La mirada del escultor

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El 7 de octubre de 1929 Joseph Goebbels le confió a su diario personal un curioso apunte de crítica literaria: “Leo El corazón aventurero de Jünger. Esto ya es sólo literatura. Lástima por Jünger, de quien releí justo ahora Tempestades de acero. Ése sí que es un libro realmente grandioso y heroico. Porque tiene detrás una experiencia vivida en la sangre. Hoy, en cambio, Jünger se aísla de la vida, y por eso lo que escribe se vuelve tinta, literatura”.
     La observación del futuro ministro de Propaganda del Tercer Reich trasluce un rencor antiguo: excluido del servicio militar por enfermizo, autor de una novela mediocre (Michael: ein Deutsches Schicksal in Tagebuchblattern, 1926), Goebbels prefiere separar tajantemente al literato que flirtea con el expresionismo del novelista que había exaltado la experiencia de las trincheras hasta elevarla al grado de una mística. La división entre una experiencia auténtica, “de la sangre,” y otra superflua, “de la tinta”, acabaría justificando las tétricas hogueras de mayo de 1933. A la luz de las cuales el reproche se transforma en el mejor elogio que Jünger hubiera podido recibir.
     Si bien el comentario de Goebbels alude a la primera edición de El corazón aventurero, y no a la versión que nos presenta Tusquets (traducción de la de 1938, publicada por Klostermann), toda la obra de Jünger podría colocarse bajo el signo de esta doble metáfora, cuajada en una metafísica de la guerra. Larga sería la lista de sus alusiones al “géiser llameante” que flota voluptuosamente sobre la guerra “como la vela roja de las tempestades en el mástil de la galera negra”. En sus artículos nacionalistas de los años veinte, la sangre mana como “el combustible que alimenta la llama metafísica del destino”; en sus primeras novelas es un atributo del joven guerrero consciente de su vulnerabilidad. El estilo de Jünger funciona, precisamente, como el órgano encargado de combinar sangre y tinta, experiencia y literatura, en una mezcla indisoluble, donde ambos términos resultan, en definitiva, complementarios.
     “El diario —razonaba Bruce Chatwin después de leer Radiaciones— es la forma perfecta para un hombre que combina un gran poder de observación con una sensibilidad anestesiada”. Los de Jünger, se ha dicho, parecen la narración de la historia contemporánea en un lenguaje cercano al de la botánica o la entomología. El corazón aventurero inaugura este género: fragmentos localizados, como trozos de un mapa, en medio de peripecias biográficas. Se trata también de un libro lleno de claves para sus seguidores, donde la narración de sueños convive con los apuntes del naturalista, comentarios de lectura y pequeños relatos de corte expresionista. El encanto de semejante mezcla radica, tal vez, en revelarnos la posibilidad de un sistema para una serie de pensamientos del todo asistemáticos. Porque la inteligencia de Jünger funciona muchas veces en un vacío demostrativo, aunque casi siempre atraviese sin dificultad los dominios de la alegoría gracias a alguna metáfora insustituible. Así, cuando nos asegura, con ímpetu romántico, que “lo inefable se degrada al expresarse y hacerse comunicable; se parece al oro que es preciso mezclar con cobre, si deseamos transformarlo en moneda de cambio”. O al concluir que “las grandes novelas que permanecieron inacabadas, no fue posible acabarlas porque se ahogaban bajo el peso de su propia concepción. Se parece a la construcción de catedrales”. O cuando asocia el tipo humano del peluquero, el cosmetólogo y el masajista a los regímenes despóticos: “En los comercios más exquisitos de esa clase nos dejamos seducir con facilidad por atmósferas de épocas remotas y civilizaciones antiguas, por un bienestar asiático o una euforia sátrapa”.
     Este libro está lleno de esas “frases mánticas” que conducen a conclusiones tan arbitrarias como fascinantes. Desde este punto de vista, cada uno de los apuntes es un ejemplo de esa facultad combinatoria que “se diferencia de la razón estrictamente lógica en que siempre opera en contacto con el todo y jamás se pierde en los detalles aislados. Cuando se detiene en lo particular, se asemeja a un compás de dos clases de metal, cuya punta dorada se apoya justo en el centro”. Llevado al terreno de la moral, el áureo compás de la estética de Jünger se apoya en el poder trascendente de ciertas experiencias extremas, asociadas con la muerte. Cuando comenta, por ejemplo, el saludo luctuoso de una madre ante el féretro de sus dos hijos (“Por fin os tengo, mis queridos niños”), en el que detecta tanto “la diferencia entre el mundo trágico y el mundo moral” como “una superioridad manifiesta sobre el mundo de la organización estatal”. O cuando ensalza ciertas facultades que harían más llevadera la relación con la muerte, “órganos cuya formación y fortalecimiento competen a los ejercicios espirituales”. Leyendo estas páginas es inevitable deducir que el resto de los mortales que preferimos tomar distancia de riesgos mortales estamos condenados a una suerte de idiotez sin remedio.
     Tanto en la edición de 1929 como en la que preparó diez años después, Jünger ha escogido colocar sus fantasías narrativas al mismo nivel de las experiencias autobiográficas. Las “notas diurnas y nocturnas” (Aufzeichnungen bei Tag und Nach) del primer subtítulo se han convertido ahora en “figuras y caprichos” (Figuren und Capriccios), lo que acentúa, como advierte el traductor en una de sus notas, el lado grotesco de las revelaciones. Esta curiosa connivencia, y la fascinación estilística que provoca, se justifican en un contexto de iniciación: todos los apuntes son ritos de pasaje para un antagonista del filisteísmo burgués, que descubre el aspecto aventurero de la existencia no sólo en las grandes hazañas sino también en manifestaciones como el dolor, el riesgo y la pesadilla. Ya en El Trabajador Jünger le regateaba al burgués cualquier aspiración metafísica y lo acusaba de razonar de manera plenamente utilitaria. Esa egoísta criatura sólo pretende recibir lo más posible de la vida y devolver lo menos que pueda. Por encima de todos los valores sitúa su propia seguridad. Durante siglos, se ha encerrado en los castillos y los grandes burgos. Movido por el temor y la envidia, buscando el provecho y el reposo, se atrinchera, en realidad, contra la vida. Es incapaz, como consecuencia de su empaque vital, de concebir una acción histórica, de realizar gestos resueltamente enérgicos. “El burgués —leemos en Juegos africanos— casi había logrado convencer al corazón aventurero de que no existe el peligro, que una ley económica rige el mundo y la historia”.
     Con un título que evoca las famosas páginas de Georg Simmel sobre la aventura, Jünger alude a un estilo de vida, ligado tanto al claroscuro de una naturaleza primordial como a cierta manera de experimentar el futuro: decreto de libertad pronunciado ante la perspectiva extrema de la muerte. “La aventura —dirá Jankélévitch releyendo a Simmel— tienta al hombre porque el pathos aventurero es un complejo de fuerzas contradictorias; la tentación es precisamente esa mezcla de ganas y horror, donde el horror acrecienta las ganas actuando como ingrediente paradójico, mientras el deseo, positividad sin negatividad, implica la atracción simple y unívoca.”
     Varios fragmentos de Jünger, sobre todos los de mayor acento onírico (“Visita extraña”, “El canto de las máquinas”, “En el barrio de los ciegos”, “El hipopótamo”), traslucen esta mezcla de horror y deseo en un clima de pesadilla que recuerda el cine expresionista de los años veinte. Otros tienen la rara virtud de iluminar un episodio biográfico con la seductora nitidez de lo amoral. Porque aquí la estética no es más que otra aventura, donde la muerte interviene para revelar esencias definitivas. Y así como al moribundo “la vida se le manifiesta bajo un nuevo sentido, más lejana y límpida que nunca”, una profunda relación con la muerte favorece un nuevo tipo de visión, donde “lo que aflora de nuevo no son tanto las imágenes como la esencia de su contenido. Es como si, tras finalizar una ópera, con el telón ya caído, en un espacio sin público, una orquesta invisible volviera a representar, por última vez, el motivo principal de la pieza: solitario, trágico, altivo y con una trascendencia letal”.
     En el fragmento titulado “El diorama”, Jünger alude a una particular mirada sobre el pasado capaz de captar el encanto de aquellos “panoramas” que se exponían en las ferias, imágenes minúsculas y repentinas de situaciones “en las que participamos de un modo letárgico y onírico”. En otro, “Suplemento a la zinnia”, al recordar la primera vez que vio esa curiosa planta ornamental, comprueba cómo ciertas imágenes le iluminan, como candelas en el pasado, las ideas que lo ocupaban en cierto momento, ideas que, de otra manera, sería casi imposible recuperar. En sus mejores momentos, y este libro está lleno de ellos, la prosa de Jünger (y la fluida traducción de Enrique Ocaña) nos convierte en cómplices de ese juego de miradas e imágenes, y admiradores de la rara perfección de este libro tratado como escultura de la propia memoria:

Nos disgusta tanto releer los libros que hemos escrito justo porque frente a ellos parecemos falsificadores de moneda. Nos hemos adentrado en la cueva de Alí Babá y sólo hemos sacado a la luz un miserable puñado de plata. […] Sin embargo, el hecho de recomenzar a escribir precisamente aquello que ya dábamos por terminado tiene un valor extraordinario para el autor. Le ofrece la rara oportunidad de contemplar el lenguaje como si fuera una sola pieza, con la mirada del escultor, por así decirlo, y trabajarla como si fuera materia corpórea. ~

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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