Cuando Mila, que tiene una hija pequeña, recibe en México la noticia de la muerte de Citlali, ahogada en las costas de Senegal, la tristeza por la desaparición de su amiga se mezcla con el recuerdo detallado del tiempo en que formaron un triángulo (que a veces, se advierte, tiende a escaleno cuando dos de las amigas se unen más y la tercera se siente algo excluida) inseparable junto con Dalia, durante los años previos al ingreso en la universidad. En Punto de cruz, la novela de la escritora mexicana Jazmina Barrera que acaba de publicar en España la editorial Tránsito, la geometría no es solo emocional: el relato alterna el repaso de los años de la adolescencia con fragmentos dedicados a la tradición del bordado, que es una afición que comparten las amigas, y con periódicos retornos al presente desde el que se cuenta la historia, cuando Mila está preparando la ceremonia de despedida de su amiga.
Volveré sobre el efecto que causan las menciones a la labor de bordar más abajo, pero lo primero que quiero destacar es lo absorbente que resulta la novela; inmediatamente nos zambullimos en los recuerdos de Mila y seguimos con ella el entramado de hechos y emociones que compusieron aquellos años de adolescencia. Las relaciones con sus familias, las lecturas preferidas, las disimuladas competiciones entre las amigas y el apoyo que se ofrecen, las relaciones con sus compañeros, todo está contado de una manera ágil e imbricada. La narradora se muestra observadora y a la vez parcial, y esa mezcla se revela como la más eficaz para que la comprendamos a ella y a sus amigas. Desde un punto de vista totalmente subjetivo consigue que conozcamos la personalidad y las cuitas de las otras dos, con sus dosis de misterio. Es común a los libros que parten de la premisa del amigo muerto la insistencia en el enigma que somos incluso para quienes tenemos muy cercanos. Hay una dimensión misteriosa nuestra que para los demás será intrigante, pero para nosotros es inalcanzable. El punto ciego en el que flota lo genera la relación con los demás ─otra vez la geometría─, y aunque esa área esté destinada a ser para siempre brumosa y nunca clarificarse, es crucial para que nuestra personalidad se manifieste. Observar con atención a los demás, escribir sobre ellos, aunque nunca levante el velo, lo hace agitarse, y así reparamos en que hay algo oculto. Punto de cruz hace eso: añade una escena detrás de otra como sabiendo que el trabajo es infructuoso pero insoslayable.
En fin, un trabajo inacabable que tiene que ver con la paciencia, con la repetición, con seguir adelante con concentración en lo que nos ocupa en ese momento, como cuando se pasa el hilo una y otra vez por el tejido hasta que empieza a distinguirse el motivo. Así se empieza a comprender que la presencia de los bordados en el libro no es un mero recurso literario para aflojar de tanto en tanto el relato, sino que tiene un sentido más profundo. Se habla de tipos de punto que desaparecerán cuando muera la última mujer que lo practica ─como si fuera una lengua─, de muestras de bordados expuestas en museos, de Louise Bourgeois y de María Angélica Medina, de momias egipcias, y las protagonistas bordan y bordan, y cuando quieren hacer un regalo se trata de un bordado, y cuando quieren aislarse y cuando quieren estar juntas también bordan, y está muy presente la idea del bordado como territorio femenino, algo artesanal a lo que no se le ha dado mucha importancia, que tiene que ver con la formación y el mantenimiento de las comunidades y que también ha servido para que las mujeres se comuniquen unas con otras, como unas que en China tenían prohibido escribir pero que desarrollaron un lenguaje propio y secreto en los bordados. También se habla en la novela de una profesora de bordado, una virtuosa cuyo grado excepcional se reconoce al ver el revés de la trama, que es tan limpio como la cara A y no una confusión de hilos. Mientras escribo todo esto me doy cuenta de que la propia novela puede tener en un bordado su modelo, como un pedazo de tela donde se han dispuesto las escenas no según un sistema lineal sino todo a la vez para que la mirada vaya eligiendo, con una perspectiva propia en la que las imágenes del pasado vuelven a mostrarse simultáneas, y en cuya confección lo importante ha sido pasar y repasar el hilo por puntos muy cercanos, insistiendo.
Durante la lectura del libro he pensado a menudo en mí con la edad que tienen las protagonistas, y he pensado en que referirse a la adolescencia como una época confusa tiene algo muy perezoso, porque aquí está muy claro, y así lo recuerdo, que había en esa edad una claridad enorme, aunque fuese una claridad que no podía alumbrar más allá de ciertos límites, como la bruma del misterio de la que he hablado más arriba. Y he podido evocar esa transparencia de la adolescencia porque en el libro de Jazmina Barrera está mostrada muy clara y muy cuidadosamente. Todo el relato en retrospectiva, especialmente la evocación, emocionante y vital, del viaje que hacen las amigas a Londres y a París, funciona muy bien porque expone perfectamente cómo los rasgos y actitudes de cada personaje conducen al presente en que viven, el presente desde el que se cuenta la historia y en el que una de las tres ya no está. Si la diferencia entre relato y novela es que el relato cuenta cosas que pasaron y la novela cuenta cosas que están pasando (por mucho que se utilice en los dos casos el verbo en pretérito, que es aparentemente el mismo, pero no lo es) aquí se mezclan los dos modelos, del mismo modo en el bordado se pueden combinar distintos puntos.
Tránsito, 2021
231 páginas
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).