—¿Cuál es la parte que más me gusta de mi libro, decís? —se frena Fabián Casas, a punto de zamparse un tenedor al que envolvió con una enorme bufanda de fideos con tuco— El final. El final, sí, el final.
—¿El último capítulo? ¿La curación definitiva?
—No, no. El final. Lo último de todo. Haiku, creo, ¿no? Haiku, sí.
Y Haiku es efectivamente lo último que se lee en el libro, pero parece más un posfacio, un bonus en el que el hombre que ahora almuerza a la mesa de un restorán prehistórico de Buenos Aires, escribió:
“Me desperté con la sensación de haber estado muerto durante la noche. Blanca Luz estaba sentada a mi lado, en la cama, fumando. ¿Quién es Robinson?, me preguntó. ¿Robinson?, un compañero de trabajo, le dije. ¿Por qué?, le pregunté. Porque soñabas en voz alta, dijo. Y agregó, impostando la voz, decías: no, Robinson, no, por favor, no lo hagas, no lo hagas. Nos reímos. Salté de la cama y me metí en la ducha. Cuando cayó el agua caliente en los pies, un vaho de orín, muy fuerte, subió hasta mi nariz. Blanca Luz tenía la costumbre de mear en la bañera cuando se duchaba”.
El protagonista de Haiku es Andrés, un redactor a quien en el primer capítulo le presentan a Robinson, uno de los capos del multimedio para el que trabaja. Ya de entrada se ven algunos temas: el esqueleto de los medios, la tentación del poder.
Yo me preocupé de no hacer la novela estúpida contra los monopolios, contra el diario Clarín, sino hacer una en la que uno de los tramos sea la alegría y la tragedia de ser periodista, no importa dónde, y que tanto un padre oscuro como uno luminoso te puede hacer crecer. Robinson es un padre oscuro, Aluzino, que aparece después, es uno luminoso, y los dos trabajan la poesía, porque a ninguno de los dos los entendés.
“No entendía nada, nunca lo entendí, como suele pasarme con la poesía que más me impacta”, piensa en un momento Andrés.
Sí, sí, claro. Te impacta como la presencia del mal, como dice Borges. Además, a la poesía no se la define: se la reconoce. Si la definís, la liquidás, la matás.
Al que Andrés no entiende es a Robinson, quien le confiesa que sueña con “un diario hecho sin periodistas, pura música porque sí”.
La distopía de Terminator, ¿no? Periodistas que ya no puedan poner su experiencia, periodistas manejados por Skype. El capitalismo feroz. La máquina. Pero yo no quise escribir sobre la máquina. Había una idea de no escribir sobre lo escribible.
¿Alguna vez te dijeron que sos el escritor de la amistad?
Me lo han dicho, sí. Bueno, alguien en la novela dice que los amigos son los que trabajan manejando la tensión, que son ellos quienes hacen que el mundo no sea hostil. Yo creo eso, también. Todos somos esclavos, todos estamos acá, así que lo único que nos salva de eso es la gente, su sabiduría, su compañía. Es muy importante una poética de la amistad.
Decís "alguien en la novela dice…", casi todo el libro es así: una novela coral, con muchos personajes, muchos puntos de vista.
Porque es un libro que está regido por la poesía, yo me preocupé mucho en dejar que el texto diga cosas que yo, tal vez, no quería decir. Ya de entrada quise apartarme de mis libros anteriores, quise poner todo en estado de incertidumbre, que no se entendiera nada. A mí me parece que está bueno cuando vos perdés la forma humana y lográs que el lenguaje se vuelva vital, y que se salga de la literatura, que es algo que empantana también. Si te sentás a una mesa de escritor pensando como escritor escribís cosas de escritor, con palabras de escritor, y a mí eso me parece re improductivo. En este caso fue un libro que hice a lo largo de ocho años y que nunca supe para dónde iba. En un momento vi que tenía como treinta relatos, todos separados, y me di cuenta que se ensamblaban, que no tenía que ser prisionero de la narración lineal. Así acepté, además, que el libro me escribiera a mí. Hay que escribir con la convicción de que tu lector no va a nacer en este tiempo. Entender eso es súper liberador.
¿Por qué Titanes del coco?
Hace más o menos quince años yo era uno de los jefes de las coberturas de verano de Olé [el único diario deportivo de Argentina] y una temporada que terminó antes de lo previsto, nos quedamos con Marianito del Águila [a quien Casas dedica el libro] en un hotel, dos semanas más, sin hacer nada. ¿Viste los japoneses que no saben que terminó la guerra y los encuentran escondidos? Bueno, eso. Así que con Marianito nos quedamos en el hotel y empezamos a intervenir las paredes de la habitación con una historieta que se llamaba así: Titanes del coco.
¿De qué trataba?
De gente paranoica. Nosotros éramos Titanes del coco. La gente que entraba a limpiar no podía creer lo que pasaba en esa habitación. En Titanes metí todo, todo.
Bueno, casi todos los personajes son amigos o ex compañeros que ficcionalizaste.
Ficcionalizar es, paradójicamente, transmitir de verdad tu experiencia, no ocultarla. Si yo quiero dar cuenta de Roa [editor general adjunto del diario Clarín, con quien Casas trabajó] no te transmito nada, porque hablo del Roa pedestre, el real. Pero si lo ficcionalizo transmito su esencia, o mi experiencia con él. Esto da la idea de que tu vida es un infierno si no la ficcionalizás. La ficción que le ponés a tu vida es lo que la hace vital.
¿Qué te han dicho tus ex compañeros del diario?
Me han escrito muchos, y me escribieron con alegría, con gratitud, lo que quiere decir que he dado cuenta de algo que vivimos todos, y esa es, para mí, la gloria de vivir. Te lo juro: esa es, para mí, la verdadera cosa superior.
Editor y cofundador de Revista Don Julio (www.revistadonjulio.com), trabajó una década en el diario deportivo Olé, donde fue –también– presentador de OléTeVé.