Al comienzo de La hora azul, la novela de Alonso Cueto (Lima, 1954) que ganó el prestigioso Premio Herralde, el abogado Adrián Ormache es la imagen misma del éxito y la vida confortable: trabaja en un importante estudio, es un profesional respetado, tiene un matrimonio estable y feliz con Claudia y un par de hijas estudiosas, es una figura elegante que se mueve en los mejores círculos sociales; nada parece faltarle para sentirse realizado. Pero esta imagen es una mera apariencia o máscara de un profundo malestar cuya lenta, tortuosa y fascinante revelación es la materia que da origen al relato que nos cuenta en primera persona, como un doloroso testimonio de sí mismo y de los trágicos acontecimientos que le ha tocado vivir.
Muy pronto nos enteramos de que sus sueños son tormentosos y violentos, quizá traumáticos, pues parecen estimulados por el divorcio de su madre cuando él era muy pequeño y la consecuente lejanía física y emocional de su padre, un militar destacado en la zona de Ayacucho durante la campaña antiterrorista contra Sendero Luminoso. La reciente muerte de su madre remueve en él penosos recuerdos, entre ellos la visita a su padre agonizante en el Hospital de la Marina y su desesperado pedido de que busque a una tal Míriam, una muchacha que conoció en Huanta, en medio de la violencia. Adrián se identifica con su madre, de quien ha heredado “la pasión por la música y la lectura” (p. 23), pero es la contrafigura de su padre, un típico hombre de cuartel, y de su propio hermano Rubén, quien precisamente le confirma lo que era de temer: en esos terribles años de guerra armada el padre fue responsable de una indiscrimiada represión, que incluía asesinatos, torturas y violaciones.
Es la muerte de la madre el hecho que desencadena el obsesivo esfuerzo de Adrián por hallar la verdad, por saber quién fue realmente su padre, quién fue esa misteriosa Míriam. Por testimonios de sus subalternos en la guarnición de Huante, el narrador va desenvolviendo la oscura madeja de esos años brutales que dejaron sesenta mil muertos, víctimas de la violencia de uno y otro lado; así llega a enterarse de que uno de esos oficiales aprovechó la situación y chantajeó a su madre para que guardara silencio.
También descubre que su padre secuestró a Míriam, la violó y la hizo su amante, hasta que ella se escapó una madrugada –antes de que llegase la peligrosa “hora azul” del amanecer–, tras lo cual no se volvió a saber su paradero. La apasionante búsqueda de esa Míriam, que bien puede estar muerta, constituye el centro de este relato. Es imposible dar más detalles sin revelar demasiado y negarle al lector la emocionante experiencia de averiguarlo por su cuenta; bastará decir que el suspenso se resuelve sólo en el último tercio de la novela y que desemboca en una dramática historia que envuelve a ambos y al hijo de ella.
A lo largo de un par de décadas, la obra narrativa de Cueto ha ido evolucionando de relatos de corte psicólogico a versiones muy personales del género “negro” y policial, y finalmente a novelas con un contextos político de actualidad, como Grandes miradas (2003), ambientada en la era de Fujimori, y la presente. La hora azul es la más lograda síntesis de todos esos modelos en un solo relato: es un apasionante thriller, una novela política de notable trascendencia, y un estudio moral de ciertos individuos cuyas vidas reflejan una sociedad en la más aguda crisis de su historia contemporánea.
Es la forma como todo eso está estructurado, montado y desarrollado lo que convierte los complejos asuntos –históricos o imaginados– en una novela cuya validez artística y testimonial es indudable. La narración mantiene en vilo la atención del lector gracias a un diestro manejo de la intriga, que va complicándose siempre más con vueltas, avances y retocesos que, siendo inesperados, poseen una lógica interna y una veracidad que produce total convicción. El rasgo más notorio de la obra es la vertiginosa velocidad que alcanza, el frenético ritmo que nos hace sentir la ansiedad y urgencia de la aventura, como en el acezante recuento que hace Míriam de su fuga. No asistimos a su búsqueda: compartimos pistas, descubrimientos y frustraciones, casi como si nosotros fuésemos los agentes de la investigación.
El lenguaje es sincopado, urgente, entrecortado por remansos de gran ternura o llenos de ironía; de pronto, las secuencias se interrumpen en un alto punto de la intriga o se desvían en un anticlímax que sólo excita nuestra curiosidad por saber hacia dónde nos dirigimos. A veces esa condensación cinematográfica de escenas sintéticas y bruscos desplazamientos de tiempos y espacios nos hace recordar las desenfrenadas narraciones de Rubem Fonseca, maestro del género policial.
Estilísticamente, el realismo que cultiva Cueto podría llamarse “expresionista”, porque lo distingue una suerte de distorsión que subraya gestos, diálogos, rostros y ambientes con marcadas tintas grotescas o brutales, como emblemas del malestar de los personajes o de su desajuste emocional frente a la realidad que los rodea; hay momentos, sin embargo, en los que, por exageración o descuido, esos matices resultan sobrecargados y monótonos.
Pero lo cierto es que el estilo expresionista cumple dos importantes funciones. La primera es la de asegurar una perfecta mímesis del habla peruana, con sus variados y sutiles tonos, desde el que recubre con zalamerías y elegantes circunloquios los diálogos de la burguesía limeña hasta el español quebrado, primario y lleno de expletivos que son un extraño indicio de confianza y afecto entre las clases populares o los recién venidos de provincias; en eso, Cueto demuestra un oído fino y atento. La otra función es la de connotar que, pese a moverse en ámbitos que les son familiares, los personajes tienden a sentirse insertos en una realidad hostil, salvaje, en buena medida incomprensible: la Lima caótica, crispada y multicultural de hoy, ese monstruo en el que la improvisación es el único modo de sobrevivir. El lector percibe que está en medio de un laberinto que sólo el ingenio criollo puede descifrar y operar.
Esa visión de la realidad peruana como un nudo de tensiones y desgarramientos que laceran el tejido social es sustantiva para la novela. Pese a toda su cultura y sensibilidad, Adrián no sabe que, como muchos miembros de su clase, ha vivido de espaldas a la realidad de su propio país, aun en medio de la terrible ola de violencia que lo desfiguró y casi lo destruyó. Su aventura en busca de Míriam parece al principio algo sólo personal, un asunto pendiente con su padre. Pero la muchacha y el inframundo distante y desconocido al que ella pertenece le revelan una tremenda verdad: que una masa de peruanos como Míriam “no buscaron llegar a una realidad tan dividida, tan llena de cercos edificados, no buscaron nacer al otro lado. La línea que nos separa a nosotros de ellos está marcada con el filo de una gran navaja” (p. 274). Miles fueron secuestrados, torturados y muertos, tal vez sin saber si eran víctimas de los terroristas o de los militares, y los que sobrevivieron son fantasmas atados para siempre a ese gran montón de muertos anónimos. Por eso esta novela alcanza dos altos fines del género: inquietarnos y conmovernos. ~
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.