La novela luminosa, de Mario Levrero

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Por razones aún no explicadas del todo, en Uruguay se ha dado una estirpe de autores que la crítica califica, si no como admirables, al menos sí como raros. Una broma sobre la literatura latinoamericana explica los aportes más significativos de algunas naciones: Chile ha generado poetas; Argentina, cuentistas; México, novelistas, y Uruguay, raros. Esta sensación de extrañeza se apoya, inevitablemente, en la obra de escritores como Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Armonía Somers y Mario Levrero.

Levrero (Montevideo, 1940-2004) ha construido su obra como un científico loco que experimenta con polvos y restos de cacharros, pero cuyo alto conocimiento alquímico le permite minimizar errores y dar con resultados, acaso no esperados, siempre bienvenidos. Autor de culto desde la década de los setenta, Levrero se dio a conocer en la colección “Literatura diferente” de la editorial uruguaya Tierra Nueva. Allí publicó los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) y la novela La ciudad (1970), que junto a París (1979) y El lugar (1982) hoy se encuentran en la Trilogía involuntaria (2008). Otros de sus libros son Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) –divertidísima historia de un detective loco y su secretaria ninfómana–, Los muertos (1985), Dejen todo en mis manos (1994) y El discurso vacío (1996). Mario Levrero, seudónimo de Jorge Varlotta, trabajó además como crucigramista durante varios años –oficio que lo hermana con el escritor francés Georges Perec– y también fue librero, tallerista literario y autor de un manual de parapsicología. Su obra de excepción se ha ido recuperando poco a poco al ritmo de reediciones en España, Argentina y otros países.

En 2005, poco tiempo después de su muerte, Alfaguara Uruguay publicó La novela luminosa, y ahora lo hace la editorial Mondadori. Desde entonces, este libro se convirtió no sólo en su más perfecto artilugio sino en una de las novelas más importantes de la literatura latinoamericana de los últimos años. Su trabajo, ajeno a las modas y la tradición, se define por la heterodoxia y una vocación transfronteriza.

Para continuar un proyecto empezado y fracasado veinte años antes, el autor uruguayo solicita una beca a la John Simon Guggenheim Foundation. Cuando se la otorgan, y resuelto el asunto económico, empieza con el “Diario de la beca” (que será el “prólogo” de 450 páginas de La novela luminosa), en el que cuenta cómo es que se gasta el dinero sin escribir ni una línea. De esta manera, Levrero lleva a cabo la imposibilidad novelada de la novela, al estilo de El libro vacío (1958) de Josefina Vicens. Estamos ante el diario de lo inasible y el día a día de la no escritura. El relato pormenorizado del tiempo diluyéndose hasta acabar en relato. Desde el primer momento, Levrero abduce al lector con la letanía de la cotidianidad y los detalles de su no metodología para organizar la estancia y la escritura: “Una de las primeras cosas que hice con la primera mitad del dinero de la beca fue comprarme unos sillones”, “hice venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la computadora”, “no, hoy tampoco me afeité”, “vino mi amigo, se fue mi amigo”, “me picó un mosquito”, “fui hasta el cajero automático y saqué doscientos dólares del señor Guggenheim”, “estoy listo para el proyecto, ya tengo aire acondicionado”, etcétera. A lo largo de un año describe sus obsesiones y sus sueños con desesperanza y humor. Da cuenta de las visitas, los talleres literarios que dirige vía e-mail, si escribe con la Rotring o no, su fascinación por la computadora, los programas que él mismo diseña para organizar las tomas de sus medicinas, la discusión con el Word (“el diccionario del Word no acepta la palabra pene pero sí puta”), la reclusión voluntaria en un departamento en Montevideo, los breves paseos, algún trámite y sus lecturas de Santa Teresa, Rosa Chacel, W. Somerset Maugham, Thomas Bernhard, Philip K. Dick, y la evocación constante a Raymond Chandler. La descripción de sus mundos íntimos puede ser apabullante: la compra compulsiva de novelas policiales, la salud, la vejez, la muerte de sus padres, las palomas. El autor nos cuenta que observa con particular detenimiento las palomas en su balcón mientras hace bicicleta o no hace nada. Llegan de a una, en familia, en pareja, o a morir. “Me pregunté qué sabrían de la muerte las palomas”, apunta en noviembre para responder meses después, mientras el cadáver de una de ellas sigue ahí: “La cabeza de una paloma sin plumas ni carne es puro pico, enorme en relación al cráneo. Con razón son tan estúpidas.” Metidos en el diario de Levrero, la tensión sobre si escribirá la novela o no, no importa (sabemos que algo nos espera al final: eso dice el índice). El interés se centra en las llegadas y partidas de una mujer a la que simplemente llama “Chl” –una relación que se parece al amor porque lo acompaña de vez en cuando y le lleva milanesas que él va descongelando en el microondas. Lo que importa son esas madrugadas eternas (“una única, eterna madrugada”), los anuncios de muerte de los amigos que se acumulan en el contestador automático, el tiempo que pasa. Al final del diario, casi como epílogo, encontramos unas cien páginas del proyecto de La novela luminosa tal como se escribió en 1984, sin correcciones. La totalidad es efectivamente una novela, y no porque él mismo lo diga con cinismo: “Me di cuenta que igualmente será una novela, quiera o no quiera, porque actualmente, lo es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa.” De principio a fin, estamos ante un desafiante recorrido por la cabeza lúcida de un gran escritor. Ante el delirio de los sueños literarios, los suyos y los ajenos, La novela luminosa recobra todo sentido en plena vorágine. “La mente –asegura– es como una dentadura que necesita masticar todo el tiempo.”

Escrita al mismo tiempo que 2666, una en Uruguay, la otra en España, La novela luminosa sorprende por su familiaridad con el libro de Roberto Bolaño, no sólo por el ambiente hipnótico del relato, o porque ambos pertenecen a una misma generación, sino porque los dos fueron escritos en la agonía física de sus autores, al trote lento pero seguro de los caballos de la muerte. No me sorprendería que este libro se convirtiese, después de la novela del escritor chileno, en el faro de mucho de lo que se escribirá en nuestro continente en el futuro próximo. ~

 

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