La educaciĆ³n de Oscar Fairfax, de Louis Auchincloss

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A Louis Auchincloss (Nueva York, 1917) le ha interesado siempre de qué manera los hombres y mujeres del mundo de las finanzas y de la abogacía dirimen sus querellas de conciencia. Sus personajes nunca son intelectuales sesudos, pero ejercen profesiones liberales o triunfan en los negocios, por lo que su posición en la cúspide de la pirámide legitima económica y socialmente sus modos de actuación. De ahí que lo único que tengan que dirimir en privado es su sosiego espiritual. En su novela Diario de un yuppie, publicada en España en 1986, un abogado henchido de ambición resumía en primera persona esta situación: “Yo simplemente aceptaba la codicia y el egoísmo de los seres humanos, y reconocía que éstos siempre actuarían movidos por sus propios intereses, a lo cual no cabía oponerse, excepto cuando ese proceder constituyera un delito contra la persona o contra la propiedad. El único imperativo moral era evitar que se quebrantara la ley, y eran los hombres mismos quienes se lo habían impuesto, no Dios”.

Libros del Asteroide acaba de lanzar La educación de Oscar Fairfox, texto protagonizado por un abogado cuyo campo de acción se circunscribe a los clubes exclusivos, los cócteles y los círculos de poder. En esta ocasión las páginas parecen resumir o compendiar las preocupaciones de su autor. Auchincloss, que también ejerció la abogacía en un tiempo, se sirve de una falsa biografía para desplegar un debate de ideas sumamente provechoso que atañe a un amplio abanico de temas. El periplo del personaje desde la infancia hasta la vejez conforma en realidad una excusa argumental para tensar la audacia moral del lector. Estructurada en nueve capítulos que presentan las distintas etapas de la vida del protagonista, el foco narrativo no ilumina el modo en que las peripecias modifican su mapa emocional, sino su enfrentamiento con situaciones donde la irreflexión puede conducirle al fracaso. En el primer capítulo, Oscar Fairfax asiste a una pugna entre pragmatismo y religiosidad mantenida por su abuelo materno y su padre; en el segundo, se le exige discreción ante la revelación de la homosexualidad de un profesor admirado; en el tercero, le toca asistir al apogeo de un escritor sin escrúpulos; en el cuarto, hay una reflexión sobre el hechizo del glamour, y así hasta completar los nueve tramos en que, sin interrupción, aparecen problemas que atañen a la política, la guerra o la infidelidad.

Dos parecen ser los significados de este compendio. El primero es que no parece que haya que obsesionarse más de la cuenta por aprehender una moral global, férrea, incuestionable. La vida siempre nos surtirá del suficiente número de coyunturas como para poner a prueba nuestra inteligencia, nuestro tacto social y cierto sentido de la oportunidad. La praxis se revela, pues, como el mejor procedimiento para afinar y consolidar la sensibilidad moral. De acuerdo que el mundo jamás será perfecto ni justo pero cada conflicto exige una solución exclusiva. El segundo significado es descriptivo: Auchincloss retrata cómo piensa y actúa un liberal de clase alta. En su receta hay mucha frivolidad, pragmatismo y, en algunos casos, sensatez. Pero también el cinismo propio de un estrato que, y esto sí que conforma cierta crítica clasista, no tiene el más mínimo reparo en modificar su comportamiento según sus intereses puntuales. Todo esto conforma un mapa de valores que describen los porcentajes de hipocresía y nobleza que impregnan la vida en ciertas esferas.

Desde el punto de vista estético hay que decir que el defecto más visible de textos como éste lo constituyen sus fallas realistas. No resulta fácil, por mucho oficio de que se disponga, armar bien la trama para que el encadenamiento causal de los acontecimientos genere un ambiente de naturalidad desde el que se planteen contrariedades morales que habrán de resolverse en pocas páginas. Auchincloss posee la habilidad para no servirse de personajes neuróticos ni obsesionados por la culpa, lo cual es un acierto, porque el exceso de psicología encallaría la obra en atolladeros poco narrativos. Pero en sus textos a veces se perciben las costuras: los personajes enuncian demasiado en vez de hablar, formulan la pregunta precisa que, además, suena pedante, o, incluso, se encuentran en lugares que le convienen demasiado a la novela. Quizás habría que adherir una pegatina de advertencia sobre la cubierta de sus textos, que avisara de que “Esta obra de ficción no respeta escrupulosamente la naturalidad del realismo más exacto”. Pero, en realidad, si aceptamos que quien se acerca a este autor es un lector agudo, quizás no sea necesario reparar en esto, porque éste suele estar provisto de una pértiga para saltar por encima de obstáculos tan nimios. Y es que lo que Auchincloss ofrece a cambio de esta concesión es mucho, muchísimo. Siempre ha constituido una sugerente alternativa huir de formulaciones novelescas monótonas que se sustentan en un hiperrealismo ambiental y en reproducir el ritmo al que respiran los acontecimientos de la realidad. Pero, además, la prosa del neoyorkino es estupenda. Utilitaria pero hermosa, ágil pero tensa, se revela como el instrumento ideal para resolver las tensiones de unos personajes, que, de tan cínicos, acaban pareciéndonos entrañables.

La obra de este moralista no resulta demasiado conocida en nuestro país, a pesar de que cada cierto tiempo hay editoriales que contratan la publicación puntual de alguno de sus libros. Ojalá ahora tenga en España la suerte que se merece. Estamos ante un autor más dotado para la narración que su posible rival, Updike –sobre todo en lo que concierne a la economía verbal–, y más ambicioso desde el punto moral que Truman Capote –que nunca publicó su proyectada novela sobre las clases altas de su época. Auchincloss sacrifica toda sofisticación de estilo y cualquier mitificación de la nobleza en pos de una eficacia discursiva que, disfrutada y asimilada, resulta sumamente práctica para funcionar por el mundo. ~

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