La torre del caimán y Rosete se pronuncia, de Hugo Hiriart

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El volumen verde y negro trae dos obras de teatro. Por lo tanto debo aclarar que centraré mi comentario acerca del nuevo libro de Hugo Hiriart en una de ellas, La torre del caimán. Y no es que Rosete se pronuncia no tenga méritos; la transposición de la historia del profeta Jonás a un territorio más bien parecido a La destrucción de todas las cosas bien vale leerse (y verse). Después de todo la historia de Jonás no sólo es el “manual mismo del misionero”, sino que todo el relato está “permeado por un humor [que es] símbolo de buena salud y tal vez coartada de la emoción…” (Albert Gelin, L’âme d’Israël dans le Livre, 1958). Lo mismo podría decirse de Rosete se pronuncia.

Pero es de La torre del caimán de la obra que quisiera escribir. El teatro de Hiriart (desde Minotastasio, publicado hace muchos años en Vuelta, hasta Hécuba la perra y Clotario Demoniax) está construido a partir de cuatro elementos distintísimos, pero cada uno, en las obras que de él he visto o leído, se imbrica junto a los otros formando una filigrana en la que cada elemento resalta a su debido tiempo. Y estas cuatro cosas, bien distintas, serían, a mi entender, el elemento griego, trágico; la lección aprendida del teatro del Siglo de Oro español; luego algo un poco rocambolesco, con elementos de guiñol, Keystone cops, slapstick comedy y teatro del absurdo, y un cuarto elemento que podríamos llamar el ingenio del mexicano.

En La torre del caimán, Hiriart engarza con maestría un anillo tras otro de estos cuatro elementos, formando una loriga impresionante, fuertemente entrelazada y, sin embargo, casi ligera, como la cota de malla hecha de mithril que Bilbo regala a Frodo en Rivendel.

La torre del caimán es una obra de teatro y es un corrido. Hiriart confiesa como comenzó: “empecé a escribir, fingiéndome un cantante de corridos medio borracho, a medios chiles, como se dice, que habla y canta al lado de la escena [y lo hice] …en versos de arte menor, los modestos octosílabos del romance y del corrido”. El corrido nace, como apunta Miguel N. Lira (Héroes de corridos, 1946), “de un sucedido cruel, de un crimen cometido por el héroe, de una fatal escaramuza…”.

Sea de ello lo que fuere, esta obra trata acerca de la obcecación de Eligio Galindo cuando, al ayudar a un caimán a deshacerse de un palo atravesado en sus fauces, y luego de verlo convertirse en un mago de figura humana, recibe en premio una semilla. Pero esta semilla es, en verdad, un regalo envenenado. Todo el pueblo lo sabe, menos Eligio Galindo, que, al sembrarla, trae toda suerte de desgracias para sus coetáneos y ve crecer, atónito, una torre negra y puntiaguda, feroz, a la que habrá de entrar, empujado por el sufriente pueblo, a ver si logra resolver su existencia y deshacer esa fábrica de malignos portentos.

Mientras Eligio Galindo avanza por esa torre reptilínea, donde “todo transcurre con necesaria fatalidad”, vamos sabiendo lo que encuentra adentro, desde esos tarzanes que van a torturarlo y descoyuntarlo, y ese gordo que nada en una alberca de líquido infernal, hasta las brujas con cabeza de rinoceronte que deseaban comérselo y, por fin, en las alturas, un Nemo que más que de Verne procede directamente de Dante. Porque la torre oscura, la del caimán, es un infierno invertido, también de nueve bolsas o círculos, erigido en la tierra, y el héroe, solo y asustado, sin un Virgilio que lo acompañe, debe subir hasta desentrañar el misterio que se halla en la región más alta y más tenebrosa.

Eligio Galindo, protagonista de esta historia terrible, se forma, por lo menos en mi imaginación, al lado de Heraclio Bernal, Valente Quintero, Feliciano Villanueva y otros héroes de corridos.

No es la potencia del verso sino la magnitud de la imaginación de Hiriart la que más me asombra. Quisiera aclarar que no es que el estilo de la prosa, o el verso, de Hiriart no alcancen cotas cada día más altas, sino que lo que verdaderamente sorprende es la magnífica transposición de temas bíblicos, medievales, renacentistas y mexicanos, al mundo moderno de las imágenes y la fuerza que de estas se deriva una vez que las antiguas mitologías se hallan dentro de este odre nuevo.

Para Hiriart podría ser el bunraku la única manera de llevar La torre del caimán a escena. Yo aventuraría que si Guillermo del Toro o los hermanos Coen o Tim Burton la leyesen, esta historia terminaría en el cine: despojada seguramente del verso, maquillada, llena de añadiduras, transformada como hace la cinematografía, obedeciendo a sus estrictísimas reglas aristotélicas (y comerciales), pero igual de temible, de fulgurante, sin perder su carácter de lección; al versificar la necedad y la negligencia del protagonista cuando siembra la semilla maligna y el pago que recibe por no hacer caso a las voces de advertencia, Hiriart construye un corrido perfecto, uno de esos layes donde (a decir de Miguel N. Lira) “siempre se obtiene una lección para el devenir y una norma de conducta que no debe torcerse porque el castigo será inminente e implacable”.

Hugo Hiriart confirma con este libro que es lo que no fue Théophile Gautier, a pesar de la dedicatoria: el gran mago de las letras de su país. ~

 

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(México, 1965) es editor, escritor y guionista de cine. Entre sus libros recientes se encuentran La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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