Habla el potentado

América del Norte

Nicolás Medina Mora

Soho Press

Nueva York, 2024, 456 pp.

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El inicio de América del Norte, la primera novela de Nicolás Medina Mora, narra la llegada de Sebastián a México. Radicado en Estados Unidos, vuelve en 2016 a la patria de origen para renovar su visa de estudiante. En su trabajo como reportero de un portal de noticias neoyorquino, el protagonista recibe la noticia de que fue aceptado en un programa de escritura de no ficción en Iowa, lo que significará un cambio no solo de residencia sino también de estatus migratorio. Los detalles dispuestos para contar este arribo dejan en evidencia sus marcas de clase: para su trámite en la embajada, es imperativo que se traslade acompañado por un guardaespaldas y en una camioneta blindada. Si bien Sebastián irá revelando con mayor amplitud la condición política y económica de su linaje, este simple aspecto –el de la camioneta– delinea su estatus desde los primeros párrafos.

Primordialmente, América del Norte está narrada en una primera persona que, a la manera de otras novelas que retratan a las clases medias o altas, hablará sobre sexo, cultura y drogas. Sin embargo, aquella voz pronto comienza a fragmentarse en una serie de disquisiciones ensayísticas con las que su protagonista pretende comprender su posición ante el mundo político de México. En eso, el libro de Medina Mora se diferencia de cierto canon de narrativa: el desfile de casas de campo en las periferias de la ciudad, las borracheras con mezcal y las fiestas con lo más granado de la élite política no se presentan para afirmar una suerte de regodeo –es decir, para reificar una posición de poder– sino para indagar en las consecuencias históricas de que, en un país como México, exista una clase alta. Otro contraste es que Sebastián no utiliza su capital cultural para pronunciarse públicamente ante la realidad de las cosas. El universitario no puede separarse del entorno en que creció. Por ello, la intelectualización del protagonista sobre su propio ámbito es por demás incómoda: sus esfuerzos por observar de manera objetiva a su propia clase a veces se tornan en un ejercicio de disociación de un individuo cuya responsabilidad en el curso de la historia nacional es mayor que el alcance que puedan tener sus ensayos sobre la identidad mexicana.

Para construir sus reflexiones sobre la clase a la que pertenece, Sebastián toma a la figura de Maximiliano y de los criollos barrocos para hablar de una élite más bien contradictoria. ¿Se trata de una sátira, de un gesto del niño rico que es lo suficientemente letrado como para legitimar su rebeldía y devolverles a las clases altas su propia faz desfigurada? Tomando como punto de partida al criollismo y al breve imperio mexicano de los Habsburgo, el texto indaga sobre cómo las élites se retratan a sí mismas. Un ejemplo casi literal de esto último es un amigo de Sebastián, apodado The Bear, pintor que también es parte de una de las familias más ricas del país. A pesar de eso, sus inclinaciones artísticas lo desviaron de un camino que le estaba predestinado: el de los hombres cuyo último fin es defender la fortuna de sus padres y detentar la proverbial arrogancia de quien imagina que “nada le fue regalado”, que sus privilegios no son más que el producto de un largo esfuerzo personal. Desheredado por tener una dudosa vocación –lo que necesariamente levanta la sospecha entre su familia sobre su sexualidad–, les vende a los hijos de las familias más ricas retratos que reproducen la misma estética de cuando los señores barrocos posaron para los pintores de la corte. La caricatura histórica sobre la que Sebastián reflexiona no se ha dejado de perpetuar esa imagen tierna y patética de los austrohúngaros que deben habitar una fantasía para poder seguir ejerciendo su poder. No obstante, el curso de la historia alcanza a los ejercicios intelectuales de Sebastián. Las representaciones que construyen las clases altas son cada vez más violentas, como los infames videos del Instituto Cumbres que Sebastián relaciona con ese mismo barroco de los retratos de The Bear: “Todo el asunto es barroco y grotesco, el tipo de documento cultural que será citado como evidencia de que, en el comienzo del siglo XXI, México estaba al borde de una convulsión violenta.”

Como expuse al principio, Sebastián forma parte de un programa de escritura en Estados Unidos, y su cultura literaria, así como sus aspiraciones estilísticas, es más bien la de un hispanista mexicano. Hernán Cortés, la crónica virreinal, José Vasconcelos, Carlos de Sigüenza y Góngora, sor Juana Inés de la Cruz y José Juan Tablada son algunos de los nombres que integran un sistema de referencias que Sebastián pretende verter en textos con aires de tratados. Lo que presenta primero en su taller de escritura son los borradores de una indagación sobre la melancolía, aderezada con citas de Hegel y de Nietzsche. Pero ¿a quién le interesa leer sobre lo mucho que sentía el “hombre blanco europeo”? Sebastián aprendió lo mejor de la literatura como el criollo que es, y por eso su discusión tiene un sabor ya caduco. El protagonista busca insertarse en una larga tradición de ensayo que pretende definir la inasible identidad del país del que proviene, que va desde el “Don Juan Ruiz de Alarcón” de Pedro Henríquez Ureña hasta La jaula de la melancolía de Roger Bartra. El obstáculo son sus primeros receptores que trabajan en un campo intelectual preocupado por “la experiencia”: por narraciones en primera persona ya no de los hijos de la clase privilegiada, sino por escritores afrodescendientes o sexodisidentes.

Por supuesto que Sebastián no es de los que esgrimen el argumento de la “inclusión forzada” para criticar dichas prácticas literarias, solo se percata de una cierta hipocresía que muchas veces alberga esa postura. Los compañeros del programa critican los textos de Mayeli Revueltas, una estudiante chicana cuyos padres están indocumentados en un país que recrudecería sus políticas migratorias con la victoria de Trump. Al mismo tiempo, se sorprenden por escritores que hacen de la violencia sistémica un espectáculo estético, como el exalumno del programa que trabajó en la policía migratoria para después vender, de manera exitosa, una crónica sobre lo que vivió en el desierto, o la poeta Andrea Olivares, quien escribe sobre las madres buscadoras. Pareciera que la realidad, por usar palabras de Ricardo Piglia, se vacía de contenido y se convierte en puro procedimiento; condición que fue puesta en marcha por el mismo Sebastián en su trabajo como periodista. Una de sus comisiones fue la de entrevistar a un niño guatemalteco que había huido de su hogar porque el narcotráfico estaba asolando a su comunidad. Lejos de compenetrarse con su entrevistado a la manera de los documentalistas de Desierto sonoro de Valeria Luiselli, Sebastián se pregunta cómo se podría enmarcar aquella entrevista para que se posicionara en el algoritmo de Google y pudiera integrarse al expediente del mismo Sebastián. Su objetivo es el de solicitar su residencia permanente en Estados Unidos: sus credenciales como reportero demostrarían que sería un trabajador más que proficiente del país.

La representación de las clases altas también involucra a cómo los que tienen capital cultural crean objetos estéticos inspirados en la violencia. Y cómo, para obtener buenos resultados, eventualmente hay que adoptar posiciones un tanto cínicas. En una lectura pública hecha por Andrea Olivares, la poeta declara que es válido adoptar una máscara en el sentido de lo que, en el teatro griego, significaba portar una faz: “No una persona sino una máscara. Lo que un actor usa en el escenario.” Para escritoras como Olivares, esta operación le permite “darles voz a los que no tienen voz”, enunciar las experiencias de las madres buscadoras a través de su poesía. ¿Sebastián es también portador de una máscara literaria? Cuando sus compañeros le piden que escriba sobre su experiencia como mexicano, Sebastián decide transformarse, textualmente, en un informante de la corona española que le envía una historia del país a su rey. La broma, seguramente, escapa a los lectores estadounidenses. La supuesta crónica virreinal inicia con un “Yo, Sebastián Arteaga y Salazar, ciudadano natural de la Muy Noble y Leal Ciudad de México”. Un apellido compuesto como el de él bien podría ser el de un criollo barroco o el de un junior contemporáneo, y este aspecto le da una realidad problemática a su labor periodística y literaria.

América del Norte está escrita en inglés y fue publicada en Estados Unidos. Es inevitable pensar en aquel movimiento editorial que ha sido denominado “literatura global”. La novela no subvierte las lógicas de esta tendencia, aunque sí contiene algunos guiños que impiden clasificarla como uno más de sus productos. La tensión lingüística entre el español y el inglés, como casi todo referente cultural en el libro, forma parte de un panorama político. Ni Sebastián puede salvarse de los obstáculos migratorios impuestos por la administración de Trump, y su aspiración a la residencia permanente se ve impedida por las circunstancias. Esto lo coloca en la misma posición alienada que la de los criollos, colonizados a la vez que colonizadores. No puede vivir en Estados Unidos y en México forma parte de la clase que será, en cierto modo, expatriada por la llegada del presidente Andrés Manuel López Obrador en 2018. Y a pesar de que en México es un “hombre blanco heterosexual con privilegios de sobra”, en Estados Unidos es identificado como un “latinoamericano” cuyo potencial es el de poder “pasar” por alguien de raza blanca anglosajona. Porque esa, al igual que la de sus hermanos criollos, es la última aspiración de Sebastián: asimilarse a los centros de poder y desprenderse de cualquier rasgo mexicano. Muy a pesar de que su historia se encuentre plenamente situada en el país, y muy a pesar de que sus principales preocupaciones intelectuales residen en definir su identidad.

Por ello, la novela constituye una de las más sinceras exploraciones sobre la violencia en México. Además de hablar sobre sus efectos abstractos, como lo es la desfiguración de la identidad nacional, señala a quienes tomaron las decisiones que hasta ahora cifran nuestro entendimiento no solo sobre la política sino también sobre la literatura. No es difícil notar que varios escritores adquirieron una responsabilidad como actores públicos y hablaron en sus novelas y poemas de lo ineludible. Pero lo que distingue a América del Norte es que no es una toma de postura ante la evidente injusticia, como los austrohúngaros que se horrorizaron por la masacre del 2 de octubre de los que escribió magistralmente Juan García Ponce en Crónica de la intervención. Se trata de una autoficción crítica sobre la clase a la que pertenece Sebastián, el criollo y el exiliado, el pesimista y el que quiere ver salvada a su patria, el refinado crítico literario y el miembro de la familia real que no pudo impedir el cataclismo que se depositaría sobre el territorio que lo vio nacer. ~


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