Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar, de J. M. Coetzee

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En las primeras páginas de este libro, Coetzee deja claro su posicionamiento en contra de la censura. No sólo por su declarada filiación liberal sino también porque la Historia demuestra que su práctica sólo empeora las cosas. A continuación el Nobel sudafricano expresa su percepción de que el consenso intelectual contra la censura se ha agrietado en los últimos tiempos. Coetzee no ataca este problema desde una perspectiva global (no estamos ante un ensayo unitario sino ante una recopilación de artículos editada originalmente en 1996), y tampoco aborda el escrutinio de algún suceso que haya desatado la disensión. Se centra en analizar algunos casos emblemáticos del pasado (el control de la información en la URSS y en el régimen del Apartheid sudafricano, la querella contra D.H. Lawrence a raíz de su novela El amante de Lady Chatterley…), y sólo se ciñe a la actualidad cuando examina la impugnación que el feminismo radical plantea a la circulación libre de la pornografía en EEUU e Inglaterra.

Sin embargo, por mucho que Coetzee no cuestione la sociología actual de la comunicación, su planteamiento nos conduce a ello. En los tiempos anteriores a internet no resultaba demasiado costoso desde el punto de vista intelectual apostarse del lado de la permisividad. Sí, es cierto que las amenazas a la libertad de expresión han supuesto riesgos físicos en todas las épocas pero en el estricto plano de las ideas, si uno se cuidaba de fortalecerse con unos pocos principios ilustrados, se estaba en disposición de mantener intacto el compromiso por la libertad. Ahora, clarificarse exige una dosis extra de lucidez. En pocos años, el tsunami digital ha puesto patas arriba la comunicación humana a nivel local y planetario, exacerbando hasta un límite inimaginable la circulación del lenguaje. A los clásicos prejuicios conservadores que aseguran que una dosis limitada de censura refuerza la legitimación de cierta moral o de instituciones como el Estado –examinados por Coetzee en el segundo capítulo del libro–, hoy día hay que añadir que el flujo de información se ha exasperado. Internet ha abierto un boquete, vacío de legislación, hueco de ética y huérfano de tradición, capaz de cuestionar cualquier convicción radical a favor de la libertad de la expresión. Por supuesto, no me estoy refiriendo al control de la información por parte de Estados como China (que le ha impuesto a Google un filtro de navegación), sino al hecho de que en la sociedad occidental la libertad ilimitada de la red ha propiciado no sólo el establecimiento de asociaciones delictivas sino patologías de la comunicación tales como el derrumbe de la confianza en el conocimiento, el quebranto de las jerarquías intelectuales, la escasa confianza en la información periodística, la confusión entre verdad colectiva y percepción individual, la disipación de los más importantes consensos culturales, el establecimiento de la demagogia como motor activo de comunicación, y otros.

El modo en que Coetzee recoge el guante lanzado por cierto estrato intelectual feminista y se apresta a debatir desde una posición crítica la permisividad y la legitimación de la pornografía, nos pone en la pista de que las condiciones han cambiado demasiado radicalmente como para seguir jactándonos de que no merece la pena examinar nuestras viejas recetas liberales en cuanto a la expresión. Al darse cuenta de que las palabras de Susan Sontag –que aseguraba no que no le gustaba la pornografía pero que veía nocivo evitar su difusión– deben revisarse porque la proliferación del sexo ha alcanzado tal dimensión y preponderancia en la actualidad que su agitación masiva de las bajas pasiones del ser humano está haciendo de él un termostato que reacciona automáticamente ante la aparición del estímulo, Coetzee marca una senda para enfrentar el reto que el mayúsculo intercambio de información promovido por la red está planteando. Si lo he leído bien, en el diálogo textual que mantiene con el feminismo la apuesta de Coetzee se basa en cuestionar radicalmente los espejismos difundidos por la proliferación del sexo, y en deslegitimar la lucha de poder cuya polaridad pretende permutar dicho sector feminista. El más importante espejismo es que la pornografía divulga la verdad del sexo, cuando en realidad, añadamos, constituye un artificio, una representación que en virtud de sus estrategias narrativas estiliza los aspectos que sirven a sus propósitos.

Coetzee lanza al principio del libro su convicción de que, en una apuesta por el juego limpio, siempre prevalecen las buenas razones. La deliberación se erige en el único y más eficaz método de clarificación. Esto constituye un noble principio pero también una ingenuidad. Coetzee, que siempre ha indagado en la ética colectiva de nuestro tiempo, lo fía todo al esperable triunfo de la mejor razón, estrategia reduccionista por cuanto despeja el gran tema que acompaña a cualquier circulación del lenguaje: el poder, ya sea político, ya sea económico (de hecho, él mismo nos recuerda en otro capítulo del libro que el poeta Osip Mandelstam pereció a manos de la administración estalinista tras travestir su poesía). Quizás a posteriori, a la hora de dejar consignadas por escrito todas las contradicciones, vaciedades y prejuicios de los censores del Apartheid sudafricano o de otros agentes de las sombras, ahora estemos en disposición de hacer brillar desde nuestras cátedras el mejor discurso, el que encuentra la veta de valentía y racionalidad del disidente en mitad de una barbarie ya superada. En este sentido, es decir, a toro pasado, los análisis de Coetzee, a pesar del fárrago en que en algunas ocasiones se sume su discurso, resultan valiosos. Desmontar teologías como la afrikáner siempre se debe considerar una labor loable, porque ayuda a sedimentar el proyecto ilustrado. Ahora bien, frente al ataque frontal del poder totalitario, de un tsunami digital que todo lo arrasa, poco pueden hacer las buenas razones, aunque se formulen atinadamente. De un modo indirecto, este libro avisa de las paradojas de un proyecto –la libertad– y de un debate –su mantenimiento– que siempre colisiona contra los mismos diques. Sólo que ahora el escenario se presenta más agitado que nunca. A lo mejor la mejor aportación de este volumen es, por encima de su carácter teórico, recordárnoslo. ~

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