La mala hora es la novela fallida de un joven de 28 años. El tiempo literario de la novela transcurre del martes 4 de octubre, día de San Francisco de Asís, al viernes 21, día de San Hilarión, según señala el padre Ángel, uno de sus personajes principales. En 17 días un apacible pueblo colombiano se transforma en un polvorín. Un calor endemoniado atiza los pensamientos obsesivos y desconfiados de quienes buscan saber quién coloca los pasquines que amanecen en las puertas de las familias adineradas del pueblo. Son chismes antiguos, de alcobas y frutos prohibidos, sabidos por todos; aun así, los libelos van convirtiéndose en el único tema de conversación.
El primer anónimo, a poco de iniciada la novela, provocará el asesinato de Pastor, un clarinetista y compositor que pasa la noche interpretando una nueva canción. A Rosario, la esposa de César Montero, le parece muy bonita. A pesar del aguacero, Montero se alista para salir a trabajar en el monte; antes de partir, mira el cartel pegado en la puerta de su casa: “[…] el agua había disuelto el color, pero el texto escrito a pincel, con burdas letras de imprenta, seguía siendo comprensible. César Montero arrimó la mula a la pared, arrancó el papel y lo rompió en pedazos”. Y a punto de abandonar el pueblo, el hombre “monumental, de espaldas cuadradas y sólidas” regresa al poblado para asesinar al músico. El lector supone que lo liquida porque Montero da por hecho que Pastor pegó el pasquín, puesto que a todos consta que pasó la noche en vela. Más adelante, se sabrá que lo mató porque el libelo afirmaba que Pastor había dedicado su nueva canción a Rosario de Montero, su esposa. Demasiado tarde el pueblo sabrá que la canción fue escrita a la prometida de Pastor; ambos tenían bien guardada su secreta relación.
La rutina de ese pueblo se inicia a las cinco de la mañana cuando el padre Ángel llama a misa. El alcalde empieza a conciliar el sueño cuando escucha el disparo; lleva tres noches sin poder dormir por un dolor de muelas. El rumor de la gente que se dirige a la casa de Pastor lo alerta. El alcalde encuentra a Montero apuntando con un fusil a la multitud. El alcalde consigue desarmarlo y lo encarcela. Después, el alcalde se va a buscar a Octavio Giraldo, “un médico sin edad y con la cabeza llena de rizos charolados”, para que practique la necropsia. “De manera que ahora hacemos autopsias”, le responde intrigado y sonriente. Posteriormente, el alcalde se dirige a la casa del juez Arcadio para solicitarle que haga el levantamiento de cadáver. Ante la petición el juez “lanzó un silbido de perplejidad. —¿Y de dónde le nació esa novelería?”. El alcalde intenta restablecer los procedimientos que marcan la ley, posteriores a un asesinato, en tiempos de paz.
Los pasquines siguen apareciendo: cuatro en la noche del sepelio de Pastor. En toda la novela, el autor no reproduce el contenido de cartel alguno. El lector supone que habrá más asesinatos porque los motivos abundan y, si no los hay, se inventan. García Márquez va sembrando astutamente esta intriga; la más inquietante es el comentario del secretario del juez Arcadio, quien afirma que debido a los pasquines un pueblo fue liquidado en siete días.
Las descripciones son morosas, meticulosas, como si estuviéramos presenciando una película en la cual se nos muestran atmósferas precisas y sorprendentes. Podemos constatarlo cuando Roberto Asís se encuentra en la alcoba de su madre, la viuda de Asís: “De las paredes blanqueadas con cal pendían fotografías de niños antiguos enmarcados en viñetas de cobre. Roberto Asís se tendió en la suntuosa cama tronal donde habían muerto, decrépitos y de mal humor, algunos de los niños de las fotografías, inclusive su propio padre, en diciembre anterior”. La viuda de Asís tuvo ocho varones; Roberto es el más joven, el único que vive con ella. Su hijo está agobiado porque un libelo asegura que Rebeca Isabel no es su hija. La viuda no le da importancia ni duda de la paternidad de su nieta, a pesar de que la esposa de Roberto es tan hermosa que desasosiega hasta al padre Ángel. “Era espléndida y floral, de una blancura deslumbrante y una salud apasionada”.
El lector va siguiendo a diversos personajes, como al empresario del cine cuyas películas deben ser calificadas por el padre Ángel, quien determina si pueden ser vistas por todos o si son inmorales; el padre vigila desde una ventana de la capilla quién entra a las funciones que él reprueba. En varias escenas se constata que el peluquero y el dentista desconfían de la paz y los buenos empeños del alcalde. El tiempo les dará la razón: este decretará el toque de queda ante la presión del padre Ángel y de la viuda de Asís para tratar de aprehender a quien pone los pasquines. La viuda teme nuevos asesinatos, incluyendo a su nuera a manos de celoso hijo.
El alcalde con sus detenciones y acciones, de aparente generosidad, se va enriqueciendo. Sucede así cuando invita a un grupo de la población que instale, gratuitamente, sus casas en los linderos del panteón para ponerse a salvo de las inundaciones. Y como es un pueblo que carece de funcionarios que hagan cumplir la ley, el alcalde va designándolos acorde a sus ambiciones y necesidades. Así determina que él es el dueño de los terrenos que concedió a los damnificados, y el municipio debe pagarle. También propicia que Montero lo corrompa, y accede a que lo trasladen por barco en la noche para evitar que la gente se arremoline cuando lo saquen de la prisión.
El alcalde empieza a sufrir un insomnio permanente porque el toque de queda lo obliga a acompañar a las cuadrillas que hacen guardias nocturnas, apercibidos de armas nuevas, bajo interminables aguaceros. Sus esfuerzos se ven coronados cuando una mañana detienen a Pepe Amador mientras repartía propaganda clandestina, la cual anima al pueblo a formar parte de las guerrillas. El alcalde ordena a sus esbirros torturar al joven de 20 años. Lo asesinan y el alcalde decide sepultarlo clandestinamente. A la madre le dice que el muchacho escapó. Así, el pueblo ha regresado a la normalidad: a la violencia, al atropello de las autoridades y a la guerrilla. Un año había durado la tensa paz.
La Mala hora se publicó en 1962; ese mismo año obtuvo el Premio de Novela Esso de Novela Colombiana, donde ganó tres mil dólares. García Márquez la escribió mientras trabajaba como corresponsal en Europa del diario colombiano El Espectador. Fue rescrita en 1956, en París, durante un exilio voluntario del autor, quien contaba con escasos recursos. En 1966, fue publicada en México por Editorial Era. El autor considera que es la primera edición porque en la anterior un corrector de estilo español le almidonó el estilo, “en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad”.
La mala hora es una novela fallida porque la intriga pudo haberse resuelto en un relato o un cuento. Parece que el autor ya no quiso llevar más adelante la narración porque ya no daba para más. Y la resolvió de cualquier manera ni siquiera con final abierto, como cuando se apaga súbitamente la proyección de una película. Va decayendo el interés de la historia; ya no hay más muertos por los pasquines ni nunca se sabe quién los puso. No se comprende para qué nos enteramos de tantas vidas y minucias si no se anudan al final. Por supuesto, vemos que la ambición enloquece al alcalde y se convierte en un sátrapa enfermo de poder. Por ello, de haberse escrito un relato o un cuento, el autor se hubiese ahorrado la creación de personajes tangenciales para centrarse en los principales: cura, alcalde, juez, médico y peluquero. Lo incuestionable de la novela es que ya se vislumbra la poderosa prosa narrativa de García Márquez a 10 años de iniciar su obra cumbre.