelectuales a cultivar formas ultraespecializadas del saber, que acompañaban a los cada vez más sofisticados y complejos aparatos de producción, en los países recién emancipados del imperio español el ideal del hombre de letras tenía, por el contrario, algo del artista o el humanista del Renacimiento —es decir, gran "generalista"— con el añadido de una marcada conciencia patriótica plenamente moderna. Formadores de la nación y no escritores o pensadores a secas: Bello, Sarmiento, Echeverría, Montalvo… El letrado total, el gran artista opositor o constructor de instituciones, necesitaba una formación que hiciera concordar las más diversas inquietudes; la clave común de todas ellas sería el diseño de un espacio nacional, lo que necesariamente obstaculizaba la entrega reconcentrada a un solo campo de exploración. Críticos, ensayistas, poetas y narradores, pero, con mayor entusiasmo y admiración, "maestros del pueblo", "libertadores intelectuales", "padres" de las primeras constituciones y, uno que otro, incluso, gobernador o presidente: ese modelo mental de los hombres de letras hispanoamericanos, que para la época del modernismo se debilita, continuará no obstante en el siglo xx. No se ha dicho con frecuencia, pero acaso el fin de su trayectoria está en Rómulo Gallegos —el Sarmiento que no fue, el Sarmiento trágico, y no por incapacidad de escribir y gobernar a la vez, sino por las condiciones adversas que los valores decimonónicos afrontan en la centuria siguiente, cuando las circunstancias sociales son distintas.
     Pese a algunas regresiones, la tradición del letrado total a partir de Gallegos, poco más o menos, tenderá a desaparecer para ceder el paso a otras de mayor consistencia y en armonía con los tiempos. Una es la del escritor consciente de su "poder", aunque mucho más de las limitaciones de éste; el escritor que acepta su papel de guía o figura pública —el "intelectual" que certeramente describe Zaid— sólo que, hasta cierto punto, opacado, hoy en día, por las "estrellas" de los mass media; el letrado que no se encapsula en una actividad aislada, porque sabe que la cultura es ininteligible desde el momento en que se parcela estrechamente. Pero, eso sí, a pesar de mantener viva la lucha del pasado contra la especialización autística, dicho letrado evita la entonación estentórea de sus ambiciones, la solemnidad de quienes muy seguros estaban antes de la existencia de valores irrebatibles —que ahora no son más que blanco de burlas o escepticismo. La ironía, la sutileza e incluso el misterio suplantan el magistralismo de otras épocas, aunque no la confianza en el deber con la sociedad que tiene el literato o el artista en general.
     Gabriel Zaid pertenece a esa nueva familia, distante por igual de lo salvacionista y lo balbucientemente comprometido. Lo que ha acotado a la hora de reflexionar acerca de los escritores y la política puede ayudarnos a entender la inteligente humildad de esa visión:

¿De qué escritor se sabe que no haya podido algo, puesto que se sabe de él? La marginalidad literaria […] es el non serviam de un poder frente a otro, es el orgullo (y si se quiere, la "anulación de sí mismos" resultante) de que el texto opere por su propia eficacia. Al margen de la opresión […] hace milenios que se pueden construir […]zonas expresivas […]: simples ordenamientos de palabras que niegan […] el poder como opresión. Estas zonas reales no son toda la realidad. Su poder sobre el resto de la realidad es limitado […]. Pero ¡ay del lector idóneo frente al poder de un texto! No es vencido, es convencido.
Los conflictos del entorno, sea nacional o no, apasionan a nuestro ensayista; pero éstos no se acartonan en un mapa dibujado verbalmente: se transfiguran en un texto vivo, remozado por el eros, es decir, la afectividad, la capacidad de no enfrentarse al mundo como puro logos y de impedir que recibamos imágenes congeladas de lo real. La insistencia de Zaid en las "comuniones", sea cual sea la forma que éstas adquieran a lo largo de su extensa obra, bastaría para probarlo. Una manera de resucitar lo que Los demasiados libros denomina la "letra muerta" es el diálogo, el encuentro de dos más allá de la palabrería:
La cultura es conversación. Pero escribir, leer, editar, imprimir, distribuir, catalogar, reseñar, pueden ser leña al fuego de esa conversación, formas de animarla. Hasta se pudiera decir que publicar un libro es ponerlo en medio de una conversación, que organizar una editorial, una librería, una biblioteca, es organizar una conversación […]. Lo que vale de la cultura es qué tan viva está, no cuántas toneladas de letra muerta puede acreditar…
Otra vía más subversiva que eligen las comuniones zaideanas es el "humor", elemento imprescindible en toda descripción de su ensayismo. Con él nos vinculamos, ni más ni menos, a una inesperada modalidad de lo erótico, que se encarga de combatir la propensión al hieratismo característica de los discursos que tratan de auscultar el entorno; discursos en los cuales, de otra forma, no podrían converger escritor y lector, absorbidos más bien por la jerarquización pedagógica que exigían los antiguos profetas y maestros de las letras hispanoamericanas. En los textos de Cómo leer en bicicleta, así como en muchos otros de su autor, el humor se recategoriza como un método de existir cercano a la "risa" bergsoniana: crítica de las verdades absolutas, de nuestra fe pomposa en el ascenso espiritual del hombre frente a la materia. La maleable realidad de Zaid llega a nosotros impregnada de pequeñas inversiones, choques del sentido, deflaciones de lo sublime: someter el augusto oficio de elaborar florilegios de poesía a una disciplina cuantificadora —la "antolometría"; efectuar "cálculos demográficos del Olimpo" para averiguar por qué algunos años están cargados de homenajes a escritores célebres y otros casi vacíos; preguntarse la razón por la cual cierta Enciclopedia "dedica página y media a Sor Juana o López Velarde, pero se explaya con nueve sobre la garrapata"; concluir que los "aspectos siniestros" de la polémica antología Poesía en movimiento pueden ser definidos por la estadística, mediante la cual se comprueba que hay en la compilación una modalidad inusitada de "racismo" que discrimina a poetas de "algunos de los más nobles signos del zodiaco: Piscis, Virgo, Libra, Sagitario, Capricornio". Las enseñanzas de Swift, desde luego, están allí presentes, y, con mayor o menor desarrollo, en muchos otros ensayos, entre los que se cuentan "Sobre la producción de elogios rimbombantes", "Cómo hacer poesía de protesta", "Boccati di Cardinale" —que se refiere al rotundo Ernesto Cardenal. En todos esos textos dos ámbitos de significación se embisten, echando abajo lo que creíamos intocable y haciendo posible un orbe meditativo más fluido que el que usualmente ofrecen los compartimentados rigores universitarios. Al Zaid de este volumen pocas cosas parecen serle del todo indiferentes; en su repertorio nos toparemos con literatura, claro está, pero también con economía, mercadeo, folclor, el destino de la lectura y del libro en la era de la informática, los avatares del marxismo, el convulsionado día a día centroamericano, el auge reciente de las guerrillas "posmodernas".
     La cultura, como nos lo advierte Zaid, significa antropológicas "formas de vivir"; sugiere algo "oculto", para privilegiados, pero, simultáneamente, algo al alcance de todos, producido por todos, y hasta comercializable, para horror de quienes creen que sólo los sumamente letrados y las tribus indígenas tienen "otredades" distinguibles de lo que se rebaja a "mercancía". Pero la cultura de este ensayista va más allá todavía, alcanzando un plano personal en que es posible aseverar que "el aburrimiento es su negación". Un cliché facineroso dictamina que los buenos críticos suelen ser malos escritores —"creadores", entiéndase— o que ambas facetas no pueden convivir armónicamente en una misma persona. Quien se haya familiarizado con la labor zaideana se dará cuenta de que el lugar común está vacío. Todo escritor que se respete se ha leído a sí mismo antes; se ha corregido releyéndose. Si es grande y sensato, habrá cribado sus manuscritos, separando lo aceptable de lo inaceptable; para ello, habrá acudido a su criterio, a su poética, a su estética y, consiguientemente, a su teoría del placer. El buen escritor, entonces, puede ser crítico; el buen crítico, escritor. Cuando Zaid, en efecto, se compromete con el papel del analista no deja por eso de ser un artesano de la palabra; la amenidad, el goce que rezuman sus "críticas del mundo cultural" perfectamente pueden corroborarlo. Quien haya leído la poesía zaideana no se sentirá a disgusto recorriendo sus ensayos, o viceversa, sin que por ello valga la acusación de que no se conocen las convenciones de cada uno de esos géneros. Si la cultura es "conversación, animación, inspiración" no ha de sorprendernos que tal trilogía esté presente en sus más diversas manifestaciones y en las páginas de uno de sus más perseverantes cronistas. Por supuesto, en esta operación se concreta otra de las comuniones a las que me he referido en el quehacer de Zaid: tal como su escritura —naturalmente, tratándose de un poeta de su talla— no "acompaña" ni "adorna", sino que es parte de su ideario mismo, también los fenómenos aparentemente dispersos de la experiencia humana, interior y exterior, acaban comunicándose, o comulgando, en un autor que ha hecho de los encuentros una discreta consigna. –

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(1964) es escritor venezolano y profesor de literatura en la Universidad de Connecticut.


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